Agustín Basave
26-Oct-2009
Han pasado ya veinte años. Me encontraba entonces, la víspera del 6 de octubre de 1989, en la fastuosa celebración del XL Aniversario de la República Democrática de Alemania Mi curiosidad me desbordaba. Escudriñaba todo lo que señalaba Ula, la stasiana intérprete.
V iajé con la sensación de que algo grande estaba a punto de ocurrir. Construí un escenario durante el vuelo, un vaticinio venturoso. Cuando llegué a Berlín pensé que me había ganado el optimismo: entre los demás invitados se cruzaban apuestas subrepticias por la muerte del régimen, pero los más audaces hablaban de una agonía de dos o tres años. Yo, en cambio, fantaseaba con la idea de que la inminente ceremonia iba a ser el marco de un gesto simbólico, de un primer paso a la apertura, y no veía muy lejana la reunificación de Alemania. Obviamente se trataba más de intuición que de análisis: mi fe en el sino trágico de Mijail Gorbachov sesgaba mi interpretación del endurecimiento de Erich Honecker. Sabía de la vocación totalitaria del hombre fuerte de esa mitad alemana y, sin embargo, me movía el wishful thinking: nada ni nadie resistiría el vendaval libertario que arrastraba al líder ruso.
Han pasado ya veinte años. Me encontraba entonces, la víspera del 6 de octubre de 1989, en la fastuosa celebración del XL Aniversario de la República Democrática de Alemania. Mi curiosidad me desbordaba. Escudriñaba todo lo que Ula, la stasiana intérprete que los anfitriones nos habían puesto como guía, nos permitía ver en esos tours planeados con una agobiante simbiosis de meticulosidad germánica y censura comunista. Observaba el bienestar con que parecían vivir los berlineses del este, que gozaban de niveles de vida superiores al resto de la Europa oriental. Una peculiar estadística me había predispuesto: cada estealemán comía en promedio más de 85 kilos de carne al año. Aunque del lado occidental había más riqueza, mis recorridos me dieron la impresión de que, a diferencia de la Unión Soviética, el principal problema en la RDA no era económico. Una anécdota me recordó que no sólo de pan vive el hombre. En una recepción, los mexicanos pedimos a Ula que transmitiera a una joven alemana nuestra invitación a visitar México, a lo que la traductora se negó. Ante nuestra sorprendida insistencia, respondió: “Les pido respetuosamente que no le creen a esta muchacha ilusiones que no podrá hacer realidad”. Nos quedó claro.
El día del aniversario, camino a la ceremonia, alcancé a vislumbrar una manifestación de protesta. Pregunté a Ula qué gritaba la gente. “No alcanzo a escuchar”, me dijo, mientras instaba al chofer a ir más rápido. Llegamos al recinto cuando arribaba el auto con los dos principales personajes. Presencié la significativa reacción de los mirones que se habían arremolinado en las calles aledañas, que espontánea y desordenadamente empezaron a corear “¡Gorby, Gorby!”, mientras ensordecían con silencio a su propio gobernante. Minutos después, los discursos chocaban. El de Honecker, un ríspido compendio de anacronismos estalinistas, rematados con la consigna de que en la separación de las Alemanias no daría ni un paso atrás. El de Gorbachov, en cambio, una bella pieza de oratoria sobre el glasnost de la que rescato una referencia memorable. Aludió a la sentencia de Bismarck en el sentido de que Alemania iba a reunificarse a sangre y fuego y dijo que él prefería las palabras de un poeta ruso que vivió en Berlín y que refutaban al Canciller de Hierro: la reunificación llegaría, pero no por la fuerza, sino por amor.
La emoción nos envolvió a todos y la ovación resultó ensordecedora. Junto a mí estaba sentada una egresada del Partido Comunista Mexicano, una talentosa mujer llamada Amalia García. Volteé a verla y noté que sus ojos estaban llenos de lágrimas. Pasé mi brazo sobre sus hombros y los estreché en expresión de concordancia. Amalia representaba en ese instante la esperanza de un renacimiento que llevara a andar el camino de la libertad individual sin desandar el de la justicia social. Su llanto brotaba de la colisión entre una inveterada fatiga y un sueño eterno, del cansancio de la batalla contra el autoritarismo y la inequidad y del anhelo de la convergencia triunfante entre un nuevo socialismo y la socialdemocracia.
Regresé a México decepcionado. No se había cumplido mi presentimiento, no había empezado el cambio. Un mes más tarde, el 9 de noviembre, me topé con la noticia: había caído el Muro de Berlín. Me reconfortó saber que no me había ilusionado en vano. Me alegré por el derrumbe de la ignominia, por la caída de un sistema inhumano y por la posibilidad de que Alemania se reunificara amorosamente, como profetizó aquel poeta. Pero mi alegría se convirtió pronto en una suerte de melancolía anticipada. Presagiaba el peligro de que la globalización, en pleno nacimiento, trocara en derechización. Y me preocupaba el riesgo de volar sin escalas de la estatolatría al fundamentalismo del mercado. Hoy, dos décadas después, me doy cuenta de que la historia me engañó. Resulta que en 1989 sí fui demasiado optimista. Y en 2009, cuando quiero creer que el péndulo retorna hacia una sociedad verdaderamente abierta y un auténtico Estado de bienestar, temo volver a serlo.
V iajé con la sensación de que algo grande estaba a punto de ocurrir. Construí un escenario durante el vuelo, un vaticinio venturoso. Cuando llegué a Berlín pensé que me había ganado el optimismo: entre los demás invitados se cruzaban apuestas subrepticias por la muerte del régimen, pero los más audaces hablaban de una agonía de dos o tres años. Yo, en cambio, fantaseaba con la idea de que la inminente ceremonia iba a ser el marco de un gesto simbólico, de un primer paso a la apertura, y no veía muy lejana la reunificación de Alemania. Obviamente se trataba más de intuición que de análisis: mi fe en el sino trágico de Mijail Gorbachov sesgaba mi interpretación del endurecimiento de Erich Honecker. Sabía de la vocación totalitaria del hombre fuerte de esa mitad alemana y, sin embargo, me movía el wishful thinking: nada ni nadie resistiría el vendaval libertario que arrastraba al líder ruso.
Han pasado ya veinte años. Me encontraba entonces, la víspera del 6 de octubre de 1989, en la fastuosa celebración del XL Aniversario de la República Democrática de Alemania. Mi curiosidad me desbordaba. Escudriñaba todo lo que Ula, la stasiana intérprete que los anfitriones nos habían puesto como guía, nos permitía ver en esos tours planeados con una agobiante simbiosis de meticulosidad germánica y censura comunista. Observaba el bienestar con que parecían vivir los berlineses del este, que gozaban de niveles de vida superiores al resto de la Europa oriental. Una peculiar estadística me había predispuesto: cada estealemán comía en promedio más de 85 kilos de carne al año. Aunque del lado occidental había más riqueza, mis recorridos me dieron la impresión de que, a diferencia de la Unión Soviética, el principal problema en la RDA no era económico. Una anécdota me recordó que no sólo de pan vive el hombre. En una recepción, los mexicanos pedimos a Ula que transmitiera a una joven alemana nuestra invitación a visitar México, a lo que la traductora se negó. Ante nuestra sorprendida insistencia, respondió: “Les pido respetuosamente que no le creen a esta muchacha ilusiones que no podrá hacer realidad”. Nos quedó claro.
El día del aniversario, camino a la ceremonia, alcancé a vislumbrar una manifestación de protesta. Pregunté a Ula qué gritaba la gente. “No alcanzo a escuchar”, me dijo, mientras instaba al chofer a ir más rápido. Llegamos al recinto cuando arribaba el auto con los dos principales personajes. Presencié la significativa reacción de los mirones que se habían arremolinado en las calles aledañas, que espontánea y desordenadamente empezaron a corear “¡Gorby, Gorby!”, mientras ensordecían con silencio a su propio gobernante. Minutos después, los discursos chocaban. El de Honecker, un ríspido compendio de anacronismos estalinistas, rematados con la consigna de que en la separación de las Alemanias no daría ni un paso atrás. El de Gorbachov, en cambio, una bella pieza de oratoria sobre el glasnost de la que rescato una referencia memorable. Aludió a la sentencia de Bismarck en el sentido de que Alemania iba a reunificarse a sangre y fuego y dijo que él prefería las palabras de un poeta ruso que vivió en Berlín y que refutaban al Canciller de Hierro: la reunificación llegaría, pero no por la fuerza, sino por amor.
La emoción nos envolvió a todos y la ovación resultó ensordecedora. Junto a mí estaba sentada una egresada del Partido Comunista Mexicano, una talentosa mujer llamada Amalia García. Volteé a verla y noté que sus ojos estaban llenos de lágrimas. Pasé mi brazo sobre sus hombros y los estreché en expresión de concordancia. Amalia representaba en ese instante la esperanza de un renacimiento que llevara a andar el camino de la libertad individual sin desandar el de la justicia social. Su llanto brotaba de la colisión entre una inveterada fatiga y un sueño eterno, del cansancio de la batalla contra el autoritarismo y la inequidad y del anhelo de la convergencia triunfante entre un nuevo socialismo y la socialdemocracia.
Regresé a México decepcionado. No se había cumplido mi presentimiento, no había empezado el cambio. Un mes más tarde, el 9 de noviembre, me topé con la noticia: había caído el Muro de Berlín. Me reconfortó saber que no me había ilusionado en vano. Me alegré por el derrumbe de la ignominia, por la caída de un sistema inhumano y por la posibilidad de que Alemania se reunificara amorosamente, como profetizó aquel poeta. Pero mi alegría se convirtió pronto en una suerte de melancolía anticipada. Presagiaba el peligro de que la globalización, en pleno nacimiento, trocara en derechización. Y me preocupaba el riesgo de volar sin escalas de la estatolatría al fundamentalismo del mercado. Hoy, dos décadas después, me doy cuenta de que la historia me engañó. Resulta que en 1989 sí fui demasiado optimista. Y en 2009, cuando quiero creer que el péndulo retorna hacia una sociedad verdaderamente abierta y un auténtico Estado de bienestar, temo volver a serlo.
abasave@prodigy.net.mx
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