lajornada
La decisión de otorgar el Premio Nobel de la Paz 2009 al presidente de Estados Unidos, Barack Obama, fue recibida con sorpresa y hasta con críticas por buena parte de la opinión pública internacional, en cuya percepción el reconocimiento resulta, en el mejor de los casos, prematuro –habida cuenta que se produce cuando el político afroestadunidense se aproxima apenas al noveno mes de su mandato–, o inexplicable, en el peor.
Ciertamente, el actual presidente de Estados Unidos se ha distinguido de su antecesor por conducirse con un acento menos belicista y unilateral, y ello da cuenta en sí mismo de un cambio de matiz en la política exterior de la Casa Blanca. No obstante, tal viraje no ha logrado superar todavía el terreno del discurso ni ha dejado de ser un conjunto de buenas intenciones, y resulta justificado, por ello, cuestionarse sobre la procedencia del reconocimiento referido.
El más notable de los cambios a los que se hace alusión se registra en Medio Oriente, así como en el discurso generalizado de Washington hacia los ámbitos árabe y musulmán. En tal contexto, Obama ha respaldado la creación de un Estado palestino y ha condenado de manera clara y tajante las políticas de transformación demográfica que Israel practica en los territorios ilegalmente ocupados de Cisjordania, Al Qods –la porción oriental de Jerusalén– y los Altos del Golán. Adicionalmente, con la llegada del político afroestadunidense a la Oficina Oval se ha producido un acercamiento entre el gobierno del vecino país y el régimen de Irán, en lo que significa un marcado viraje en la vieja enemistad de Washington hacia Teherán, magnificada por el empecinamiento de la administración Bush por colocar a la nación persa dentro de un supuesto eje del mal y su afán por hostilizarla con el pretexto de su programa nuclear.
No obstante estos elementos, el gobierno de Obama nada ha podido hacer hasta ahora para frenar la proliferación de colonias israelíes en territorios palestinos y no ha logrado, por tanto, sentar un precedente indispensable para el diálogo y el proceso paz en Oriente Medio. Con relación a los llamados de acercamiento al gobierno iraní, es demasiado pronto para asegurar que éstos bastarán para vencer las inercias entre ambas naciones y el justificado escepticismo de las autoridades de Teherán, que ayer mismo calificaron como precipitada la entrega del Nobel de la Paz a Obama.
Por otro lado, y contrario a la voluntad de cambio mostrada en los ámbitos mencionados, el actual mandatario estadunidense parece empeñado en dar continuidad a algunas de las políticas más nefastas que le fueron heredadas por su antecesor, como lo muestran sus posturas en torno a las invasiones en Irak y Afganistán, y su empecinamiento por perpetuar la presencia de marines en el primer país y por incrementarla en el segundo. Significativamente, la noticia del galardón otorgado a Obama se dio a conocer a pocos días de que la coalición militar ocupante en Afganistán, encabezada por Estados Unidos, pidió el desplazamiento de 40 mil elementos adicionales en la nación centroasiática, donde Washington parece enfilarse a una derrota mayúscula en los terrenos político, militar y económico, como la que ha venido experimentando en Irak en los pasados seis años.
En lo que toca a América Latina –región que tiene un lugar marginal en la agenda diplomática del actual gobierno estadunidense–, la distinción de Obama con el Nobel de la Paz reviste un carácter inconsistente a la luz de la tibieza con que su administración se ha conducido de cara al golpe de Estado que se desarrolla en Honduras; el apoyo otorgado a la operación de bases militares estadunidenses en territorio colombiano; el respaldo a la desastrosa guerra contra la delincuencia organizada que tiene lugar en México y la decisión reciente de ratificar el embargo que Washington mantiene desde hace casi medio siglo en contra de Cuba.
Con los señalamientos anteriores no se intenta menoscabar la sensibilidad, la inteligencia y el espíritu multilateral del actual mandatario estadunidense, elementos que son en sí mismos motivo de reconocimiento, sobre todo tratándose del gobernante de una nación imperial. Pero es claro que, en los pasados nueve meses, Barack Obama se ha mostrado dispuesto a ceder ante las presiones que surgen desde el interior de su propio gabinete, así como de los halcones de Washington y de los integrantes del complejo militar-industrial estadunidense, sector –este último– que ejerce un enorme poder de facto en el ámbito de la política interna y que genera en buena medida los impulsos hegemónicos y colonialistas de la nación vecina a escala internacional.
En ese sentido, la principal virtud que pudiera encarnar el premio otorgado ayer a Obama es que pudiera servir como estímulo para que el mandatario supere presiones e inercias nefastas, y avance en los cambios que se requieren para construir un mundo más justo y pacífico. Sólo entonces podrá decirse que Obama es merecedor de dicho reconocimiento.
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Ciertamente, el actual presidente de Estados Unidos se ha distinguido de su antecesor por conducirse con un acento menos belicista y unilateral, y ello da cuenta en sí mismo de un cambio de matiz en la política exterior de la Casa Blanca. No obstante, tal viraje no ha logrado superar todavía el terreno del discurso ni ha dejado de ser un conjunto de buenas intenciones, y resulta justificado, por ello, cuestionarse sobre la procedencia del reconocimiento referido.
El más notable de los cambios a los que se hace alusión se registra en Medio Oriente, así como en el discurso generalizado de Washington hacia los ámbitos árabe y musulmán. En tal contexto, Obama ha respaldado la creación de un Estado palestino y ha condenado de manera clara y tajante las políticas de transformación demográfica que Israel practica en los territorios ilegalmente ocupados de Cisjordania, Al Qods –la porción oriental de Jerusalén– y los Altos del Golán. Adicionalmente, con la llegada del político afroestadunidense a la Oficina Oval se ha producido un acercamiento entre el gobierno del vecino país y el régimen de Irán, en lo que significa un marcado viraje en la vieja enemistad de Washington hacia Teherán, magnificada por el empecinamiento de la administración Bush por colocar a la nación persa dentro de un supuesto eje del mal y su afán por hostilizarla con el pretexto de su programa nuclear.
No obstante estos elementos, el gobierno de Obama nada ha podido hacer hasta ahora para frenar la proliferación de colonias israelíes en territorios palestinos y no ha logrado, por tanto, sentar un precedente indispensable para el diálogo y el proceso paz en Oriente Medio. Con relación a los llamados de acercamiento al gobierno iraní, es demasiado pronto para asegurar que éstos bastarán para vencer las inercias entre ambas naciones y el justificado escepticismo de las autoridades de Teherán, que ayer mismo calificaron como precipitada la entrega del Nobel de la Paz a Obama.
Por otro lado, y contrario a la voluntad de cambio mostrada en los ámbitos mencionados, el actual mandatario estadunidense parece empeñado en dar continuidad a algunas de las políticas más nefastas que le fueron heredadas por su antecesor, como lo muestran sus posturas en torno a las invasiones en Irak y Afganistán, y su empecinamiento por perpetuar la presencia de marines en el primer país y por incrementarla en el segundo. Significativamente, la noticia del galardón otorgado a Obama se dio a conocer a pocos días de que la coalición militar ocupante en Afganistán, encabezada por Estados Unidos, pidió el desplazamiento de 40 mil elementos adicionales en la nación centroasiática, donde Washington parece enfilarse a una derrota mayúscula en los terrenos político, militar y económico, como la que ha venido experimentando en Irak en los pasados seis años.
En lo que toca a América Latina –región que tiene un lugar marginal en la agenda diplomática del actual gobierno estadunidense–, la distinción de Obama con el Nobel de la Paz reviste un carácter inconsistente a la luz de la tibieza con que su administración se ha conducido de cara al golpe de Estado que se desarrolla en Honduras; el apoyo otorgado a la operación de bases militares estadunidenses en territorio colombiano; el respaldo a la desastrosa guerra contra la delincuencia organizada que tiene lugar en México y la decisión reciente de ratificar el embargo que Washington mantiene desde hace casi medio siglo en contra de Cuba.
Con los señalamientos anteriores no se intenta menoscabar la sensibilidad, la inteligencia y el espíritu multilateral del actual mandatario estadunidense, elementos que son en sí mismos motivo de reconocimiento, sobre todo tratándose del gobernante de una nación imperial. Pero es claro que, en los pasados nueve meses, Barack Obama se ha mostrado dispuesto a ceder ante las presiones que surgen desde el interior de su propio gabinete, así como de los halcones de Washington y de los integrantes del complejo militar-industrial estadunidense, sector –este último– que ejerce un enorme poder de facto en el ámbito de la política interna y que genera en buena medida los impulsos hegemónicos y colonialistas de la nación vecina a escala internacional.
En ese sentido, la principal virtud que pudiera encarnar el premio otorgado ayer a Obama es que pudiera servir como estímulo para que el mandatario supere presiones e inercias nefastas, y avance en los cambios que se requieren para construir un mundo más justo y pacífico. Sólo entonces podrá decirse que Obama es merecedor de dicho reconocimiento.
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