Agustín Basave
02-Nov-2009
El debate sobre la Ley de Ingresos es elocuente. Está exhibiendo a un Ejecutivo que no quiere ejecutar, un Legislativo que no quiere legislar y unos partidos que no quieren tomar partido. Y atrás un empresariado que defiende privilegios fiscales indefendibles.
No hay transición sin generosidad. Ningún país ha sido capaz de pasar de un régimen excluyente a un régimen incluyente sin que sus actores políticos, económicos y sociales cumplan tres requisitos: 1) tener conciencia de que se viven tiempos de excepción, en los que todos tienen que perder un poco en el corto plazo para que todos puedan ganar mucho en el largo plazo; 2) ser capaces de elevar la mira, de pensar en grande, de privilegiar los grandes cambios por encima de los ajustes coyunturales; 3) ponerse de acuerdo para saber qué van a hacer cuando no estén de acuerdo. Sólo con liderazgos generosos se puede gestar esa tríada de convergencias, que a su vez constituye una condición sine qua non para transitar a la democracia. Pero ese tipo de dirigentes no se da en maceta. Y en las sociedades que no castigan la mezquindad, menos.
Y es que las élites tienden a ser mezquinas. Hay excepciones, por supuesto, pero así se comportan en casi todas partes casi todo el tiempo. Hablo de las cúpulas del gobierno y de los partidos, de las empresas y de los sindicatos, de la milicia y de las iglesias, del periodismo, de la cultura y del deporte. Y también hablo de los elitistas que se disfrazan de proletarios, como los caciques de la economía informal. Si la base no sacude al vértice, la pirámide no suele inmutarse. Son garbanzos de a libra los líderes que, sin necesidad de presiones externas, saben escuchar los llamados de la historia y poseen la visión y la sensibilidad para salir de las encrucijadas por el camino en el que la sensatez y la audacia caminan al unísono.
En México estamos aprendiendo esta lección del modo más doloroso. Nuestra transición democrática no ha culminado por falta de generosidad, porque tenemos una derecha recalcitrante que no entiende el imperativo de que la izquierda sea opción real de poder, un centro movedizo y ladino y una izquierda atávica que no distingue entre la derecha y el derecho. No se alcanza un nuevo acuerdo en lo fundamental porque nadie quiere ceder. Nadie es capaz de trascender la lógica política convencional de ganancias cortoplacistas ni de levantar la vista para ver más allá de un juego de suma cero. Los grupos de poder, formales o fácticos, están atrapados en sus propios feudos, defendiendo intereses las más de las veces ilegítimos.
El debate sobre la Ley de Ingresos es elocuente. Está exhibiendo a un Ejecutivo que no quiere ejecutar, un Legislativo que no quiere legislar y unos partidos que no quieren tomar partido. Y atrás, en su trinchera, un empresariado que defiende privilegios fiscales indefendibles. Presenciamos un triste espectáculo cuyo desenlace está cantado: el de un gobierno que seguirá haciendo como si recaudara y ciertos empresarios que seguirán haciendo como si pagaran impuestos. Faltaba más: para eso hay una clase media en cautiverio y una clase baja en inmolación. En suma, muchos fingen, pocos ponen y el país se hunde. Pero no hay por qué alarmarse, que al fin y al cabo hay tiempo. Todavía quedan pozos petroleros por agotar y gente indefensa por exprimir. Cuando broten las últimas gotas de petróleo y de sangre pediremos una reforma hacendaria de fondo.
Con todo, en medio del regateo se oyen voces inusitadas. El Presidente, por ejemplo, dio un viraje frente al gran capital y pasó del guiño a la admonición. Denunció venturosamente las trampas de los regímenes especiales y la consolidación. Una vez más pareció decidido a ir al monte de piedad fáustico a recuperar su alma y se mostró decidido a rebasar por la izquierda: de la pensión a adultos mayores al intento de meter en cintura a los campeones de la elusión, ya son varias las propuestas de Andrés Manuel López Obrador que hace suyas Felipe Calderón. El problema, claro, es la indefinición. ¿Con quién va a gobernar? No, no se trata de proclamar un gobierno de clase, pero sí de límites y de estrategia. ¿Qué con quién y qué para quién?
Ahora bien, seamos justos. El problema es idiosincrático. Brincamos de los primeros auxilios a la terapia intensiva; no tenemos medicina preventiva, no tenemos quirófano, sólo sala de urgencias y un pabellón para resucitar al moribundo. Y es que el paciente es muy paciente. Se trata de México que es, de hecho, lo único generoso y noble que hay en México, pese a estar lleno de mexicanos sin piedad por la patria. Si reparamos en la cantidad de veces que la hemos desollado, nos sorprenderemos de que esté viva. Tan sólo la monstruosa metástasis de corrupción que la mayoría de sus “hijos” le ha provocado hubiera acabado ya con cualquier otro país.
Aceptémoslo: vivimos en el imperio de la mezquindad. Una turba de avaricias se disputa jirones de nadería. ¡Y todavía hay quienes se preguntan por qué los únicos acuerdos que podemos lograr son los que administran la mediocridad! No hemos comprendido que la suma de pequeñeces no da como resultado la grandeza, y que mientras cada quien se aferre a su trozo de sordidez no podremos forjar una gran nación.
No hay transición sin generosidad. Ningún país ha sido capaz de pasar de un régimen excluyente a un régimen incluyente sin que sus actores políticos, económicos y sociales cumplan tres requisitos: 1) tener conciencia de que se viven tiempos de excepción, en los que todos tienen que perder un poco en el corto plazo para que todos puedan ganar mucho en el largo plazo; 2) ser capaces de elevar la mira, de pensar en grande, de privilegiar los grandes cambios por encima de los ajustes coyunturales; 3) ponerse de acuerdo para saber qué van a hacer cuando no estén de acuerdo. Sólo con liderazgos generosos se puede gestar esa tríada de convergencias, que a su vez constituye una condición sine qua non para transitar a la democracia. Pero ese tipo de dirigentes no se da en maceta. Y en las sociedades que no castigan la mezquindad, menos.
Y es que las élites tienden a ser mezquinas. Hay excepciones, por supuesto, pero así se comportan en casi todas partes casi todo el tiempo. Hablo de las cúpulas del gobierno y de los partidos, de las empresas y de los sindicatos, de la milicia y de las iglesias, del periodismo, de la cultura y del deporte. Y también hablo de los elitistas que se disfrazan de proletarios, como los caciques de la economía informal. Si la base no sacude al vértice, la pirámide no suele inmutarse. Son garbanzos de a libra los líderes que, sin necesidad de presiones externas, saben escuchar los llamados de la historia y poseen la visión y la sensibilidad para salir de las encrucijadas por el camino en el que la sensatez y la audacia caminan al unísono.
En México estamos aprendiendo esta lección del modo más doloroso. Nuestra transición democrática no ha culminado por falta de generosidad, porque tenemos una derecha recalcitrante que no entiende el imperativo de que la izquierda sea opción real de poder, un centro movedizo y ladino y una izquierda atávica que no distingue entre la derecha y el derecho. No se alcanza un nuevo acuerdo en lo fundamental porque nadie quiere ceder. Nadie es capaz de trascender la lógica política convencional de ganancias cortoplacistas ni de levantar la vista para ver más allá de un juego de suma cero. Los grupos de poder, formales o fácticos, están atrapados en sus propios feudos, defendiendo intereses las más de las veces ilegítimos.
El debate sobre la Ley de Ingresos es elocuente. Está exhibiendo a un Ejecutivo que no quiere ejecutar, un Legislativo que no quiere legislar y unos partidos que no quieren tomar partido. Y atrás, en su trinchera, un empresariado que defiende privilegios fiscales indefendibles. Presenciamos un triste espectáculo cuyo desenlace está cantado: el de un gobierno que seguirá haciendo como si recaudara y ciertos empresarios que seguirán haciendo como si pagaran impuestos. Faltaba más: para eso hay una clase media en cautiverio y una clase baja en inmolación. En suma, muchos fingen, pocos ponen y el país se hunde. Pero no hay por qué alarmarse, que al fin y al cabo hay tiempo. Todavía quedan pozos petroleros por agotar y gente indefensa por exprimir. Cuando broten las últimas gotas de petróleo y de sangre pediremos una reforma hacendaria de fondo.
Con todo, en medio del regateo se oyen voces inusitadas. El Presidente, por ejemplo, dio un viraje frente al gran capital y pasó del guiño a la admonición. Denunció venturosamente las trampas de los regímenes especiales y la consolidación. Una vez más pareció decidido a ir al monte de piedad fáustico a recuperar su alma y se mostró decidido a rebasar por la izquierda: de la pensión a adultos mayores al intento de meter en cintura a los campeones de la elusión, ya son varias las propuestas de Andrés Manuel López Obrador que hace suyas Felipe Calderón. El problema, claro, es la indefinición. ¿Con quién va a gobernar? No, no se trata de proclamar un gobierno de clase, pero sí de límites y de estrategia. ¿Qué con quién y qué para quién?
Ahora bien, seamos justos. El problema es idiosincrático. Brincamos de los primeros auxilios a la terapia intensiva; no tenemos medicina preventiva, no tenemos quirófano, sólo sala de urgencias y un pabellón para resucitar al moribundo. Y es que el paciente es muy paciente. Se trata de México que es, de hecho, lo único generoso y noble que hay en México, pese a estar lleno de mexicanos sin piedad por la patria. Si reparamos en la cantidad de veces que la hemos desollado, nos sorprenderemos de que esté viva. Tan sólo la monstruosa metástasis de corrupción que la mayoría de sus “hijos” le ha provocado hubiera acabado ya con cualquier otro país.
Aceptémoslo: vivimos en el imperio de la mezquindad. Una turba de avaricias se disputa jirones de nadería. ¡Y todavía hay quienes se preguntan por qué los únicos acuerdos que podemos lograr son los que administran la mediocridad! No hemos comprendido que la suma de pequeñeces no da como resultado la grandeza, y que mientras cada quien se aferre a su trozo de sordidez no podremos forjar una gran nación.
abasave@prodigy.net.mx
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