Agustín Basave
16-Nov-2009
El priismo ha sido y es más diverso y conflictivo de lo que parece. En una época se dividió entre nacionalistas y aperturistas, en otra entre “dinos” y “renos”, y ahora que ya no se escuchan voces de cambio se debate entre “escuderos” y “lanceros”.
Siempre he dicho que Plutarco Elías Calles no quiso fundar un partido; quiso crear un entero. Diseñado para que en su seno cupieran todos los mexicanos, desde los obreros y los campesinos hasta los grandes empresarios, en más de un sentido el Partido Revolucionario Institucional fue el viejo sistema político mexicano. Lo que en la normalidad democrática se da entre varios partidos, en México se procesaba dentro de uno solo. Hablo de las reglas para dirimir las disputas por el poder, de la alternancia endogámica, de la inefable rendición de cuentas. Por eso el PRI ha sido un instituto heterogéneo a cual más. En él han coexistido socialistas y neoliberales, pobres y ricos, jacobinos y católicos, nacionalistas y globalizadores, y entre sus cuadros ha habido muchos corruptos y también, aunque usted no lo crea, algunos honestos. No es necesario remontarse a Ruiz Cortines. Ahí estuvieron recientemente personajes entrañables como Luis Donaldo Colosio y Pedro Zorrilla y por ahí andan Esteban Moctezuma y Santiago Oñate, por citar sólo a cuatro ex jefes, o Sergio García Ramírez, Mario Luis Fuentes y otros más, compañeros de proyectos y sueños. Al margen del estercolero de tantas fortunas mal habidas, alejados ahora de la política, en su momento dejaron un raro testimonio de honorabilidad.
El priismo, pues, ha sido y es más diverso y conflictivo de lo que parece. En una época se dividió entre nacionalistas y aperturistas, en otra entre “dinos” y “renos”, y ahora que ya no se escuchan voces de cambio se debate entre “escuderos” y “lanceros”. Permítame explicarme citando lo que escribí en este espacio (“Partidos esquizoides”) hace casi dos meses: “Por una parte están algunos de los priistas que ya dominaron el país, que tienen grandes intereses que defender y forman parte del establishment metapartidario. A ellos les gustaría que el PRI recuperara la Presidencia de la República, por supuesto, pero no están dispuestos a arriesgar demasiado porque su entrelazamiento con el gobierno federal panista y sus nexos con diversos gobiernos estatales les permiten proteger y acrecentar sus enclaves económicos y sus posiciones políticas tanto o más de lo que se los permitiría un nuevo presidente priista. Y del otro lado está el priismo que no ha llegado al cenit, el que sí se juega el todo por el todo de cara a 2012. El diferendo no es necesariamente generacional, porque hay jóvenes y viejos en ambos bandos, pero sí es potencialmente bifurcador porque propicia lógicas antagónicas. Unos pretenden perpetuar la actual correlación de fuerzas y los otros revertirla; unos apuestan a fortalecer al Congreso de la Unión y a los gobiernos estatales a expensas del Ejecutivo federal, otros a regresar a un presidencialismo fuerte; unos saben que no ganan en las urnas y optan por el poder tras el trono y otros quieren sentarse en el trono. Aunque todavía no se manifiesta cabalmente esta disputa, pronto se sentirán los escarceos en las bancadas priistas de la LXI Legislatura”.
En otras palabras, hay una nueva disputa en el PRI. Los escuderos parecen decir “si no llegamos nosotros —y es muy difícil que lleguemos nosotros— que lleguen los débiles o los debilitados”. La novedad no es el encono sino la existencia de otras opciones reales de poder y de la fuerza para legislar. Si en el siglo pasado hubiera habido una oposición competitiva, probablemente Humberto Romero la habría apoyado para que perdiera Díaz Ordaz, y si hubiera sido legislador habría intentado restarle poder al Ejecutivo. Lo mismo habría ocurrido en otras sucesiones. A los priistas enemistados con el precandidato triunfador les habría ido mejor si la elección la hubiera ganado otro partido o si su enemigo hubiera gobernado con menos poder, porque los golpes entre los aspirantes presidenciales y sus aliados son brutales y su resentimiento puede resultar devastador. Hay, además, otra diferencia: la Presidencia es hoy un poco menos apetitosa que antes. Desde el 2000, los líderes del PRI son el fiel de la balanza en el Congreso, y en ese carácter han consolidado con el PAN una relación de toma y daca que además de dividendos electorales les ha redituado beneficios personales. Han constituido una élite que se reparte con el panismo gobernante los nombramientos en los órganos autónomos, en el Poder Judicial y en dependencias de la administración federal. En otras palabras, han erigido un poderío que en cierto modo supera al del Presidente de la República.
Le dejo al lector la adivinanza. ¿Quién prefiere un PRI opositor con suficientes diputados y senadores y bastantes gobernadores para ser el escudo que proteja sus intereses y quién quiere usarlo como lanza para ganar la Presidencia? Pero no se quede usted en la respuesta fácil, la que evocaría la película Rudo y Cursi. Se trata de un reparto de más de dos actores en una obra en tres actos. Complete el análisis, ponga los nombres, construya los escenarios. Haga su apuesta.
Siempre he dicho que Plutarco Elías Calles no quiso fundar un partido; quiso crear un entero. Diseñado para que en su seno cupieran todos los mexicanos, desde los obreros y los campesinos hasta los grandes empresarios, en más de un sentido el Partido Revolucionario Institucional fue el viejo sistema político mexicano. Lo que en la normalidad democrática se da entre varios partidos, en México se procesaba dentro de uno solo. Hablo de las reglas para dirimir las disputas por el poder, de la alternancia endogámica, de la inefable rendición de cuentas. Por eso el PRI ha sido un instituto heterogéneo a cual más. En él han coexistido socialistas y neoliberales, pobres y ricos, jacobinos y católicos, nacionalistas y globalizadores, y entre sus cuadros ha habido muchos corruptos y también, aunque usted no lo crea, algunos honestos. No es necesario remontarse a Ruiz Cortines. Ahí estuvieron recientemente personajes entrañables como Luis Donaldo Colosio y Pedro Zorrilla y por ahí andan Esteban Moctezuma y Santiago Oñate, por citar sólo a cuatro ex jefes, o Sergio García Ramírez, Mario Luis Fuentes y otros más, compañeros de proyectos y sueños. Al margen del estercolero de tantas fortunas mal habidas, alejados ahora de la política, en su momento dejaron un raro testimonio de honorabilidad.
El priismo, pues, ha sido y es más diverso y conflictivo de lo que parece. En una época se dividió entre nacionalistas y aperturistas, en otra entre “dinos” y “renos”, y ahora que ya no se escuchan voces de cambio se debate entre “escuderos” y “lanceros”. Permítame explicarme citando lo que escribí en este espacio (“Partidos esquizoides”) hace casi dos meses: “Por una parte están algunos de los priistas que ya dominaron el país, que tienen grandes intereses que defender y forman parte del establishment metapartidario. A ellos les gustaría que el PRI recuperara la Presidencia de la República, por supuesto, pero no están dispuestos a arriesgar demasiado porque su entrelazamiento con el gobierno federal panista y sus nexos con diversos gobiernos estatales les permiten proteger y acrecentar sus enclaves económicos y sus posiciones políticas tanto o más de lo que se los permitiría un nuevo presidente priista. Y del otro lado está el priismo que no ha llegado al cenit, el que sí se juega el todo por el todo de cara a 2012. El diferendo no es necesariamente generacional, porque hay jóvenes y viejos en ambos bandos, pero sí es potencialmente bifurcador porque propicia lógicas antagónicas. Unos pretenden perpetuar la actual correlación de fuerzas y los otros revertirla; unos apuestan a fortalecer al Congreso de la Unión y a los gobiernos estatales a expensas del Ejecutivo federal, otros a regresar a un presidencialismo fuerte; unos saben que no ganan en las urnas y optan por el poder tras el trono y otros quieren sentarse en el trono. Aunque todavía no se manifiesta cabalmente esta disputa, pronto se sentirán los escarceos en las bancadas priistas de la LXI Legislatura”.
En otras palabras, hay una nueva disputa en el PRI. Los escuderos parecen decir “si no llegamos nosotros —y es muy difícil que lleguemos nosotros— que lleguen los débiles o los debilitados”. La novedad no es el encono sino la existencia de otras opciones reales de poder y de la fuerza para legislar. Si en el siglo pasado hubiera habido una oposición competitiva, probablemente Humberto Romero la habría apoyado para que perdiera Díaz Ordaz, y si hubiera sido legislador habría intentado restarle poder al Ejecutivo. Lo mismo habría ocurrido en otras sucesiones. A los priistas enemistados con el precandidato triunfador les habría ido mejor si la elección la hubiera ganado otro partido o si su enemigo hubiera gobernado con menos poder, porque los golpes entre los aspirantes presidenciales y sus aliados son brutales y su resentimiento puede resultar devastador. Hay, además, otra diferencia: la Presidencia es hoy un poco menos apetitosa que antes. Desde el 2000, los líderes del PRI son el fiel de la balanza en el Congreso, y en ese carácter han consolidado con el PAN una relación de toma y daca que además de dividendos electorales les ha redituado beneficios personales. Han constituido una élite que se reparte con el panismo gobernante los nombramientos en los órganos autónomos, en el Poder Judicial y en dependencias de la administración federal. En otras palabras, han erigido un poderío que en cierto modo supera al del Presidente de la República.
Le dejo al lector la adivinanza. ¿Quién prefiere un PRI opositor con suficientes diputados y senadores y bastantes gobernadores para ser el escudo que proteja sus intereses y quién quiere usarlo como lanza para ganar la Presidencia? Pero no se quede usted en la respuesta fácil, la que evocaría la película Rudo y Cursi. Se trata de un reparto de más de dos actores en una obra en tres actos. Complete el análisis, ponga los nombres, construya los escenarios. Haga su apuesta.
abasave@prodigy.net.mx
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