En ese propósito, la periodista Lydia Cacho y yo decidimos convencer a los protestantes de guardar silencio y marcharse. Después de algunos minutos se persuadieron de nuestras razones, o creyeron ya cumplida su misión y se fueron. Fue un episodio molesto, desagradable pero nada más. Loret de Mola pudo expresarse, y lo mismo hicieron los autores del libro. El martes pasado, 6 de marzo, en cierta forma se repitió el suceso, aunque de modo más agresivo por la índole del libro a presentar. Carlos Tello escribió “2 de julio”, subtitulado “La crónica minuto a minuto del día más importante de nuestra historia contemporánea”, un libro polémico según lo calificó uno de los presentadores, José Woldenberg (el otro fue Jorge Castañeda y el moderador Leo Zuckerman). Concluidas las presentaciones, cuando Tello ofreció la palabra al público, se la tomaron partidarios de López Obrador que a voz en cuello lo tildaron de mentiroso y mostraron pliegos de papel donde reiteraban la acusación. La batahola duró 10 minutos, al cabo de los cuales los participantes en la mesa se retiraron. No se puede decir que la sesión fue reventada porque su parte medular ocurrió sin interrupciones.
Sin embargo, la acción de los manifestantes ha sido denostada como actitud fascista, suma de intolerancias. Contra toda lógica se ha llegado a decir: “¡De la que nos salvamos!”, suponiendo que de ser presidente López Obrador se multiplicarían episodios como el de la noche del 6 de marzo, como si se ignorara que la fuente de la ruidosa protesta es la convicción de los lopezobradoristas de que la elección fue trucada y que una suma de factores, entre ellos actos y omisiones de los órganos electorales, torció el resultado que favoreció en realidad a su candidato. La acusación de querer imponer censura, de silenciar el debate, de deturpar a quienes opinan diferente, lanzada contra los manifestantes, es una mala pasada de las buenas conciencias que no aprecian que los desahogos de puñados de inconformes son nada comparados con el silenciamiento, con la exclusión que los medios electrónicos practican contra López Obrador y su actuación al frente de la resistencia civil pacífica. Unos y otros elementos configuran un escenario como el del viejo cuento en que en el Coliseo romano un esclavo, sumergido hasta el cuello en la arena, mueve la cabeza eludiendo el ataque del león que de un momento a otro lo devorará. En uno de los saltos de la bestia la inminente víctima lanza a su vez un mordisco, que da directamente en los testículos de la fiera, lo cual causa la irritación del público que le reprocha a gritos: “!Pelea limpio, cristiano!”.
La acusación a Tello surgió del desmentido con que César Yáñez, Federico Arreola y José María Pérez Gay niegan haber oído a López Obrador, a la una de la mañana del 3 de julio, aceptar su derrota. “Yo ignoro si los tres estuvieron presentes en el episodio que describo —dice Tello en la página 213 de su crónica—, pero sé que uno de ellos sí escuchó la confesión de Andrés Manuel y la comentó, en los primeros días de julio, con al menos tres personas, a través de las cuales tuve conocimiento del episodio. Mis fuentes para recrear esta escena, que es clave, son entonces todas indirectas, pero confiables”. Tello ha buscado desviar la atención del punto medular (si López Obrador pronunció o no la palabra perdí) al accesorio de sus fuentes a las que él protege. Es una falacia, pues, la negativa rotunda de quien habría esparcido ese dicho del candidato presidencial deja sin sustancia al asunto. En un encuentro entre Arreola y Tello, concertado por Carmen Aristegui, el autor del libro aceptó campanudamente haber mentido. Sus detractores suponen que lo hizo a sabiendas, para generar un poderoso argumento contra López Obrador, que a estas alturas sigue insistiendo en ser presidente legítimo, no obstante admitir desde el 3 de julio que había sido derrotado.
Hace 12 años, Tello escribió otro libro polémico, “La rebelión de las cañadas”, sobre la insurrección zapatista. Tras examinarlo críticamente y encontrar que sus fuentes eran policiacas y el autor no lo reconocía, concluí entonces que “tras el disfraz de una indagación histórica seria, el libro esconde un alegato propagandístico”. Eso ocurre también ahora.
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Kikka Roja