La grieta que ha dejado la Ley Televisa es más honda de lo que parece, y mantiene enredados en complicidades y silencios a no pocos actores relevantes de nuestra vida pública. Es penoso ver a los más seguir luchando contra ellos mismos a un año de la promulgación de esas reformas. De esa batalla interna se ha librado Santiago Creel, de entre los muy pocos. Sin ser responsable de ese episodio -otros son sus yerros y culpas-, ha tenido la claridad para reconocer lo que se hizo mal, y el valor de rectificar una visión sobre el saldo real de tantas cesiones y privilegios a un poder que al final se vuelve contra el Estado y es un peligro para la democracia. Se le critica ser el último en enterarse; la ocasión debe ponderarle ser el primero en expresarlo. Creel fue entrevistado por Carmen Aristegui; tobogán de preguntas en una memoria sin concesiones para el lenguaje esquivo, la periodista le arrancó la frase que desgarró las vestiduras de la clase política: "Fue una imposición, no una negociación". Vinieron desmentidos, y mucho silencio de muchos.
El proceso de aprobación de la Ley Televisa fue tan ominoso en términos ético, jurídico y político, que resultará muy difícil para varios de los responsables, operadores y para quienes votaron a favor reconocer que fue una imposición, que se doblegaron ante la presión mediática del poderoso consorcio televisivo. Y quizá ese secuestro mental sea uno de los mayores perjuicios ocasionados a la República, porque muchos de esos actores continúan teniendo responsabilidades públicas, y son conciencias atrapadas en la peor de las complicidades: el silencio. No será fácil admitir para varios de los legisladores que fueron contra sus convicciones que, frente al frío cálculo de poder y dinero sin límites con los que Televisa llevó a la legislación de radio y tv su plan para expandir sus negocios a las telecomunicaciones, respondieron con igual o peor pragmatismo, porque decidieron guardar sus principios y valores mientras pasaban las campañas, se desentendieron del interés público que decían defender y perdieron el derecho de llamarse ante la historia representantes populares. Dejaron pasar una de las dos o tres oportunidades que la vida nos ofrece para decir quiénes somos y qué no somos. Será muy complejo para quienes tuvieron que subir a la tribuna concurrir a los medios de comunicación a defender lo indefendible, aceptar que lo hicieron en un obsoleto concepto de disciplina partidaria que los llevó a actuar por encima de la razón y por debajo de la dignidad, mientras sabían que se entregaban bienes del dominio de la nación a cambio de no ser castigados con la enemistad de los barones de la tv.
Casi imposible será que haya quienes reconozcan que también usaron ese proceso para negociar el siguiente paso de su carrera política, el tránsito entre el escaño senatorial y la curul de diputado o viceversa. Que vieron para sí la ocasión de sacar tajada personal, subir el precio de su vendimia o conseguir buen trato informativo en la pantalla de tv y tarifas mínimas para su promoción electoral. Los que se acomodan siempre. Será cuesta arriba admitir para otros que se pusieron en juego envidias y fobias personales al marcar su posición a favor, y quienes pretendiendo ser alguien en la vida no supieron cómo serlo y terminaron arrimados a la sombra protectora del sello monopólico para asumirse -en protagonismo efímero- como amigos de Televisa. Sería un milagro que reconocieran que, como dice Oscar Wilde, el vicio mayor del comportamiento humano es la superficialidad, la debilidad del espíritu. Porque en la aprobación de la Ley Televisa concurrieron varias de esas rupturas personales que configuran toda etapa de demolición ética y política de una nación. Sin una pizca de idealismo ni sentido de rectificación, sobresalió la simulación como respuesta a lo dicho por Ceel. En el cinismo que encarnó como su método de trabajo, Enrique Jackson dice que la aprobación fue a conciencia y de nada tiene que avergonzarse. Deben ser más sus deudas de precampaña que sus rubores en la vida. Emilio Gamboa nunca vio nada raro sino la transparencia hecha ley. Héctor Larios no recuerda presiones y Manlio Fabio Beltrones es testigo de que fue un proceso pulcro donde la democracia se impuso. Ese lenguaje es demoledor para la política, porque la corrupción del lenguaje es la mayor corrupción, decía Octavio Paz. El que prostituye la palabra lo prostituye enseguida todo.
Frente a la desmemoria, la ridiculez, la demencia y el cinismo con que diversos actores políticos pretenden negar las amenazas, el chantaje y la imposición de Televisa en ese proceso que doblegó a dos poderes constitucionales del Estado, no debemos abdicar de denunciar con claridad la presión que se ejerció. Sólo reconociendo esa realidad se iniciará una verdadera ruta de rectificación. Sólo la verdad podrá liberar a la política del secuestro mediático en que se encuentra.
Profesor de la FCPyS de la UNAM
Kikka Roja