Agustín Basave
02-Mar-2009
Imaginemos una sociedad primigenia. La escena es la siguiente: la comunidad se reúne por primera vez para establecer un reglamento de convivencia, convencida de que la anarquía que prevalece hasta entonces perjudica a la gran mayoría de sus integrantes. Hay robos, asaltos, asesinatos por doquier. Los pleitos se multiplican y cada quien ataca o se defiende como puede. Algunos de ellos han convencido a los demás de que lo mejor para todos es respetar la vida y la propiedad ajena y acordar qué debe permitirse y qué debe prohibirse, quiénes van a vigilar la aplicación del acuerdo y cómo se va a castigar a los infractores, para lo cual han elaborado un código de comportamiento. Entre todos lo avalan, escogen a quienes han de hacerlo cumplir y se comprometen a acatar sus decisiones cuando haya acusaciones o disputas entre ellos.
Aunque rudimentarios, esa comunidad tiene ya gobierno y ley. No robar, no agredir y no matar son mandamientos civiles. Con el tiempo, otras conductas empiezan a ser valoradas positivamente: actuar de frente y de buena fe, decir la verdad, ayudar a los demás, corresponder a la confianza recibida. Queda claro que quienes se comportan de esa manera no crean problemas y, en cambio, contribuyen a la armonía comunitaria. Así, la rectitud, la sinceridad, la solidaridad, la reciprocidad o la lealtad se convierten en valores y se enseña a los niños a practicarlos como fines en sí mismos. Se generaliza la convicción de que los defectos correspondientes —el engaño, la mentira, el egoísmo, la traición o la deslealtad— son intrínsecamente malos y de que conviene evitarlos más allá de cualquier penalización legal.
Jusnaturalismos aparte, con Hobbes pero sin soslayar a Rousseau, sostengo que así surgen las escalas axiológicas. Existe una vinculación originaria entre el apego de una sociedad a la ética y la funcionalidad de esa ética en aras del bien común. No obstante, con el tiempo ese nexo se desdibuja o se olvida: la gente termina viendo como un axioma la integridad y deja de relacionarla con la conservación del orden y la maximización del bienestar colectivo. Así, si conductas contrarias a las éticamente deseables empezaran a satisfacer en mayor medida las necesidades individuales sin provocar caos en la comunidad, la misma gente podría modificar su criterio valorativo. Entonces habría un proceso de descomposición o degradación social.
Por eso es tan importante la existencia de condiciones que hagan conveniente un determinado comportamiento. Y por eso, porque la mayoría de los seres humanos actuamos racionalmente, es imperativo establecer las condiciones que hagan mayor el costo que el beneficio de las acciones que queremos contrarrestar. Si la ley se escribe y se aplica de manera que su violación permita obtener más ventajas y padecer menos perjuicios, se crean reglas no escritas y son ellas las que determinan cómo se comporta la sociedad. Es el caso de México. Gran parte de nuestra coexistencia social está regida por una normatividad tácita porque gran parte de nuestras normas formales están muy lejos de la realidad y el margen de impunidad para quienes las violan es enorme. Durante mucho tiempo ha sido más rentable vivir en algún tipo de ilegalidad que en la legalidad, y en consecuencia se ha incubado un cambio subrepticio de nuestra escala de valores. Ése y no otro es el cáncer de este país.
Hoy, sin embargo, los mexicanos enfrentamos un peligro mayor. Ya no se trata solamente de que los policías honestos o los ciudadanos que no dan mordidas sean la excepción; se trata de la creciente probabilidad de que trabajar para las organizaciones del crimen organizado se convierta en un modus vivendi socialmente aceptable para comunidades enteras. Si el gobierno no da seguridad y las empresas no dan empleo, y en la medida en que los cárteles proporcionen ambas cosas, ese escenario será realidad. De hecho, ya empieza a serlo en las zonas rurales donde el cultivo de la droga es la alternativa a la miseria o en los barrios marginados donde viven los “tapados”. Y ya hay pueblos cuyos habitantes subsisten gracias a la derrama económica que generan los estupefacientes y ciudades en las que familias completas laboran en el narcomenudeo. Pregúntese a esos hombres y mujeres, ancianos y niños, si les parece poco ético lo que hacen. Encuéstese a las poblaciones para las que los capos han construido un parque o una iglesia qué opinan de ellos y de su negocio.
Algunos perciben al narcotráfico como un fenómeno extraordinario. Mal harían en confiar en que la degeneración que produce se irá con la legalización de las drogas, y bien harían en observar la forma en que operan los emporios piratas o las grandes bandas de secuestradores. Ellos también tienen base social. Le dan de comer y protegen a mucha gente, y han dejado de ser las minorías de delincuentes que existen en cualquier país. Si permitimos que esa tendencia se mantenga y que la criminalidad deje de ser disruptiva en términos del mainstream de la cultura cívica, y si la ética convencional en México sigue siendo disfuncional para procurar el bienestar popular, nuestra axiología formal acabará de trastocarse. Será legítimo robar, agredir y matar, como se cobran impuestos, se reprime o se impone la pena de muerte a quien desafía a la autoridad. Y es que si no logramos implantar las condiciones para que sea más conveniente cumplir la ley que violarla, nuestro viejo refrán saldrá de la clandestinidad para encapsular el nuevo deber ser mexicano: el que no transa no avanza.
abasave@prodigy.net.mx
Si la ley se escribe de manera que su violación permita obtener más ventajas, se crean reglas no escritas. Es el caso de México. Durante mucho tiempo ha sido más rentable vivir en algún tipo de ilegalidad y se ha incubado un cambio subrepticio de nuestra escala de valores. Ése es el cáncer de este país.
Aunque rudimentarios, esa comunidad tiene ya gobierno y ley. No robar, no agredir y no matar son mandamientos civiles. Con el tiempo, otras conductas empiezan a ser valoradas positivamente: actuar de frente y de buena fe, decir la verdad, ayudar a los demás, corresponder a la confianza recibida. Queda claro que quienes se comportan de esa manera no crean problemas y, en cambio, contribuyen a la armonía comunitaria. Así, la rectitud, la sinceridad, la solidaridad, la reciprocidad o la lealtad se convierten en valores y se enseña a los niños a practicarlos como fines en sí mismos. Se generaliza la convicción de que los defectos correspondientes —el engaño, la mentira, el egoísmo, la traición o la deslealtad— son intrínsecamente malos y de que conviene evitarlos más allá de cualquier penalización legal.
Jusnaturalismos aparte, con Hobbes pero sin soslayar a Rousseau, sostengo que así surgen las escalas axiológicas. Existe una vinculación originaria entre el apego de una sociedad a la ética y la funcionalidad de esa ética en aras del bien común. No obstante, con el tiempo ese nexo se desdibuja o se olvida: la gente termina viendo como un axioma la integridad y deja de relacionarla con la conservación del orden y la maximización del bienestar colectivo. Así, si conductas contrarias a las éticamente deseables empezaran a satisfacer en mayor medida las necesidades individuales sin provocar caos en la comunidad, la misma gente podría modificar su criterio valorativo. Entonces habría un proceso de descomposición o degradación social.
Por eso es tan importante la existencia de condiciones que hagan conveniente un determinado comportamiento. Y por eso, porque la mayoría de los seres humanos actuamos racionalmente, es imperativo establecer las condiciones que hagan mayor el costo que el beneficio de las acciones que queremos contrarrestar. Si la ley se escribe y se aplica de manera que su violación permita obtener más ventajas y padecer menos perjuicios, se crean reglas no escritas y son ellas las que determinan cómo se comporta la sociedad. Es el caso de México. Gran parte de nuestra coexistencia social está regida por una normatividad tácita porque gran parte de nuestras normas formales están muy lejos de la realidad y el margen de impunidad para quienes las violan es enorme. Durante mucho tiempo ha sido más rentable vivir en algún tipo de ilegalidad que en la legalidad, y en consecuencia se ha incubado un cambio subrepticio de nuestra escala de valores. Ése y no otro es el cáncer de este país.
Hoy, sin embargo, los mexicanos enfrentamos un peligro mayor. Ya no se trata solamente de que los policías honestos o los ciudadanos que no dan mordidas sean la excepción; se trata de la creciente probabilidad de que trabajar para las organizaciones del crimen organizado se convierta en un modus vivendi socialmente aceptable para comunidades enteras. Si el gobierno no da seguridad y las empresas no dan empleo, y en la medida en que los cárteles proporcionen ambas cosas, ese escenario será realidad. De hecho, ya empieza a serlo en las zonas rurales donde el cultivo de la droga es la alternativa a la miseria o en los barrios marginados donde viven los “tapados”. Y ya hay pueblos cuyos habitantes subsisten gracias a la derrama económica que generan los estupefacientes y ciudades en las que familias completas laboran en el narcomenudeo. Pregúntese a esos hombres y mujeres, ancianos y niños, si les parece poco ético lo que hacen. Encuéstese a las poblaciones para las que los capos han construido un parque o una iglesia qué opinan de ellos y de su negocio.
Algunos perciben al narcotráfico como un fenómeno extraordinario. Mal harían en confiar en que la degeneración que produce se irá con la legalización de las drogas, y bien harían en observar la forma en que operan los emporios piratas o las grandes bandas de secuestradores. Ellos también tienen base social. Le dan de comer y protegen a mucha gente, y han dejado de ser las minorías de delincuentes que existen en cualquier país. Si permitimos que esa tendencia se mantenga y que la criminalidad deje de ser disruptiva en términos del mainstream de la cultura cívica, y si la ética convencional en México sigue siendo disfuncional para procurar el bienestar popular, nuestra axiología formal acabará de trastocarse. Será legítimo robar, agredir y matar, como se cobran impuestos, se reprime o se impone la pena de muerte a quien desafía a la autoridad. Y es que si no logramos implantar las condiciones para que sea más conveniente cumplir la ley que violarla, nuestro viejo refrán saldrá de la clandestinidad para encapsular el nuevo deber ser mexicano: el que no transa no avanza.
abasave@prodigy.net.mx
Si la ley se escribe de manera que su violación permita obtener más ventajas, se crean reglas no escritas. Es el caso de México. Durante mucho tiempo ha sido más rentable vivir en algún tipo de ilegalidad y se ha incubado un cambio subrepticio de nuestra escala de valores. Ése es el cáncer de este país.
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