Agustín Basave
16-Mar-2009
Según la Academia, malinchismo es la “actitud de quien muestra apego a lo extranjero con desprecio de lo propio”. Se trata de un vocablo mexicano acuñado para denotar lo antimexicano. En México lo arrastramos como una maldición: la sombra de la Malinche nos persiguió a lo largo de nuestra azarosa búsqueda de identidad nacional y se convirtió en el símbolo de nuestro tristemente célebre complejo de inferioridad, ése que naufragó en un mar de tinta al que desembocaron los ríos de Ezequiel Chávez, Samuel Ramos, Santiago Ramírez, los hiperiones y otros muchas y muy conspicuas plumas de la mexicanidad. Creímos que nuestro origen era destino. Mientras no acertamos a reinventarnos en el mestizaje, en efecto, nos imaginamos condenados a escoger entre la estirpe de los violadores, la de los violados y la de los bastardos. Y no es que hayamos superado por completo ese desgarrador y falso dilema, sino que ya empezamos a entender que el sincretismo sublima cuando se proyecta al futuro.
Son pocas las autodenigraciones que no son precedidas de denigración, y la nuestra no es una de ellas. Desde los peninsulares novohispanos que marginaron a los criollos hasta los primermundistas contemporáneos que siguen viendo para abajo a México, pasando por Buffon, De Paw, Robertson y demás científicos del eurocentrismo que lanzaron sus diatribas antiamericanas en el siglo XVIII, han sobrado quienes primero en Europa y luego en Estados Unidos nos han castigado con el látigo de su desprecio. Sólo los indios y los mestizos padecen hoy la discriminación interna, pero nadie se ha salvado del desdén externo. Todos los que hemos nacido en este país hemos cargado el baldón.
Por supuesto que generalizo. Entre europeos y estadunidenses hay quienes no comparten ese menosprecio, y entre nosotros no faltan quienes se empeñan en fundamentarlo. Porque nos hemos ganado a pulso, con nuestras desigualdades y corruptelas y con nuestra obsesión por copiar en vez de crear, buena parte del estereotipo de país tercermundista. Y porque evidentemente hay elementos objetivos para demostrar nuestros atrasos y carencias en nivel de vida, en desarrollo científico y tecnológico, en institucionalidad. Pero el problema son otras generalizaciones, aquellas que caen en la subjetividad de los prejuicios. Van dos ejemplos: es muy difícil que la crítica hollywoodense aclame las películas cuyo tema es un país como el nuestro y no tratan de miseria o corrupción, y es muy fácil hacerle creer a la opinión pública francesa que no hay proceso judicial mexicano que castigue a un culpable. Crea fama y échate a dormir.
La visita de Nicolas Sarkozy a México me recordó el asunto de las nacionalidades y las autoestimas. El presidente de Francia se ofendió porque se le pidió por canales diplomáticos evitar en su discurso ante el Senado la mención del affaire Cassez, y lo hizo en un mal disimulado alarde de arrogancia. Dos preguntas: 1) si a un presidente mexicano se le pidiera que no hablara de un asunto delicado frente al Parlamento francés, ¿reaccionaría igual o accedería en aras de la prudencia?; 2) si algo similar le solicitara a Sarkozy el Congreso de Estados Unidos, ¿se atrevería a contrariar a sus anfitriones u optaría por considerarlo una petición respetuosa y atendible? Para cerrar con broche de oro, el esposo de Carla Bruni dijo que confía en la justicia mexicana, pero se acogió a la reserva de que sería Francia la que determinaría la sentencia, con lo cual se pasaría por su arco de triunfo la decisión de nuestros jueces. Menos mal que confía en nosotros; ¡imagínese que exigiría si no nos tuviera confianza!
En marzo de 1862, Charles Ferdinand de Laurencez llegó a nuestro país como punta de lanza de la intervención francesa. No tardó mucho en escribir a su ministro de Guerra, según cita José Antonio Crespo en su libro Contra la historia oficial: “Somos tan superiores a los mexicanos por la raza, la organización, la disciplina, la moral y la elevación de los sentimientos, que ruego a su excelencia tenga la bondad de informar al emperador que, a la cabeza de seis mil soldados, ya soy el amo de México”. Como a menudo ocurre en esos casos, muy poco tiempo pasó entre los siguientes y pendulares acontecimientos: “el amo de México” fue humillado por Ignacio Zaragoza en la batalla de Puebla, Francia impuso su férula para sostener el Imperio de Maximiliano y, finalmente, Juárez restauró la República. Sé que hay muchos personajes europeos y estadunidenses de mayor estatura y con los mismos méritos que el primer jefe de la expedición francesa para dar origen a una nueva palabra que remita a ese complejo de superioridad, pero creo que para efectos de este artículo el laurencecismo cumple con los requisitos. Después de todo, quien inspiró el término chovinismo como antónimo de malinchismo fue un tocayo del actual presidente francés, el comediante Nicolas Chauvin, en su representación de un veterano de las tropas napoleónicas de mucho menor rango militar que Laurencez.
Ningún complejo se supera fácilmente. Pero son más las cosas que debemos hacer aquí para adquirir mayor seguridad en nosotros mismos, empezando por el mejoramiento objetivo de la realidad de nuestro país, que las que tienen que hacer allá para dejar de sobrevalorarse y subestimarnos. A ver, adalides del primermundismo, les propongo un quid pro quo. Si nosotros nos comprometemos a hacer mejor las cosas, ¿prometen ustedes atemperar su soberbia? Dígannos la verdad.
abasave@prodigy.net.mx
Si a un presidente mexicano se le pidiera que no hablara de un asunto delicado frente al Parlamento francés, ¿reaccionaría igual? Si algo similar le solicitara a Sarkozy el Congreso de Estados Unidos, ¿se atrevería a contrariar a sus anfitriones u optaría por considerarlo una petición respetuosa y atendible?
Son pocas las autodenigraciones que no son precedidas de denigración, y la nuestra no es una de ellas. Desde los peninsulares novohispanos que marginaron a los criollos hasta los primermundistas contemporáneos que siguen viendo para abajo a México, pasando por Buffon, De Paw, Robertson y demás científicos del eurocentrismo que lanzaron sus diatribas antiamericanas en el siglo XVIII, han sobrado quienes primero en Europa y luego en Estados Unidos nos han castigado con el látigo de su desprecio. Sólo los indios y los mestizos padecen hoy la discriminación interna, pero nadie se ha salvado del desdén externo. Todos los que hemos nacido en este país hemos cargado el baldón.
Por supuesto que generalizo. Entre europeos y estadunidenses hay quienes no comparten ese menosprecio, y entre nosotros no faltan quienes se empeñan en fundamentarlo. Porque nos hemos ganado a pulso, con nuestras desigualdades y corruptelas y con nuestra obsesión por copiar en vez de crear, buena parte del estereotipo de país tercermundista. Y porque evidentemente hay elementos objetivos para demostrar nuestros atrasos y carencias en nivel de vida, en desarrollo científico y tecnológico, en institucionalidad. Pero el problema son otras generalizaciones, aquellas que caen en la subjetividad de los prejuicios. Van dos ejemplos: es muy difícil que la crítica hollywoodense aclame las películas cuyo tema es un país como el nuestro y no tratan de miseria o corrupción, y es muy fácil hacerle creer a la opinión pública francesa que no hay proceso judicial mexicano que castigue a un culpable. Crea fama y échate a dormir.
La visita de Nicolas Sarkozy a México me recordó el asunto de las nacionalidades y las autoestimas. El presidente de Francia se ofendió porque se le pidió por canales diplomáticos evitar en su discurso ante el Senado la mención del affaire Cassez, y lo hizo en un mal disimulado alarde de arrogancia. Dos preguntas: 1) si a un presidente mexicano se le pidiera que no hablara de un asunto delicado frente al Parlamento francés, ¿reaccionaría igual o accedería en aras de la prudencia?; 2) si algo similar le solicitara a Sarkozy el Congreso de Estados Unidos, ¿se atrevería a contrariar a sus anfitriones u optaría por considerarlo una petición respetuosa y atendible? Para cerrar con broche de oro, el esposo de Carla Bruni dijo que confía en la justicia mexicana, pero se acogió a la reserva de que sería Francia la que determinaría la sentencia, con lo cual se pasaría por su arco de triunfo la decisión de nuestros jueces. Menos mal que confía en nosotros; ¡imagínese que exigiría si no nos tuviera confianza!
En marzo de 1862, Charles Ferdinand de Laurencez llegó a nuestro país como punta de lanza de la intervención francesa. No tardó mucho en escribir a su ministro de Guerra, según cita José Antonio Crespo en su libro Contra la historia oficial: “Somos tan superiores a los mexicanos por la raza, la organización, la disciplina, la moral y la elevación de los sentimientos, que ruego a su excelencia tenga la bondad de informar al emperador que, a la cabeza de seis mil soldados, ya soy el amo de México”. Como a menudo ocurre en esos casos, muy poco tiempo pasó entre los siguientes y pendulares acontecimientos: “el amo de México” fue humillado por Ignacio Zaragoza en la batalla de Puebla, Francia impuso su férula para sostener el Imperio de Maximiliano y, finalmente, Juárez restauró la República. Sé que hay muchos personajes europeos y estadunidenses de mayor estatura y con los mismos méritos que el primer jefe de la expedición francesa para dar origen a una nueva palabra que remita a ese complejo de superioridad, pero creo que para efectos de este artículo el laurencecismo cumple con los requisitos. Después de todo, quien inspiró el término chovinismo como antónimo de malinchismo fue un tocayo del actual presidente francés, el comediante Nicolas Chauvin, en su representación de un veterano de las tropas napoleónicas de mucho menor rango militar que Laurencez.
Ningún complejo se supera fácilmente. Pero son más las cosas que debemos hacer aquí para adquirir mayor seguridad en nosotros mismos, empezando por el mejoramiento objetivo de la realidad de nuestro país, que las que tienen que hacer allá para dejar de sobrevalorarse y subestimarnos. A ver, adalides del primermundismo, les propongo un quid pro quo. Si nosotros nos comprometemos a hacer mejor las cosas, ¿prometen ustedes atemperar su soberbia? Dígannos la verdad.
abasave@prodigy.net.mx
Si a un presidente mexicano se le pidiera que no hablara de un asunto delicado frente al Parlamento francés, ¿reaccionaría igual? Si algo similar le solicitara a Sarkozy el Congreso de Estados Unidos, ¿se atrevería a contrariar a sus anfitriones u optaría por considerarlo una petición respetuosa y atendible?
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