Roberto Garza
Foto: Marco Peláez/ archivo La Jornada
Sabemos que Felipe Calderón no es un sesudo estratega militar, sino un político a quien la Constitución le concedió el rango de jefe supremo de las fuerzas armadas por ser presidente de México. Esto a su vez le otorgó una cuestionable y peligrosa facultad: la de tomar decisiones políticas que involucren directamente al ejército mexicano, a los servicios de inteligencia y a las policías federales.
También es sabido que la guerra contra el narcotráfico es una pieza fundamental de la estrategia política del calderonismo. El plan viene desde su campaña a la Presidencia : detectar una amenaza común para los mexicanos, elevarla al nivel de enemigo público número uno y enfrentarlo con “mano dura”, es decir, por la vía armada.
Así lo hizo Bush con la cuestión del terrorismo. La estrategia le funcionó bien durante su primer mandato, hasta que el pueblo estadunidense se cansó del cinismo, las mentiras y la ambición desmedida del grupo de poder que representaba.
Felipe Calderón le declaró la guerra al narco consciente de la imposibilidad de acabar con el lucrativo negocio de las drogas por la vía armada. Primero, porque sabe que se trata de un poderoso negocio global que genera, según la Oficina de las Naciones Unidas para el Control de Estupefacientes, 320 mil millones de dólares al año. Combatirlo de manera local es una insensatez. Y segundo, porque ningún gobierno en el mundo ha logrado erradicar la demanda y el consumo de las llamadas drogas ilegales. Eso es un hecho.
Así que la guerra armada contra los narcotraficantes no resuelve nada; al contrario, sólo intensifica y fomenta la violencia, con las terribles consecuencias que esto conlleva. Aunque militaricen el territorio nacional, de Tijuana a Cancún, México seguirá siendo un país productor, transportador y consumidor de drogas.
Como ya lo expuse en estas páginas, la única solución es la legalización de las drogas prohibidas a escala internacional –bajo estrictos controles en la producción, distribución y consumo, y con campañas obligatorias de prevención y atención a los adictos y sus familias.
Ahora que los intereses reales de la cacareada guerra contra el narcotráfico son del conocimiento público, Calderón ha quedado expuesto como un presidente que utiliza al ejército y a las policías federales como organismos al servicio del gobierno y, peor aún, como herramientas de su partido, el PAN, para atraer electores y atacar a sus adversarios políticos.
Paladín de una guerra absurda, Calderón ha dejado claro que la suma de votos es uno de los principales fines de la misma. Tan pronto arrancó el año electoral, el gobierno federal y el pan se descararon. No es necesario escarbarle mucho para descubrir el mensaje que subyace bajo los constantes vituperios del líder panista Germán Martínez: quien critique las políticas de mano dura del gobierno panista está con los criminales. Y mientras el panista acusa a diestra y siniestra, el gobierno federal pierde el control en parte del territorio nacional y gasta una cantidad ofensiva de recursos en esta sangrienta guerra.
Así que, para los panistas, soy un criminal, o un defensor de narcos, porque me atrevo a cuestionar el estado de violencia que impera en el país, o por expresarme a favor de la legalización, o simplemente por indignarme ante la muerte violenta de los más de 10 mil mexicanos (entre narcos, soldados, policías, periodistas, funcionarios y civiles) que a la fecha ha dejado esta valiente cruzada.
Calderón y los panistas se han afanado en posicionar al narcotráfico como el principal y más peligroso enemigo de los mexicanos, y ahora, cuando se avecinan elecciones, recurren nuevamente a la guerra sucia y vinculan a sus adversarios políticos con los intereses del enemigo creado, tal como lo hicieron Bush y compañía con el tema del terrorismo (¿Recuerdan cómo se dieron vuelo los republicanos con Barack Hussein Obama?).
A Felipe Calderón, igual que a Bush, le estorban las libertades y le atrae el autoritarismo policíaco-militar. Mezclar la misión y lealtad de las fuerzas armadas y de los servicios de inteligencia con los intereses gubernamentales y partidistas es una pésima señal de su administración, sobre todo en tiempos electorales. Los abusos de poder y la desviación de funciones de estos organismos son una amenaza real para nuestra democracia. ¿Quién los vigila? ¿Los congresistas? ¿Derechos Humanos? ¿El Instituto Federal Electoral? ¿Los medios? ¿La sociedad civil?
Durante el segundo mandato de George W. Bush, el pueblo estadunidense descubrió las mentiras y la codicia que movieron a la belicosa administración del texano. Los republicanos lo pagaron muy caro en las urnas el año pasado.
¿Cuánto tiempo, cuántos muertos, cuánto miedo, cuántas mentiras necesitan descubrir los mexicanos para entender que la guerra de Calderón es una farsa?