Horizonte político
José A. Crespo
Pluralidad sin rapacidad
A Juan Manuel Saval, actor y amigo.
Tenemos un sistema pluralista que desde muchas perspectivas podría considerarse más democrático que uno de dos o tres partidos (aunque los de pocos partidos suelen ser más estables). Se parte de que la sociedad abriga diversas corrientes políticas, y otras que guardan matices, que debieran ser representadas en el Congreso. Igualmente, puede haber expresiones sobre temas específicos a los que los partidos grandes no prestan demasiada atención, como son los partidos ecologistas (los auténticos) o los que enfatizan la tolerancia a la diversidad sexual o de otra índole. De ahí que la pluralidad partidaria, en principio, pueda ser sana y democrática.
Pero en México, al parecer, no pasa mucho tiempo antes de que desvirtuemos los modelos que en otros países funcionan satisfactoriamente bien. El pluralismo se fortaleció con la reforma política de 1979 y se expandió al incrementarse el número de diputados plurinominales de 100 a 200, en 1987. El umbral para preservar el registro y merecer representación parlamentaria es relativamente bajo (2% de la votación emitida) con respecto a lo que sucede en otras democracias multipartidistas (generalmente, 5% de la votación emitida). Tras la reforma política de José López Portillo, afloraron diversas formaciones políticas, como el Partido Socialista Unificado de México (cuyo origen era el Partido Comunista, nacido en 1919), el Partido Revolucionario de los Trabajadores (de corte trotskista) y el Partido Mexicano de los Trabajadores, de Heberto Castillo. También surgieron formaciones a la derecha, como el Partido Demócrata Mexicano, de inspiración sinarquista. Y no podían faltar nuevos partidos paraestatales y mercenarios, como el Partido Socialista de los Trabajadores de Rafael Aguilar Talamantes, con el modelo de los ya existentes, como el PARM y el PPS.
Varios de esos partidos desaparecieron al fusionarse en uno mayor (como el Partido Mexicano Socialista, primero, y el PRD, después) o por haber perdido su registro. Pero la ley permitía (con buenas intenciones) el surgimiento de nuevos partidos, que desafortunadamente muy pronto adoptaron la modalidad de negocios familiares o aparatos mercenarios. Surgió el Partido Verde Ecologista de México, que jamás ha honrado cabalmente su ideario (como lo demuestra claramente su actual propuesta a favor de la pena de muerte), pero en cambio ha sido un estafador político, muy eficaz, a través de malabarismos y engañifas al electorado. Ha sido un redituable negocio familiar, además de un mercenario a la venta del mejor postor. Postor que hoy podrían ser las televisoras, según apuntan varios indicios recientes, como el hecho de que, según lo ha divulgado Carmen Aristegui, sus candidatos seguros provienen de las filas de Televisa. El PT, de Alberto Anaya; el PC, de Dante Delgado, y el Panal, estratégica pieza de Elba Esther Gordillo, están en una tesitura semejante: la de maniobrar políticamente en beneficio directo de sus respectivos regentes. También logró su registro, en 2006, el Partido Socialdemócrata (antes Alternativa), germen de una izquierda moderna y con una propuesta fresca. Muy pronto, una facción se apoderó de esa franquicia a fuerza de golpes y patadas, lo que orilló a su candidata presidencial, Patricia Mercado, a abandonar por congruencia el partido al que le dio el registro (pues, sin ella, difícilmente lo hubiera logrado).
Lo que tenemos hoy es, pues, una pluralidad basada en la rapacidad, el oportunismo, la incongruencia ideológica y las turbias componendas. No son un contrapeso de los partidos grandes, como muchos pretenden: mercadean sus votos legislativos o el respaldo electoral, pero a precio de oro (sólo hay que ver el tamaño de la factura pagada a la maestra Gordillo por su decisiva ayuda a Felipe Calderón en 2006). El dinero que se destina a esos partidos es imponente: casi la mitad del presupuesto partidario lo concentran los cinco partidos emergentes. Entre todos, perciben cerca de diez millones de pesos cada día, en este año electoral. Leo Zuckermann ha calculado que el Partido Verde recibe diez veces el presupuesto destinado al Instituto de Detección Epidemiológica; una aberración política. Cada uno de los votos de los pequeños resulta mucho más caro que el de los partidos grandes. En 2003, por ejemplo, cada voto por el PRI —la primera fuerza— costó 115 pesos (de por sí, mucho), en tanto que cada sufragio por el PT fue de 223 pesos. Cada voto a favor del Partido de la Sociedad Nacionalista —que afortunadamente ya perdió su registro— costó mil 410 pesos. La nueva ley electoral exige que, para preservar su registro, cada partido, coaligado o no con otros, deberá recibir 2% de la votación total emitida. Y debe recordarse que el voto de protesta (nulo o por candidato no registrado) también se computa para calcular ese umbral. Es decir, si una franja importante de abstencionistas decidiera mejor concurrir a las urnas y emitir un voto de protesta, varios de esos partidos-negocio podrían abandonar el tablero, sin que muchos les lloraran (salvo sus pocos beneficiarios directos).
En todo caso, no se trata de debilitar o desaparecer al sistema de partidos: no se ha llegado a ese punto (pero de persistir la cerrazón y la ceguera de los partidos, no estaremos lejos de ello). Se trata de legitimar y fortalecer al sistema de partidos y transformar éstos en unos menos abusivos, más incluyentes, más responsables ante sus electores. Por todo ello, convendría incluir en la próxima reforma electoral una ley de partidos para ese efecto, que contenga mecanismos de democracia interna, transparencia y mejor rendición de cuentas. Una ley que permita generar una pluralidad partidaria con representatividad, una pluralidad sin impunidad, una pluralidad sin rapacidad.
Lo que tenemos hoy, pues, es una pluralidad basada en la rapacidad, el oportunismo, la incongruencia ideológica y las turbias componendas.
kikka-roja.blogspot.com/
Pero en México, al parecer, no pasa mucho tiempo antes de que desvirtuemos los modelos que en otros países funcionan satisfactoriamente bien. El pluralismo se fortaleció con la reforma política de 1979 y se expandió al incrementarse el número de diputados plurinominales de 100 a 200, en 1987. El umbral para preservar el registro y merecer representación parlamentaria es relativamente bajo (2% de la votación emitida) con respecto a lo que sucede en otras democracias multipartidistas (generalmente, 5% de la votación emitida). Tras la reforma política de José López Portillo, afloraron diversas formaciones políticas, como el Partido Socialista Unificado de México (cuyo origen era el Partido Comunista, nacido en 1919), el Partido Revolucionario de los Trabajadores (de corte trotskista) y el Partido Mexicano de los Trabajadores, de Heberto Castillo. También surgieron formaciones a la derecha, como el Partido Demócrata Mexicano, de inspiración sinarquista. Y no podían faltar nuevos partidos paraestatales y mercenarios, como el Partido Socialista de los Trabajadores de Rafael Aguilar Talamantes, con el modelo de los ya existentes, como el PARM y el PPS.
Varios de esos partidos desaparecieron al fusionarse en uno mayor (como el Partido Mexicano Socialista, primero, y el PRD, después) o por haber perdido su registro. Pero la ley permitía (con buenas intenciones) el surgimiento de nuevos partidos, que desafortunadamente muy pronto adoptaron la modalidad de negocios familiares o aparatos mercenarios. Surgió el Partido Verde Ecologista de México, que jamás ha honrado cabalmente su ideario (como lo demuestra claramente su actual propuesta a favor de la pena de muerte), pero en cambio ha sido un estafador político, muy eficaz, a través de malabarismos y engañifas al electorado. Ha sido un redituable negocio familiar, además de un mercenario a la venta del mejor postor. Postor que hoy podrían ser las televisoras, según apuntan varios indicios recientes, como el hecho de que, según lo ha divulgado Carmen Aristegui, sus candidatos seguros provienen de las filas de Televisa. El PT, de Alberto Anaya; el PC, de Dante Delgado, y el Panal, estratégica pieza de Elba Esther Gordillo, están en una tesitura semejante: la de maniobrar políticamente en beneficio directo de sus respectivos regentes. También logró su registro, en 2006, el Partido Socialdemócrata (antes Alternativa), germen de una izquierda moderna y con una propuesta fresca. Muy pronto, una facción se apoderó de esa franquicia a fuerza de golpes y patadas, lo que orilló a su candidata presidencial, Patricia Mercado, a abandonar por congruencia el partido al que le dio el registro (pues, sin ella, difícilmente lo hubiera logrado).
Lo que tenemos hoy es, pues, una pluralidad basada en la rapacidad, el oportunismo, la incongruencia ideológica y las turbias componendas. No son un contrapeso de los partidos grandes, como muchos pretenden: mercadean sus votos legislativos o el respaldo electoral, pero a precio de oro (sólo hay que ver el tamaño de la factura pagada a la maestra Gordillo por su decisiva ayuda a Felipe Calderón en 2006). El dinero que se destina a esos partidos es imponente: casi la mitad del presupuesto partidario lo concentran los cinco partidos emergentes. Entre todos, perciben cerca de diez millones de pesos cada día, en este año electoral. Leo Zuckermann ha calculado que el Partido Verde recibe diez veces el presupuesto destinado al Instituto de Detección Epidemiológica; una aberración política. Cada uno de los votos de los pequeños resulta mucho más caro que el de los partidos grandes. En 2003, por ejemplo, cada voto por el PRI —la primera fuerza— costó 115 pesos (de por sí, mucho), en tanto que cada sufragio por el PT fue de 223 pesos. Cada voto a favor del Partido de la Sociedad Nacionalista —que afortunadamente ya perdió su registro— costó mil 410 pesos. La nueva ley electoral exige que, para preservar su registro, cada partido, coaligado o no con otros, deberá recibir 2% de la votación total emitida. Y debe recordarse que el voto de protesta (nulo o por candidato no registrado) también se computa para calcular ese umbral. Es decir, si una franja importante de abstencionistas decidiera mejor concurrir a las urnas y emitir un voto de protesta, varios de esos partidos-negocio podrían abandonar el tablero, sin que muchos les lloraran (salvo sus pocos beneficiarios directos).
En todo caso, no se trata de debilitar o desaparecer al sistema de partidos: no se ha llegado a ese punto (pero de persistir la cerrazón y la ceguera de los partidos, no estaremos lejos de ello). Se trata de legitimar y fortalecer al sistema de partidos y transformar éstos en unos menos abusivos, más incluyentes, más responsables ante sus electores. Por todo ello, convendría incluir en la próxima reforma electoral una ley de partidos para ese efecto, que contenga mecanismos de democracia interna, transparencia y mejor rendición de cuentas. Una ley que permita generar una pluralidad partidaria con representatividad, una pluralidad sin impunidad, una pluralidad sin rapacidad.
Lo que tenemos hoy, pues, es una pluralidad basada en la rapacidad, el oportunismo, la incongruencia ideológica y las turbias componendas.