Agustín Basave
13-Jul-2009
Nuestra transición democrática estaba trunca, detenida por el veto a la izquierda representada en 2006 por Andrés Manuel López Obrador. Ya no. Ahora empieza a retroceder, y no sólo porque el PRI vuelve a sus orígenes, sino también porque los gobernadores priistas controlarán el país.
Se han comentado hasta la saciedad los resultados de las elecciones del 5 de julio. Sobran los dictámenes sobre ganadores y perdedores, sobre el ascenso y el descenso de los partidos y de sus líderes y precandidatos, sobre el impacto del voto nulo. Lo que apenas encuentro son reflexiones sobre la ausencia de figuras panistas posicionadas en la carrera al 2012, sobre la patente disfuncionalidad de nuestro régimen presidencial y el imperativo de parlamentarizarlo y sobre la próxima mayoría que formarán el PRI y el PVEM en la Cámara de Diputados (¿cuánto y en qué divisa van a pagar los priistas y el país entero por el infiel de la balanza verde, que representará los intereses de las televisoras?). Y lo que de plano no he visto por ningún lado es un análisis de prospectiva sobre la falta de contrapesos a los gobernadores y su nuevo rol como artífices de la regresión política de México.
Nuestra transición democrática estaba trunca, detenida por el veto a la izquierda representada en 2006 por Andrés Manuel López Obrador. Ya no. Ahora empieza a retroceder, y no sólo porque el PRI vuelve a sus orígenes y recrea la confederación de caciques de su abuelo el PNR sino también, y principalmente, porque los gobernadores estatales priistas prácticamente controlarán el país. Serán 19 de 31, nada más. Y ya demostraron que es tremendamente difícil que les ganen porque tienen todos los recursos disponibles para acarrear votos y ninguno de los límites necesarios para acotar su corporativismo clientelar. Y no es que los gobernadores panistas no quieran recurrir a esos métodos sino que, aunque pueden aprender, aún no saben emplearlos con la maestría del PRI. Si el mensaje de estos comicios es que para arrebatarle al priismo una gubernatura hace falta una tragedia como la de la guardería en Sonora, Dios nos agarre confesados.
La brida de un gobernador en la era del partido hegemónico la sujetaba el jefe del Estado, del gobierno y del partido. Por sí mismo o por interpósita persona —el secretario de Gobernación, el secretario de Hacienda, el líder nacional del PRI—, el presidente podía dar un jalón y domar a cualquier caballo pajarero que gobernara una entidad federativa creyéndose aquello de que los estados son libres y soberanos. Ya no. Ahora los gobernadores siguen careciendo de contrapesos dentro de sus estados pero, además, se sacudieron el freno presidencial. Nadie los vigila, nadie los llama a cuentas. Usan el presupuesto como se les da la gana y, salvo honrosas excepciones, controlan a los poderes legislativos y judiciales, a los presidentes municipales y a los medios de comunicación de su estado. La única instancia que no se atreven a desafiar es la de los poderes fácticos nacionales. En otras palabras, en el México de hoy existen dos tipos de gobiernos estatales: los que ejercen un cacicazgo y los que pueden ejercerlo si el cacique en potencia se decide a serlo.
Hemos pasado, pues, del presidencialismo al cacicato. Aunque no cabe duda de que el presidente todavía es poderoso, en el terreno político e incluso en el ámbito de los dineros hacendarios el control del centro es cada vez menor. Tal vez algún federalista idílico se congratule de ello o se queje de que todavía hay demasiada centralización, pero un politólogo pragmático no puede sino deplorar la situación: quienes se benefician de esa “descentralización” no son los ciudadanos que viven en los estados sino el gobernador y su partido. Antes, la democratización implicaba la transferencia de poder de la Federación a sus entidades. Ya no. Ahora, lamentablemente, democratizar presupone quitar poder a los gobernadores.
Hay una lectura preocupante de lo que está ocurriendo en México. Según ella, la alternancia se dio, en buena medida, porque la sociedad mexicana abrió los ojos o decidió rechazar los vicios del antiguo régimen merced al deterioro económico. Mientras el país tuvo un relativo avance en un relativo orden, primero con un gobierno que otorgaba dádivas a grupos sociales desfavorecidos y evitaba que se perdiera la tranquilidad social y después con un desarrollo estabilizador que ensanchaba y protegía a la clase media, la gente toleró los cacicazgos y la corrupción. Cuando la economía empezó a descomponerse a mediados de los años 70 y cayó en crisis recurrentes que golpearon el bolsillo de la gente, creció una inconformidad social que acabó sacando al PRI de Los Pinos. Si eso fuera cierto, si la mayoría votaba por el priismo porque le parecía que su eficacia gubernamental compensaba sus corruptelas caciquiles, podría ser que la decisión de volver a apoyar al PRI se debiera a su convencimiento de que entonces se estaba mejor que ahora. Y si ése fuera el caso, el problema no sería un partido sino nuestra sociedad.
Pese a los rezagos, a nivel federal varias cosas han cambiado para bien en la política de México. Pero en el plano estatal las cosas están iguales o peores que antes. Y si el viejo PRI, el que parece predominar, regresara a la Presidencia de la República, o si el PAN se quedara ahí y adquiriera la astucia y la sagacidad para reproducir el modelo priista, la restauración o la construcción de algo parecido al antiguo sistema político mexicano dejaría de ser inviable. Quienes creímos en la irreversibilidad de nuestra transición tendríamos así que admitir que nos equivocamos. Porque el hecho es que los renovadores priistas y panistas, que los hay, están en desventaja y no pueden contra la inercia social. Y es que eso es lo más grave: a la mayoría de los electores no parece disgustarle el PRI de siempre. A ése le entregó, sin exigirle que cambie, su voto y su confianza. Es la triste realidad.
kikka-roja.blogspot.com/
Se han comentado hasta la saciedad los resultados de las elecciones del 5 de julio. Sobran los dictámenes sobre ganadores y perdedores, sobre el ascenso y el descenso de los partidos y de sus líderes y precandidatos, sobre el impacto del voto nulo. Lo que apenas encuentro son reflexiones sobre la ausencia de figuras panistas posicionadas en la carrera al 2012, sobre la patente disfuncionalidad de nuestro régimen presidencial y el imperativo de parlamentarizarlo y sobre la próxima mayoría que formarán el PRI y el PVEM en la Cámara de Diputados (¿cuánto y en qué divisa van a pagar los priistas y el país entero por el infiel de la balanza verde, que representará los intereses de las televisoras?). Y lo que de plano no he visto por ningún lado es un análisis de prospectiva sobre la falta de contrapesos a los gobernadores y su nuevo rol como artífices de la regresión política de México.
Nuestra transición democrática estaba trunca, detenida por el veto a la izquierda representada en 2006 por Andrés Manuel López Obrador. Ya no. Ahora empieza a retroceder, y no sólo porque el PRI vuelve a sus orígenes y recrea la confederación de caciques de su abuelo el PNR sino también, y principalmente, porque los gobernadores estatales priistas prácticamente controlarán el país. Serán 19 de 31, nada más. Y ya demostraron que es tremendamente difícil que les ganen porque tienen todos los recursos disponibles para acarrear votos y ninguno de los límites necesarios para acotar su corporativismo clientelar. Y no es que los gobernadores panistas no quieran recurrir a esos métodos sino que, aunque pueden aprender, aún no saben emplearlos con la maestría del PRI. Si el mensaje de estos comicios es que para arrebatarle al priismo una gubernatura hace falta una tragedia como la de la guardería en Sonora, Dios nos agarre confesados.
La brida de un gobernador en la era del partido hegemónico la sujetaba el jefe del Estado, del gobierno y del partido. Por sí mismo o por interpósita persona —el secretario de Gobernación, el secretario de Hacienda, el líder nacional del PRI—, el presidente podía dar un jalón y domar a cualquier caballo pajarero que gobernara una entidad federativa creyéndose aquello de que los estados son libres y soberanos. Ya no. Ahora los gobernadores siguen careciendo de contrapesos dentro de sus estados pero, además, se sacudieron el freno presidencial. Nadie los vigila, nadie los llama a cuentas. Usan el presupuesto como se les da la gana y, salvo honrosas excepciones, controlan a los poderes legislativos y judiciales, a los presidentes municipales y a los medios de comunicación de su estado. La única instancia que no se atreven a desafiar es la de los poderes fácticos nacionales. En otras palabras, en el México de hoy existen dos tipos de gobiernos estatales: los que ejercen un cacicazgo y los que pueden ejercerlo si el cacique en potencia se decide a serlo.
Hemos pasado, pues, del presidencialismo al cacicato. Aunque no cabe duda de que el presidente todavía es poderoso, en el terreno político e incluso en el ámbito de los dineros hacendarios el control del centro es cada vez menor. Tal vez algún federalista idílico se congratule de ello o se queje de que todavía hay demasiada centralización, pero un politólogo pragmático no puede sino deplorar la situación: quienes se benefician de esa “descentralización” no son los ciudadanos que viven en los estados sino el gobernador y su partido. Antes, la democratización implicaba la transferencia de poder de la Federación a sus entidades. Ya no. Ahora, lamentablemente, democratizar presupone quitar poder a los gobernadores.
Hay una lectura preocupante de lo que está ocurriendo en México. Según ella, la alternancia se dio, en buena medida, porque la sociedad mexicana abrió los ojos o decidió rechazar los vicios del antiguo régimen merced al deterioro económico. Mientras el país tuvo un relativo avance en un relativo orden, primero con un gobierno que otorgaba dádivas a grupos sociales desfavorecidos y evitaba que se perdiera la tranquilidad social y después con un desarrollo estabilizador que ensanchaba y protegía a la clase media, la gente toleró los cacicazgos y la corrupción. Cuando la economía empezó a descomponerse a mediados de los años 70 y cayó en crisis recurrentes que golpearon el bolsillo de la gente, creció una inconformidad social que acabó sacando al PRI de Los Pinos. Si eso fuera cierto, si la mayoría votaba por el priismo porque le parecía que su eficacia gubernamental compensaba sus corruptelas caciquiles, podría ser que la decisión de volver a apoyar al PRI se debiera a su convencimiento de que entonces se estaba mejor que ahora. Y si ése fuera el caso, el problema no sería un partido sino nuestra sociedad.
Pese a los rezagos, a nivel federal varias cosas han cambiado para bien en la política de México. Pero en el plano estatal las cosas están iguales o peores que antes. Y si el viejo PRI, el que parece predominar, regresara a la Presidencia de la República, o si el PAN se quedara ahí y adquiriera la astucia y la sagacidad para reproducir el modelo priista, la restauración o la construcción de algo parecido al antiguo sistema político mexicano dejaría de ser inviable. Quienes creímos en la irreversibilidad de nuestra transición tendríamos así que admitir que nos equivocamos. Porque el hecho es que los renovadores priistas y panistas, que los hay, están en desventaja y no pueden contra la inercia social. Y es que eso es lo más grave: a la mayoría de los electores no parece disgustarle el PRI de siempre. A ése le entregó, sin exigirle que cambie, su voto y su confianza. Es la triste realidad.