Horizonte político
José A. Crespo
La nueva austeridad
Felipe Calderón ya no se ve tan entusiasmado con la crisis económica, como cuando por primera vez reconoció su existencia, dándole entonces la bienvenida porque a él le gustan los retos. Nos dijo también que nuestra economía sería de las que menos padeciera ese embate internacional, pero resulta que es de las que más lo están sufriendo. Pero llegó la hora de la verdad: los ajustes, los recortes, el endeudamiento y la elevación de impuestos. De aplicarse de manera adecuada este plan de reajuste y austeridad, quizás el saldo positivo de la crisis será la adopción de un modelo con menos despilfarro y una reducción permanente de gastos suntuarios en la administración pública. Aunque mucho me temo que, cuando sea superada la crisis (en alguna medida) y contemos con recursos sanos, la clase política empezará a ver cómo se los gasta, qué nueva burocracia crea, qué bonos y prebendas se da para compensar los años de ajuste. Muchas y diversas son las reacciones provocadas debido al paquete económico presentado por el gobierno la semana pasada. Se cuestiona si el recorte será suficiente. No estoy seguro de la utilidad o futilidad de las secretarías a desparecer, pero sí que representan un ahorro relativamente pequeño frente al tamaño del hoyo fiscal. Por ejemplo, se calcula que el presupuesto sumado de la Función Pública, Turismo y Reforma Agraria ronda los siete mil millones de pesos —un presupuesto semejante al de, por ejemplo, el IFE — y siete mil empleados, cifra que palidece frente a los doce mil del IFE. Esto, considerando que ese Instituto cumple con su principal objetivo cada tres años (en el cual se incrementa de cualquier modo su presupuesto en casi una tercera parte). Sin contar con la estructura electoral paralela en los estados, que en algunos de ellos cuesta proporcionalmente más que el IFE. Y, como esas, muchas otras instituciones (la Comisión Nacional de los Derechos Humanos tiene un presupuesto superior al de todas sus homólogas latinoamericanas juntas). Pero la izquierda duda en respaldar el ajuste burocrático. Dice Alejandro Encinas que “muchas organizaciones están cuestionando (la propuesta) porque eso significaría una victoria de la derecha” (Excélsior, 13/IX/09). Se trata de obstruir por obstruir.
Viene por otro lado la parte impositiva: un incremento a quienes pagan impuestos de siempre, y la aparición del impuesto generalizado al consumo, de 2%, incluyendo a alimentos y medicinas. Un impuesto que, por constituir un tabú, no puede siquiera decirse por su nombre. Y al tratarse de un tabú intocable, no se le discute en términos técnicos, sino exclusivamente políticos e ideológicos. Siempre he sido partidario del IVA a alimentos y medicinas, pero con un programa compensatorio. Es un impuesto que existe en varios países, incluso gobernados por partidos socialistas, y nadie se rasga allá las vestiduras. En Brasil, por ejemplo, ese impuesto es de 19% y en Chile de 15%. De hecho, la tasa cero a alimentos y medicinas favorece a quienes más ingresos tienen, pues son los que más consumen esas mercancías. El IVA, en términos absolutos, es por tanto un impuesto progresivo (paga más quien más tiene y consume). El problema es que, simultáneamente, el IVA es también un impuesto regresivo en términos proporcionales al ingreso que se recibe (los más pobres pagan una proporción mayor de su ingreso). Pero eso, que representa un problema social y político, puede abordarse con una perspectiva técnica. De encontrarse una forma eficaz de reponer el IVA a los sectores más desprotegidos, se eliminaría su faceta regresiva, quedando como un impuesto exclusivamente progresivo, que permite además ampliar la base de contribuyentes (lo que también abona a la justicia recaudatoria). Eso, con la independencia de también gravar a las grandes corporaciones que eluden y evaden impuestos.
En este caso, se ha planteado que ese 2% estará etiquetado al programa Oportunidades que, dicen algunos expertos, es el que mejor ha funcionado, además de que se plantea ampliar a sus beneficiarios de cinco a seis millones de familias. Aun así, hay recelo y rechazo por parte de las izquierdas (de diversos partidos). Según encuestas, la gente acepta un impuesto de ese tipo si tiene seguridad de que se destine a programas sociales. Quizá la forma en que podría protegerse de manera eficaz a todos los sectores más pobres del desembolso que supondría ese impuesto (más allá del uso que se dé a los fondos así recaudados) es lo que propuso Calderón en 2001, siendo coordinador de la diputación panista: devolver a todos los ciudadanos (quizá vía credencial electoral) una compensación universal (incluso “copeteada”), calculada a partir del gasto en IVA de los segmentos más pobres. El mecanismo es semejante al que utiliza el PRD en el DF en sus programas de ayuda a quienes tienen 70 años o más. Tiene la ventaja de que no es necesario establecer la frontera entre quienes serán protegidos y los que no, sino que también cubre parcialmente a otros segmentos: los más pobres recibirían, por decir, 120% de lo gastado en el IVA; los que le siguen en la pirámide recuperarían 100%; el segmento más arriba recuperaría 80%, otros de más ingresos recibirían 60% de lo gastado, y así sucesivamente. Es decir, la compensación sería más amplia, además de proporcional a los ingresos que se reciben. Los ricos podrían recibir también esa compensación, es cierto, pero al costo de pagar al fisco una cantidad mucho mayor por su elevado consumo de alimentos y medicinas. Y de ahí la ganancia para el erario (que sería mayor mientras más elevada fuera esa tasa impositiva). Pero hacerlo exigiría primero superar el carácter dogmático del tema, cosa nada fácil en este país de prejuicios y tabúes. Padecemos de múltiples topes (físicos y mentales) que nosotros mismos edificamos de una vez y para siempre, sin la menor intención de cuestionar su racionalidad.
No estoy seguro de la utilidad o futilidad de las secretarías a desparecer, pero sí que constituyen un ahorro relativamente pequeño frente al tamaño del hoyo fiscal.
Viene por otro lado la parte impositiva: un incremento a quienes pagan impuestos de siempre, y la aparición del impuesto generalizado al consumo, de 2%, incluyendo a alimentos y medicinas. Un impuesto que, por constituir un tabú, no puede siquiera decirse por su nombre. Y al tratarse de un tabú intocable, no se le discute en términos técnicos, sino exclusivamente políticos e ideológicos. Siempre he sido partidario del IVA a alimentos y medicinas, pero con un programa compensatorio. Es un impuesto que existe en varios países, incluso gobernados por partidos socialistas, y nadie se rasga allá las vestiduras. En Brasil, por ejemplo, ese impuesto es de 19% y en Chile de 15%. De hecho, la tasa cero a alimentos y medicinas favorece a quienes más ingresos tienen, pues son los que más consumen esas mercancías. El IVA, en términos absolutos, es por tanto un impuesto progresivo (paga más quien más tiene y consume). El problema es que, simultáneamente, el IVA es también un impuesto regresivo en términos proporcionales al ingreso que se recibe (los más pobres pagan una proporción mayor de su ingreso). Pero eso, que representa un problema social y político, puede abordarse con una perspectiva técnica. De encontrarse una forma eficaz de reponer el IVA a los sectores más desprotegidos, se eliminaría su faceta regresiva, quedando como un impuesto exclusivamente progresivo, que permite además ampliar la base de contribuyentes (lo que también abona a la justicia recaudatoria). Eso, con la independencia de también gravar a las grandes corporaciones que eluden y evaden impuestos.
En este caso, se ha planteado que ese 2% estará etiquetado al programa Oportunidades que, dicen algunos expertos, es el que mejor ha funcionado, además de que se plantea ampliar a sus beneficiarios de cinco a seis millones de familias. Aun así, hay recelo y rechazo por parte de las izquierdas (de diversos partidos). Según encuestas, la gente acepta un impuesto de ese tipo si tiene seguridad de que se destine a programas sociales. Quizá la forma en que podría protegerse de manera eficaz a todos los sectores más pobres del desembolso que supondría ese impuesto (más allá del uso que se dé a los fondos así recaudados) es lo que propuso Calderón en 2001, siendo coordinador de la diputación panista: devolver a todos los ciudadanos (quizá vía credencial electoral) una compensación universal (incluso “copeteada”), calculada a partir del gasto en IVA de los segmentos más pobres. El mecanismo es semejante al que utiliza el PRD en el DF en sus programas de ayuda a quienes tienen 70 años o más. Tiene la ventaja de que no es necesario establecer la frontera entre quienes serán protegidos y los que no, sino que también cubre parcialmente a otros segmentos: los más pobres recibirían, por decir, 120% de lo gastado en el IVA; los que le siguen en la pirámide recuperarían 100%; el segmento más arriba recuperaría 80%, otros de más ingresos recibirían 60% de lo gastado, y así sucesivamente. Es decir, la compensación sería más amplia, además de proporcional a los ingresos que se reciben. Los ricos podrían recibir también esa compensación, es cierto, pero al costo de pagar al fisco una cantidad mucho mayor por su elevado consumo de alimentos y medicinas. Y de ahí la ganancia para el erario (que sería mayor mientras más elevada fuera esa tasa impositiva). Pero hacerlo exigiría primero superar el carácter dogmático del tema, cosa nada fácil en este país de prejuicios y tabúes. Padecemos de múltiples topes (físicos y mentales) que nosotros mismos edificamos de una vez y para siempre, sin la menor intención de cuestionar su racionalidad.
No estoy seguro de la utilidad o futilidad de las secretarías a desparecer, pero sí que constituyen un ahorro relativamente pequeño frente al tamaño del hoyo fiscal.
kikka-roja.blogspot.com/