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Carne (I DE II)
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La televisión privada de señal abierta en México, señora mojigata y terriblemente hipócrita, es una calentona. En muchas producciones del duopolio Televisa- tv Azteca, excepto quizá en los noticieros, donde ya alguna vez esta misma columna señaló cómo, de haber desnudos en las escenas de los reportajes éstos se cuadriculan o emborronan, se censuran, (pero no en la publicidad con que nos bombardean esos noticieros), y excepto también en algunos programas infantiles o de concursos (pero hay programas “infantiles” donde aparecen a cuadro niños erotizados o “edecanes” medio en cueros, y allí esa execrable cereza del pastel de carne que es Operación talento, bazofia producida por Televisa de Occidente en Guadalajara) hay una constante sugerencia erótica –oferta que algo tiene de proxenetismo– para todos los gustos y las preferencias. Si bien hay más para el varón heterosexual que, digamos para la mujer o las preferencias homosexuales, siempre aparecerá a cuadro un bailarín de torso desnudo ya viril, ya de estampa sutilmente delicada. Todo esto siempre, claro, que de ninguna manera la pantalla ofrezca desnudos frontales ni escenas de explícito acto sexual, porque no, señor, dios no lo quiera, la televisión mexicana nomás sugiere, pero no distribuye pornografías. Digamos que el degenere destrampado, la lujuria escandalosa y el desboco de los sudores se quedan en malos pensamientos, calentura de encierro y onanismos indiciados con culpa de corte confesional; ardores sexuales de beata, de baño, de escondite. Estamos los mexicanos –los latinoamericanos nos acercamos al asunto de manera harto peculiar– obsesionados, aunque mucho intentemos disimular, con los rinconcillos y las bisagras de nuestra anatomía, pero sobre todo de la ajena, con sus límites, antecedentes y consecuencias, con sus estertores y secreciones endocrinas, sus crispamientos de glotis y esfínteres. Nos hechiza ese recorrido de la piel que se eriza y culmina en un vértice carnoso, con pliegues, vellos y combaduras o protuberancias arrogantes y enhiestas exhibiciones casi siempre coronadas con alguna hipertrofia del tejido cutáneo, bulbosa y rosicler, desde el bermejo hasta el marrón. Tabú primero, inalcanzable objeto de suspiros y anhelos inconfesables después, lechoso y salpicado de pecas u oscuro como el ébano y la noche; adiposa plétora de lonjas y curvaturas o enjuto como emparrillado, y finalmente materia de las más orgánicas pasiones de que somos capaces mujeres y hombres, el cuerpo es cresta y valle de vaivenes amatorios que, con cariño o sin él, seguirá siendo una de las principales motivaciones del actuar cotidiano para alguna gloria de Freud, por más que se multipliquen sus detractores a partir de las proclamas con que Karl Gustav Jung definió nuevos parámetros para la libido. Pero, decía, los latinoamericanos, y particularmente los mexicanos, herederos obligados de la culpabilidad confesional judeocristiana y católica importada a la fuerza por los conquistadores españoles, vemos en la sexualidad, propia, compartida o ajena, lo mismo un objeto de morbo enfermizo y dedicación cuasi conventual que la más odiosa de las manifestaciones de nuestra animalidad o, ya metiéndonos en particularidades propias de las doctrinas de redención súbita, la más depurada y auténtica manera de expresarnos con la otra o el otro; la comunicación más sublime. Bueno, eso dicen los seguidores de ciertas corrientes New Age, como los discípulos del Mantra Sex (sexo tántrico importado, claro, de nuestros orates vecinos norteños junto con un cargamento exótico de amor a la Madre Tierra, avistamientos de ovnis, búsqueda de unicornios y miríficas fórmulas para ponerse uno en contacto con su bellísimo ángel de la guarda), mientras que para otros como este gordo escribidor, más de este mundo que de los muchos improbables otros, coger es coger y punto, y es rico aunque hay que irse con cuidado en estos tiempos de pandemias y sobrepoblación. Ya más de una vez he parafraseado a una amiga cuando ella a su vez repitió lo dicho por alguien más con fría certeza: somos un país de malcogidos.
La gran educadora sentimental del mexicano, donde los niños ven por primera vez un beso apasionado (imitaciones típicas de telenovela, mal actuadas, que luego ponderan programas carroñeros “de opinión” farandulera como Ventaneando o sus intragables símiles), un apapacho malintencionado y hasta escenas de vejación machista es, desde luego, difícilmente la escuela, casi nunca la familia, sino la televisión. (Continuará)
kikka-roja.blogspot.com/
La gran educadora sentimental del mexicano, donde los niños ven por primera vez un beso apasionado (imitaciones típicas de telenovela, mal actuadas, que luego ponderan programas carroñeros “de opinión” farandulera como Ventaneando o sus intragables símiles), un apapacho malintencionado y hasta escenas de vejación machista es, desde luego, difícilmente la escuela, casi nunca la familia, sino la televisión. (Continuará)