Juan Villoro
13 Nov. 09
Desde que empeñé mis ilusiones en el Necaxa he padecido tribulaciones eléctricas. A tal grado que las últimas palabras de Goethe, "luz, más luz", no me parecen una búsqueda de claridad sino una porra.
Apoyar a un equipo que ha desaparecido dos veces del futbol profesional, mudó su residencia a Aguascalientes -canjeando el apoyo de sus fieles por el del gobernador- y ahora medra en Primera A (nombre políticamente correcto del infierno en la hierba), brinda temple ante la adversidad. Lo digo sin orgullo, pues me parece espantoso que así sea.
Hace un par de años asistí al estadio de mi equipo y me encontré rodeado de japoneses. Me explicaron que en Aguascalientes está la planta de Nissan. Como el Necaxa se viste de rojo y blanco -colores de la bandera de Japón- y recibe el apodo de Los Rayos, es atractivo para quienes vienen del país del Sol Naciente. En pocas palabras: el Necaxa actual es mejor para un japonés que para mí. Obviamente no lo sigo por sus méritos contemporáneos, sino porque no puedo traicionar mi infancia.
La Compañía de Luz y Fuerza del Centro tenía tantos altibajos como mi equipo. En una ocasión se hospedó en mi casa Julio Villanueva Chang, editor de la revista peruana Etiqueta Negra. Llegó confiado en hacer el cierre de edición desde mi computadora. No contaba con los apagones. "Esto me recuerda a Perú en tiempos de Sendero Luminoso", dijo en forma inolvidable. Durante décadas recibimos el servicio de un país pobre y sitiado.
Por desgracia, las tarifas no bajaban con los apagones. En una ocasión hice una cola de tres horas para llegar a la ventanilla de quejas (que en verdad era de conjeturas). Mostré mi boleta, digna del consumo del aeropuerto. "Ahora sí que se mandaron con usted", comentó un empleado comprensivo: "hay muchos errores pero no podemos hacer nada. Es que la gente es muy jactanciosa. Subimos las tarifas y sigue pagando, por pura jactancia. Haga lo mismo: ¡jáctese!". Aquel hombre veía la oscuridad con serena iluminación interior. Había renunciado a la alta tensión de resolver problemas.
Mi lucha con los medidores acumuló derrotas hasta que me cambié de casa. Esto no me libró de confrontaciones. Tal vez recordando que el equipo de los Electricistas daba volteretas de último minuto, la Compañía de Luz repartía las boletas poco antes del vencimiento, provocando infartos y divorcios.
En una ocasión recibí la cuenta cubierta de tinta negra. ¡La boleta había sufrido un apagón! Lo único visible era una cifra que parecía el alarmante aguinaldo de un diputado. De nuevo peregriné a la ventanilla de los suspiros inútiles. Un empleado me dijo: "Si quiere, le ponemos un diablito. Venga el martes y pregunte por Robert Mitchum".
No pregunté por Robert Mitchum, pagué el abuso y escribí un artículo sobre el tema. Con una destreza que hubiera sido más útil reparando averías, los señores de la luz averiguaron mi correo electrónico y me enviaron un mensaje amabilísimo. Ofrecían el apoyo que sólo pueden brindar gestores luminosos. Respondí que no quería un favor sino mejor servicio y tarifas dignas. Naturalmente, se jactaron de no contestar.
He dejado de ver goles decisivos y he llegado a congresos sin imprimir mi ponencia porque se va la luz; he tenido que buscar refrigeradores de emergencia para las ampolletas de una tía y la cochinita remojada en naranja agria. Todo eso desapareció con la ineficiente Compañía de Luz y Fuerza del Centro. Por desgracia, la medida muestra otros vicios.
Cuando en El Chavo del Ocho se discutía un tema espinoso, don Ramón decía: "yo le voy al Necaxa". Su peculiar afición lo ayudaba a escapar de la polémica. Pero en materia de electricidad, los necaxistas somos susceptibles.
Prendo una veladora para que mejoren la luz y sus tarifas. Eso no será difícil. Lo grave es que las personas que maltrabajaban no tengan una oportunidad de trabajar en serio, y que la operación sea completamente discrecional. Se golpea a un sindicato que no es dócil al gobierno. Mientras tanto, el de Pemex y el de Elba Esther Gordillo se frotan las manos.
Otros buscan tajada en su defensa de los trabajadores. Aunque el fraude electoral de 1988 califica a Manuel Bartlett como experto en apagones, su apoyo al SME no sólo se debe a la empatía gremial de quien ejerce un oficio de tinieblas.
Las mafias sindicales son señaladas con razón como frenos de la economía. No menos dañinos son los monopolios. En el hit-parade de hombres poderosos de Forbes, Slim ocupa el sexto lugar y el Chapo Guzmán el 41. Uno recibió los teléfonos en régimen de monopolio -caso emblemático de tráfico de influencias- y otro opera en el crimen organizado. Ambos son más fuertes que el presidente recién abucheado en el estadio de los Santos. En el contexto en que vivimos, el conflicto electricista es más un síntoma de descomposición, un reacomodo de fichas políticas, que la medida congruente de un gobierno deseoso de acotar a quienes han gozado de inmoderadas protecciones y ventajas, de Slim al Chapo Guzmán. Nuestra política sigue siendo la tenebra, el botín donde el último apaga la luz.
kikka-roja.blogspot.com/
Apoyar a un equipo que ha desaparecido dos veces del futbol profesional, mudó su residencia a Aguascalientes -canjeando el apoyo de sus fieles por el del gobernador- y ahora medra en Primera A (nombre políticamente correcto del infierno en la hierba), brinda temple ante la adversidad. Lo digo sin orgullo, pues me parece espantoso que así sea.
Hace un par de años asistí al estadio de mi equipo y me encontré rodeado de japoneses. Me explicaron que en Aguascalientes está la planta de Nissan. Como el Necaxa se viste de rojo y blanco -colores de la bandera de Japón- y recibe el apodo de Los Rayos, es atractivo para quienes vienen del país del Sol Naciente. En pocas palabras: el Necaxa actual es mejor para un japonés que para mí. Obviamente no lo sigo por sus méritos contemporáneos, sino porque no puedo traicionar mi infancia.
La Compañía de Luz y Fuerza del Centro tenía tantos altibajos como mi equipo. En una ocasión se hospedó en mi casa Julio Villanueva Chang, editor de la revista peruana Etiqueta Negra. Llegó confiado en hacer el cierre de edición desde mi computadora. No contaba con los apagones. "Esto me recuerda a Perú en tiempos de Sendero Luminoso", dijo en forma inolvidable. Durante décadas recibimos el servicio de un país pobre y sitiado.
Por desgracia, las tarifas no bajaban con los apagones. En una ocasión hice una cola de tres horas para llegar a la ventanilla de quejas (que en verdad era de conjeturas). Mostré mi boleta, digna del consumo del aeropuerto. "Ahora sí que se mandaron con usted", comentó un empleado comprensivo: "hay muchos errores pero no podemos hacer nada. Es que la gente es muy jactanciosa. Subimos las tarifas y sigue pagando, por pura jactancia. Haga lo mismo: ¡jáctese!". Aquel hombre veía la oscuridad con serena iluminación interior. Había renunciado a la alta tensión de resolver problemas.
Mi lucha con los medidores acumuló derrotas hasta que me cambié de casa. Esto no me libró de confrontaciones. Tal vez recordando que el equipo de los Electricistas daba volteretas de último minuto, la Compañía de Luz repartía las boletas poco antes del vencimiento, provocando infartos y divorcios.
En una ocasión recibí la cuenta cubierta de tinta negra. ¡La boleta había sufrido un apagón! Lo único visible era una cifra que parecía el alarmante aguinaldo de un diputado. De nuevo peregriné a la ventanilla de los suspiros inútiles. Un empleado me dijo: "Si quiere, le ponemos un diablito. Venga el martes y pregunte por Robert Mitchum".
No pregunté por Robert Mitchum, pagué el abuso y escribí un artículo sobre el tema. Con una destreza que hubiera sido más útil reparando averías, los señores de la luz averiguaron mi correo electrónico y me enviaron un mensaje amabilísimo. Ofrecían el apoyo que sólo pueden brindar gestores luminosos. Respondí que no quería un favor sino mejor servicio y tarifas dignas. Naturalmente, se jactaron de no contestar.
He dejado de ver goles decisivos y he llegado a congresos sin imprimir mi ponencia porque se va la luz; he tenido que buscar refrigeradores de emergencia para las ampolletas de una tía y la cochinita remojada en naranja agria. Todo eso desapareció con la ineficiente Compañía de Luz y Fuerza del Centro. Por desgracia, la medida muestra otros vicios.
Cuando en El Chavo del Ocho se discutía un tema espinoso, don Ramón decía: "yo le voy al Necaxa". Su peculiar afición lo ayudaba a escapar de la polémica. Pero en materia de electricidad, los necaxistas somos susceptibles.
Prendo una veladora para que mejoren la luz y sus tarifas. Eso no será difícil. Lo grave es que las personas que maltrabajaban no tengan una oportunidad de trabajar en serio, y que la operación sea completamente discrecional. Se golpea a un sindicato que no es dócil al gobierno. Mientras tanto, el de Pemex y el de Elba Esther Gordillo se frotan las manos.
Otros buscan tajada en su defensa de los trabajadores. Aunque el fraude electoral de 1988 califica a Manuel Bartlett como experto en apagones, su apoyo al SME no sólo se debe a la empatía gremial de quien ejerce un oficio de tinieblas.
Las mafias sindicales son señaladas con razón como frenos de la economía. No menos dañinos son los monopolios. En el hit-parade de hombres poderosos de Forbes, Slim ocupa el sexto lugar y el Chapo Guzmán el 41. Uno recibió los teléfonos en régimen de monopolio -caso emblemático de tráfico de influencias- y otro opera en el crimen organizado. Ambos son más fuertes que el presidente recién abucheado en el estadio de los Santos. En el contexto en que vivimos, el conflicto electricista es más un síntoma de descomposición, un reacomodo de fichas políticas, que la medida congruente de un gobierno deseoso de acotar a quienes han gozado de inmoderadas protecciones y ventajas, de Slim al Chapo Guzmán. Nuestra política sigue siendo la tenebra, el botín donde el último apaga la luz.