MIGUEL ÁNGEL GRANADOS CHAPA
Durante el régimen autoritario priista la intolerancia oficial reaccionaba con virulencia a la crítica externa. Paradigmáticamente, se recuerda la actitud del nacionalismo ramplón ante Los hijos de Sánchez, el estudio antropológico de Oscar Lewis, cuya publicación por el Fondo de Cultura Económica generó el despido de Arnaldo Orfila de la dirección de la editorial del Estado. Más recientemente –y cito sólo ejemplos sueltos– ante la sentencia de Mario Vargas Llosa sobre la "dictadura perfecta" que imperaba en nuestro país, el novelista peruano prefirió salir anticipadamente de México, ante los "numerosos tirones de orejas" que recibió.
La intolerancia panista es de la misma catadura de la practicada por el régimen que lo antecedió. Es quizá más torpe, más impertinente porque ocurre en tiempos en que formular observaciones sobre lo que acontece en cualquier país no es anatema prácticamente en ningún lugar del mundo, salvo extremos como los de Myanmar u otros sistemas despóticos.
Acaba de ocurrir un episodio de intolerancia autoritaria que por sus rasgos cómicos no merecería siquiera comentario, pues en sí mismo no habría pasado del rango de anécdota chusca. Pero la actitud de Ernesto Cordero, mucho más que la de Agustín Carstens ante la reciente crítica pronunciada por Joseph Stiglitz, es reveladora de un fenómeno de impaciencia gubernamental que conduce a entablar disputas en vez de persuadir y conciliar. La posición de Cordero es paralela, y tiene la misma sustancia, que la del secretario del Trabajo, que concibe una porción de sus tareas como un litigio o, peor aún, como una riña en la que le corresponde el papel de fajador –es decir, el que se lanza a la pelea sin vigilarse– del cual se ufana.
Stiglitz vino a México, como varias veces en los años recientes, a decir una conferencia en un foro empresarial. No pudo evitar, seguramente no quiso evitarlo, externar juicios sobre la coyuntura económica mexicana. No lo hizo de modo espontáneo sino ante preguntas de periodistas, ganosos de recibir un diagnóstico sobre la situación de nuestro país frente a la crisis, procedente de una autoridad en la materia, que en 2001 mereció el Premio Nobel de Economía y a partir de entonces se ha erigido, fundadamente, en una especie de conciencia sobre el funcionamiento de los mercados y del gobierno. Sintetizó su análisis sobre la crisis financiera estadunidense en casi un epigrama, un juego de palabras en que comparó dos momentos cruciales de la humanidad: la caída del Muro de Berlín con la de la calle del muro en Nueva York (Wall Street). La primera simbolizaba el fin de las economías centralmente planificadas. La segunda, el derrumbe del capitalismo accionario, el de la especulación con papeles carentes de valor sustantivo.
Como otros muchos observadores, nacionales o extranjeros, Stiglitz puso malas calificaciones al manejo mexicano de la crisis. Dijo que el desempeño del gobierno frente a ella ha sido "uno de los peores del mundo". Censuró la excesiva dependencia mexicana respecto de la economía de Estados Unidos. Dijo que las cifras del crecimiento son débiles y producían pesimismo. "Una política fiscal que no estimule la economía mexicana es fuente de preocupación."
Elogió en cambio a los países que han diversificado sus exportaciones, especialmente hacia las economías asiáticas, "y la recuperación de Asia está ayudando a la recuperación de América Latina". En Brasil se han hecho bien las cosas, opinó. Ese país "ha tenido una regulación financiera mejor y quizá evite una recesión…; ya se recuperaron y ahora está fluyendo el dinero".
Ignoro qué escoció más a las autoridades mexicanas, si la crítica a su desempeño o el elogio al de otros países. El hecho es que no pasaron por alto las expresiones de Stiglitz. El secretario de Hacienda Agustín Carstens le reprochó falta de información, como no considerar el efecto general de la desaceleración añadido a la caída de los ingresos petroleros. Es comprensible que Carstens enfrentara los juicios del Premio Nobel porque su voz influyente puede impactar a inversionistas o acreedores de México. "No teníamos la opción de contratar más deuda", aclaró, y se justificó a sí mismo: "Uno tiene que actuar responsablemente".
En cambio, el insulso secretario de Desarrollo Social, ajeno al manejo financiero desde que dejó la Subsecretaría de Egresos de Hacienda, hace casi dos años, entró a una discusión que no le concierne y para la que carece de títulos. Lo hizo además en el tono insolente del ignorante, pretendiendo dar lecciones de un modo equivalente a enseñar solfeo a un director de orquesta.
Stiglitz "no conoce a detalle las políticas contracíclicas que implementó el gobierno mexicano: no conoce la realidad de las finanzas públicas mexicanas, y creo que mejor se ponga a leer un poquito más de México".
Fue una recomendación fatua, y de seguro redundante. La seriedad profesional del Premio Nobel le habría impedido hablar huecamente, sin saber de qué se trata. Ha sido profesor de las mejores universidades de la Gran Bretaña (Cambridge y Oxford) y de Estados Unidos. Actualmente lo es de Columbia y antes lo fue de Yale, Duke, Stanford y Princeton, pero ciertamente no de Pennsylvannia, donde Cordero hizo su doctorado tras recibirse de actuario en el ITAM.
La experiencia profesional del secretario de Desarrollo social es tan breve como dispersa. Ha sido, siempre por lapsos cortos, funcionario de Banobras y de la Secretaría de Energía, donde tuvo por unos meses rango de subsecretario. Lo fue igualmente, y también por corto tiempo, en Hacienda. Los casi dos años que lleva al frente de la Sedesol ha sido el periodo más largo en que ha servido una responsabilidad. La experiencia de Stiglitz, que le da bases para opinar sobre la economía mexicana, se ha extendido al gobierno de Clinton y sobre todo al Banco Mundial, donde fue primer vicepresidente y economista en jefe.
Nadie, que yo sepa, objetó el que se le otorgara hace ocho años el Premio Nobel de Economía, que ha reforzado su autoridad como examinador de las políticas internacionales. Pero no es candil de la calle y oscuridad de su casa. Si bien ha dirigido su mirada a un fenómeno tan ancho y diverso como la globalización, de la que es crítico documentado, también se ha referido a la política de su propio país. En coautoría con Linda E. Blines, igualmente funcionaria de la administración Clinton, y profesora de Harvard, publicó el año pasado La guerra de los tres billones de dólares. Ese es, según sus cálculos fundados, el costo financiero de la guerra de Irak, de la que ha sido crítico aun antes de su comienzo. He aquí el mirador desde donde examinan ese y otros fenómenos políticos, como el manejo de crisis por gobiernos en todo el mundo:
"Como científicos sociales, los dos nos hemos involucrado en el estudio de la economía del sector público y hemos intentado comprender cómo funcionan los gobiernos, sus fallos sistemáticos y qué es lo que podemos hacer para ayudarles a satisfacer mejor las necesidades de sus ciudadanos. Ambos nos hemos enfrentado al problema no sólo desde la perspectiva académica sino también como profesionales. Durante años ocupamos cargos político-tecnocráticos en el gobierno de Clinton, poniendo en práctica estas ideas para conseguir un gobierno más eficiente, receptivo y responsable y crear mejores sistemas de contabilidad para lograr esas metas. Creemos que en nuestra sociedad el gobierno tiene un papel importante que jugar, al igual que lo tiene el mercado. Los mercados a menudo se comportan de forma poco deseable, pero lo mismo ocurre con los gobiernos. El fracaso de Irak no fue el resultado de un único error, sino la culminación de decenas de errores cometidos a lo largo de varios años. Los científicos sociales se esfuerzan por entender las fuentes sistémicas de esos errores y buscan reformas para reducir su frecuencia y mitigar sus consecuencias".
En vez de aprovechar el interés mostrado por Stiglitz ante nuestros problemas, el gobierno pretendió estérilmente descalificarlo. Generó ese resultado, pero aplicado a sí mismo.
kikka-roja.blogspot.com/
La intolerancia panista es de la misma catadura de la practicada por el régimen que lo antecedió. Es quizá más torpe, más impertinente porque ocurre en tiempos en que formular observaciones sobre lo que acontece en cualquier país no es anatema prácticamente en ningún lugar del mundo, salvo extremos como los de Myanmar u otros sistemas despóticos.
Acaba de ocurrir un episodio de intolerancia autoritaria que por sus rasgos cómicos no merecería siquiera comentario, pues en sí mismo no habría pasado del rango de anécdota chusca. Pero la actitud de Ernesto Cordero, mucho más que la de Agustín Carstens ante la reciente crítica pronunciada por Joseph Stiglitz, es reveladora de un fenómeno de impaciencia gubernamental que conduce a entablar disputas en vez de persuadir y conciliar. La posición de Cordero es paralela, y tiene la misma sustancia, que la del secretario del Trabajo, que concibe una porción de sus tareas como un litigio o, peor aún, como una riña en la que le corresponde el papel de fajador –es decir, el que se lanza a la pelea sin vigilarse– del cual se ufana.
Stiglitz vino a México, como varias veces en los años recientes, a decir una conferencia en un foro empresarial. No pudo evitar, seguramente no quiso evitarlo, externar juicios sobre la coyuntura económica mexicana. No lo hizo de modo espontáneo sino ante preguntas de periodistas, ganosos de recibir un diagnóstico sobre la situación de nuestro país frente a la crisis, procedente de una autoridad en la materia, que en 2001 mereció el Premio Nobel de Economía y a partir de entonces se ha erigido, fundadamente, en una especie de conciencia sobre el funcionamiento de los mercados y del gobierno. Sintetizó su análisis sobre la crisis financiera estadunidense en casi un epigrama, un juego de palabras en que comparó dos momentos cruciales de la humanidad: la caída del Muro de Berlín con la de la calle del muro en Nueva York (Wall Street). La primera simbolizaba el fin de las economías centralmente planificadas. La segunda, el derrumbe del capitalismo accionario, el de la especulación con papeles carentes de valor sustantivo.
Como otros muchos observadores, nacionales o extranjeros, Stiglitz puso malas calificaciones al manejo mexicano de la crisis. Dijo que el desempeño del gobierno frente a ella ha sido "uno de los peores del mundo". Censuró la excesiva dependencia mexicana respecto de la economía de Estados Unidos. Dijo que las cifras del crecimiento son débiles y producían pesimismo. "Una política fiscal que no estimule la economía mexicana es fuente de preocupación."
Elogió en cambio a los países que han diversificado sus exportaciones, especialmente hacia las economías asiáticas, "y la recuperación de Asia está ayudando a la recuperación de América Latina". En Brasil se han hecho bien las cosas, opinó. Ese país "ha tenido una regulación financiera mejor y quizá evite una recesión…; ya se recuperaron y ahora está fluyendo el dinero".
Ignoro qué escoció más a las autoridades mexicanas, si la crítica a su desempeño o el elogio al de otros países. El hecho es que no pasaron por alto las expresiones de Stiglitz. El secretario de Hacienda Agustín Carstens le reprochó falta de información, como no considerar el efecto general de la desaceleración añadido a la caída de los ingresos petroleros. Es comprensible que Carstens enfrentara los juicios del Premio Nobel porque su voz influyente puede impactar a inversionistas o acreedores de México. "No teníamos la opción de contratar más deuda", aclaró, y se justificó a sí mismo: "Uno tiene que actuar responsablemente".
En cambio, el insulso secretario de Desarrollo Social, ajeno al manejo financiero desde que dejó la Subsecretaría de Egresos de Hacienda, hace casi dos años, entró a una discusión que no le concierne y para la que carece de títulos. Lo hizo además en el tono insolente del ignorante, pretendiendo dar lecciones de un modo equivalente a enseñar solfeo a un director de orquesta.
Stiglitz "no conoce a detalle las políticas contracíclicas que implementó el gobierno mexicano: no conoce la realidad de las finanzas públicas mexicanas, y creo que mejor se ponga a leer un poquito más de México".
Fue una recomendación fatua, y de seguro redundante. La seriedad profesional del Premio Nobel le habría impedido hablar huecamente, sin saber de qué se trata. Ha sido profesor de las mejores universidades de la Gran Bretaña (Cambridge y Oxford) y de Estados Unidos. Actualmente lo es de Columbia y antes lo fue de Yale, Duke, Stanford y Princeton, pero ciertamente no de Pennsylvannia, donde Cordero hizo su doctorado tras recibirse de actuario en el ITAM.
La experiencia profesional del secretario de Desarrollo social es tan breve como dispersa. Ha sido, siempre por lapsos cortos, funcionario de Banobras y de la Secretaría de Energía, donde tuvo por unos meses rango de subsecretario. Lo fue igualmente, y también por corto tiempo, en Hacienda. Los casi dos años que lleva al frente de la Sedesol ha sido el periodo más largo en que ha servido una responsabilidad. La experiencia de Stiglitz, que le da bases para opinar sobre la economía mexicana, se ha extendido al gobierno de Clinton y sobre todo al Banco Mundial, donde fue primer vicepresidente y economista en jefe.
Nadie, que yo sepa, objetó el que se le otorgara hace ocho años el Premio Nobel de Economía, que ha reforzado su autoridad como examinador de las políticas internacionales. Pero no es candil de la calle y oscuridad de su casa. Si bien ha dirigido su mirada a un fenómeno tan ancho y diverso como la globalización, de la que es crítico documentado, también se ha referido a la política de su propio país. En coautoría con Linda E. Blines, igualmente funcionaria de la administración Clinton, y profesora de Harvard, publicó el año pasado La guerra de los tres billones de dólares. Ese es, según sus cálculos fundados, el costo financiero de la guerra de Irak, de la que ha sido crítico aun antes de su comienzo. He aquí el mirador desde donde examinan ese y otros fenómenos políticos, como el manejo de crisis por gobiernos en todo el mundo:
"Como científicos sociales, los dos nos hemos involucrado en el estudio de la economía del sector público y hemos intentado comprender cómo funcionan los gobiernos, sus fallos sistemáticos y qué es lo que podemos hacer para ayudarles a satisfacer mejor las necesidades de sus ciudadanos. Ambos nos hemos enfrentado al problema no sólo desde la perspectiva académica sino también como profesionales. Durante años ocupamos cargos político-tecnocráticos en el gobierno de Clinton, poniendo en práctica estas ideas para conseguir un gobierno más eficiente, receptivo y responsable y crear mejores sistemas de contabilidad para lograr esas metas. Creemos que en nuestra sociedad el gobierno tiene un papel importante que jugar, al igual que lo tiene el mercado. Los mercados a menudo se comportan de forma poco deseable, pero lo mismo ocurre con los gobiernos. El fracaso de Irak no fue el resultado de un único error, sino la culminación de decenas de errores cometidos a lo largo de varios años. Los científicos sociales se esfuerzan por entender las fuentes sistémicas de esos errores y buscan reformas para reducir su frecuencia y mitigar sus consecuencias".
En vez de aprovechar el interés mostrado por Stiglitz ante nuestros problemas, el gobierno pretendió estérilmente descalificarlo. Generó ese resultado, pero aplicado a sí mismo.