AGENDA CIUDADANA
Oaxaca. En la actual crisis política oaxaqueña —una rebelión urbano-popular con pocos precedentes en la historia mexicana— han aflorado casi todos los problemas que hoy aquejan a nuestro sistema político, de ahí la importancia del caso.
La insurrección suriana se prolonga sin dar señales de abatimiento; hace ya tiempo que dejó de ser un hecho local y se transformó en manifestación de una patología nacional. Ya se llegó al punto en que ese complejo problema no se puede caracterizar sólo como el desvanecimiento de una estructura de poder local sino nacional. Sin embargo, lo más grave de los sucesos oaxaqueños no es la falla y descomposición de las instituciones sino la evanescencia de ese ánimo de optimismo y de confianza en el futuro colectivo que en 2000 había traído consigo la victoria pacífica de las urnas.
En el sexenio que termina se perdió la posibilidad de un buen inicio de la consolidación de esa forma de vida política buscada desde el siglo XIX y por la que apenas ahora empezamos a transitar. En la actualidad, las encuestas y las movilización nos dicen que una parte de la ciudadanía considera que se han violado las reglas democráticas que permiten dirimir civilizadamente las inevitables diferencias de intereses y de interpretación del proyecto nacional. Los desencantados pueden atribuir la responsabilidad de esta situación a la corrupción e incompetencia de los políticos y no les falta razón, pero el problema central es más serio: el mal funcionamiento de todo el entramado institucional.
El problema oaxaqueño es hoy el ejemplo más evidente de cómo los males estructurales heredados del viejo régimen aunados a la cortedad de miras, a la mala fe y a la ineptitud, transformaron un problema sindical y local en un embrollo que ya rebasó sus fronteras y que resume bien las contradicciones y defectos de líderes e instituciones para dar respuesta a las demandas de una sociedad pobre, muy desequilibrada en su estructura de clases, desconfiada del poder y agraviada por la conducta de las élites dirigentes. Por otro lado, Oaxaca también permite pensar que, pese a todo, aún no se ha perdido el impulso, desde abajo, de imaginar que es posible una condición colectiva mejor.
Cronología significativa. Como se sabe, el problema en la entidad suriana arrancó el 1 de mayo con la predecible entrega de un pliego petitorio al gobernador por parte del gremio más organizado y mejor remunerado de esa entidad: los maestros de la sección 22 del SNTE. Ante lo que consideraron una respuesta insatisfactoria, los profesores iniciaron un plantón en la capital estatal. La situación, hasta ahí normal y predecible, dio un salto cualitativo con bloqueos, megamarchas y, sobre todo, el fracaso de la “solución de fuerza” que intentó el 14 de junio Ulises Ruiz, el gobernador priísta.
El triunfo magisterial sobre la policía en la “batalla del 14 de junio” llevó a que otros descontentos con el gobernador —cuya elección se había efectuado dentro de la más pura tradición del PRI— se unieran a los maestros y constituyeran la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO), una gran alianza entre la sección 22 del SNTE y numerosas organizaciones sociales y municipales irritadas por la forma discrecional como el gobernador manejaba la distribución de los recursos públicos. El 2 de julio Ulises Ruiz y el PRI oaxaqueño perdieron de manera espectacular las elecciones presidencial y legislativas. La autoridad estatal ya no pudo entonces llevar a cabo la emblemática Guelaguetza (la APPO organizó la Guelaguetza alternativa, la popular) y el proceso de evaporación de los poderes estatales se aceleró, lo mismo que la constitución de una especie de gobierno por asamblea popular de la ciudad de Oaxaca.
En agosto, la APPO asumió el control de estaciones de radio y televisión, bloqueó las entradas a la ciudad y levantó barricadas en su interior. Un paro organizado por la iniciativa privada para contrarrestar a la APPO no funcionó, tampoco funcionaron los disparos nocturnos ni los ataques esporádicos de gentes del gobernador, aunque dejaron más de una docena de muertos. De nada sirvieron las reuniones convocadas por Gobernación, ni las amenazas del gobierno federal de recurrir a la fuerza. El Senado intervino sin conseguir otra cosa que el ridículo al concluir que en Oaxaca si bien había ingobernabilidad los poderes formales no habían desaparecido y que Ulises Ruiz, aunque ya no gobernaba, podría seguir como gobernador.
Al concluir octubre, las autoridades federales finalmente decidieron mandar a la capital oaxaqueña cuatro mil efectivos de la Policía Federal Preventiva (PFP). El gobernador pudo así regresar a la Casa de Gobierno y la federación, en un intento por alejar a los maestros de la APPO, se comprometió a dar a los educadores de Oaxaca y del resto del país ¡42 mil millones de pesos a lo largo de los próximos seis años! Las acciones federales de fuerza y cooptación fueron hechas a destiempo. El retorno de los maestros a sus salones fue parcial y el 2 de noviembre, y tras siete horas de una fiera batalla campal en las inmediaciones de la universidad —piedras, gases, toletes, chorros de agua y químicos, bombas molotov, cohetones, heridos y prisioneros— una multitud de “appistas” obligó a la PFP a replegarse a sus bases en el centro de la ciudad.
El pasado 5 de noviembre, y mientras el gobernador apoyado por el PRI insistía en no renunciar, una APPO sobrada llevó a cabo una nueva megamarcha en su contra que contó con contingentes de fuera del estado; el gobernador contestó el día 7 con una contramarcha de sus partidarios, que si existen. Oaxaca está tan dividida como el país. Como sea, hoy la demanda de los insurgentes ya no es sólo la renuncia del mandatario estatal sino la transformación radical de la estructura política local. Como bien notara “The New York Times” (4 de noviembre), en la antigua Antequera se vuelve a oír hablar de revolución, situación impensable apenas unos meses. Coronando el proceso, tres estallidos de bombas en el Distrito Federal que, según los grupos guerrilleros que los reivindican, son su respuesta a la acción federal en Oaxaca. El río sí que esta revuelto.
Hace tiempo que los poderes locales formales perdieron su capacidad de hacerse obedecer en la antigua Antequera, pero algo similar pasó también con los poderes federales. La PFP sólo a medias ha restaurado el orden perdido en Oaxaca. La Secretaría de Gobernación no pudo sentar a las partes en disputa para proceder a una negociación efectiva. El poder legislativo, en donde el PAN necesita del PRI para iniciar su segundo sexenio en el poder, no tuvo la fuerza para ordenar la reconstrucción del poder oaxaqueño. La iglesia católica y los empresarios —los poderes fácticos— tampoco han sabido hacerse obedecer por la parte más popular de una sociedad en la que no hace mucho ellos mandaban.
En suma. El cuadro oaxaqueño hoy no es más que una expresión extrema del fracaso de la política que ha llevado a cabo la dirigencia de un régimen que se suponía destinado a regenerar la vida pública de México. En lo económico la inflación se mantuvo controlada pero no hubo crecimiento sustantivo ni combate a los monopolios. La competitividad disminuyó y la exportación de mano de obra a Estados Unidos se incrementó. La condición de pobreza se mantuvo en casi la mitad de la población. Las elecciones se hicieron —según la admisión del propio Tribual Electoral del Poder Judicial de la Federación— en condiciones de inequidad e ilegalidad y la oposición de izquierda respondió con un presidente legítimo en contraste con el legal. El narcotráfico avanzó, la inseguridad y corrupción se mantuvieron, la relación con el exterior se deterioró, incluso con Estados Unidos.
El primer gobierno del régimen democrático mexicano resultó un proyecto fallido. Hoy la tarea es recuperar lo ganado en 2000, empresa nada fácil dado el grado de encono que ya se ha generado y que ha creado el ambiente menos propicio para lo que es característico de la democracia auténtica: apego real a las reglas del juego, tolerancia y negociación efectiva.