Tú juras, honey, que yo me voy a olvidar de ti apenas te vayas con tu francesito a París, pero ene o, niña, le decía Viridiana a Yami cuando, acercándose ya los preparativos de la boda, se iban a tomar un café sin Ana porque les caía sobrada, mal tercio en una amistad que era nada más que de dos. Eran frases de ambas, su vocabulario propio: honey, darling, sister... aunque de común acuerdo dejaron de usar ésa cuando supieron que unas negras raperas se llamaban Sista. Soñaban desde el colegio con el atardecer en que pasearían juntas por el parque, empujando cada una una carreola. Hablaban de ropones, bautizos y banquetes, de nombres para sus princesitas y sus pequeños diablillos. Nombres, también, para sus hipotéticos galanes, herederos de imperios industriales, hoteleros, banqueros, terratenientes rubios, altos, un poco machos, superficiales como ellas para ir juntas, siempre juntas, las hermanas que cada una no había tenido en casa, las alegres comadres, a Las Vegas y Miami y New York, honey; a París, a Madrid, Viri, decía la Yami, a rescatar las raíces familiares, y aquí siempre Viridiana desviaba la conversación, infranqueable el abismo que las separaba, la educación desigual de sus padres, sus dispares fortunas exigua la una, inconmensurable la del otro, el contraste entre el tono moreno de la piel de Viridiana, de toda su familia, el hediondo, para ella, origen de una estirpe enraizada en poblachos miserables, de nombres imposibles de pronunciar a menos que se hablase buen tarasco mientras resultaba incuestionable el blanco lechoso del abolengo de aquellas ciudades donde habían mecido las cunas de los antepasados de Yami, todas reconocibles en un mapa occidental que abarcaba al menos dos continentes.
Poco después de la prepa apareció el french en la vida de Yami, y Viridiana se reconoció un tanto aliviada cuando ya no tuvo que fingir ante su amiga que a ella también le pagaban sus papás los estudios universitarios, y ya no tuvo que, ni quiso, seguir luchando para mantener esa beca que con tanto trabajo había obtenido para mantenerse cerca de su amiga. Su amiga, la que un día le había prometido no separarse nunca y ahora se casaba y se iba a vivir nada menos que a París, y no a un suburbio, ni a un pisito miserable, sino a una casona señorial en el Quartier Latin, con desván donde guardar fotos y vestidos viejos para que un día sus nietas, rubiecitas también, jugaran a las señoras que ellas no serían nunca juntas.
Yami se fue y a Viridiana se le pudrieron los años con amores malogrados y un embarazo que nunca estuvo muy segura de haber deseado: el puerco de Baldomero le había pedido que tuviera al bebé, le había prometido un futuro juntos, y luego se largó para no volver. Viridiana tuvo que conseguir un trabajo para mantener a la niña y ayudar a sus papás; que a cambio de dinero no le echaran en cara todos los días sus errores. A veces se escribía con Yami, aunque las cartas fueron espaciando sus arribos. Miró a su hermano casarse y ser medianamente feliz, y a su hija crecer un tanto amarga, y a sus padres morirse en la mediocridad que a ella tanto horrorizaba y que comenzaba a chuparle ya la existencia como el fango chupa algunos cuerpos, con ruido de sifón.
Entendió a Pink Floyd rebasados los cuarenta, cuando la suya era ya una naturaleza taciturna, hemacrima, escamosa. Escuchó que tocaban The Wall en una tienda de discos y cedió al súbito impulso. Llegó a casa y lo puso. Leyó las letrillas, y entendió casi todo de lejos, porque hablaba inglés, como buena secretaria ejecutiva, pero los conceptos le parecían oscuros casi todos. Menos uno. Ella también se sentía cómodamente aletargada entre el Tafil y las ocasionales aventuras de una noche, muy pocas, que se permitía a veces con su jefe. Confortablemente entumida, ajena, distante, envuelta en una burbuja de sueños rotos, un callo de desesperanza inútil por desechable. Por eso, se dijo, no sentía nada por nadie, tal vez ni por la adolescente atorrante en que se había convertido su hija. Ni por su hermano, al que ahora casi nunca quería ver. Ni por su jefe. Por eso no sintió nada cuando Yami se murió en París. Horrible, manita, le había dicho Ana, convertida ahora en gran señora, protagonista recurrente de la sección de sociales de los periódicos. Horrible, allí en público, en la piscina del club, ahogada porque los estertores del infarto no le habían permitido tocar la orilla y ya ves cómo era de disciplinada y todo, y por irse a nadar tan temprano y el pobrecito francés como loco, manita, y las chiquitas, qué tragedión aunque fueran adoptadas, y ella sin poder sentir nada, ni lástima ni tristeza ni rabia, ni siquiera un asomo de sevicia, de condenable humor negro, de sonreír macabro. Nada. Por fin she was feeling comfortably numb.
Kikka Roja