Agustín Basave
09-Nov-2009
Si queremos hacer este país más grande y más justo habremos de forjar un verdadero renacimiento. ¿De veras aspiramos a la grandeza? Gestemos un nuevo acuerdo en lo fundamental en torno a una nueva Constitución y a una nueva economía.
Hay momentos en la historia en que la sensatez adquiere tintes revolucionarios. No me refiero, desde luego, a los tiempos de revoluciones violentas. Pienso que la historiografía ha mitificado la violencia y su eficiencia como agente de cambio, y eso lo podemos atisbar en un ejercicio de especulación sobre lo que habría ocurrido si en vez de las guerras civiles hubiera habido transformaciones pactadas. Me refiero a las reformas profundas, a los acuerdos refundacionales, a los hitos que revolucionan la realidad. Hablo de las encrucijadas históricas en las que se tiene que escoger entre ajustes y parteaguas, como la que los mexicanos enfrentamos ahora.
El México del siglo XXI será un México renacentista o no será. Seguir la ruta que empezó a trazarse desde el fin de la eclosión creativa de la Revolución Mexicana equivaldrá a hundirnos cada vez más: ayer nos rebasó España, hoy nos rebasa Brasil y al paso que vamos mañana nos rebasará Nigeria. Si queremos hacer este país más grande y más justo habremos de forjar un verdadero renacimiento. Por cierto, renacimiento es más que refundación: es reinvención humanista, es creatividad integral. ¿De veras aspiramos a la grandeza? Gestemos un nuevo acuerdo en lo fundamental en torno a una nueva Constitución y a una nueva economía. Nuestros mecanismos de articulación entre Estado y sociedad apenas funcionan y nuestra situación socioeconómica es deplorable, por decirlo suavemente. La brecha que separa a gobernantes de gobernados se ha llenado de maleza. En doble sentido.
Nuestras tres Cartas Magnas han sido producto del triunfo de un grupo sobre otro. Cada una de ellas fue impuesta por la élite triunfadora, que se presentó como intérprete de la mayoría. La que todavía nos rige implantó durante siete décadas, en un contexto de uniformidad y pasividad sociopolítica, un consenso vertical que se ha vuelto disfuncional y pide a gritos ser sustituido por otro horizontal. Se trata de reemplazar los viejos amarres intrapartidistas del antiguo régimen por nuevos acuerdos interpartidistas o, mejor, de incluir a todos en un congreso constituyente que no sea el resultado de la ruptura sino de la conciliación. Lo que propongo es una norma fundamental cercana a la realidad, que descargue su actual fardo programático en leyes constitucionales, instaure un régimen parlamentario y fije las mojoneras de una gobernabilidad democrática. Cierto, es endiabladamente difícil lograrlo en medio de esta transición mezquina. Pero es eso o el desvanecimiento en la bruma del globo aldeano.
Algo similar sucede en el terreno económico. Y aquí me sumo al debate sobre la generación que, dice Ciro Gómez Leyva, no está hecha para cosas grandes. Creo que la mayoría de sus integrantes carece de respeto por los dogmas economicistas de izquierda o de derecha (en su concepción de lo económico como motor de la historia el marxismo es un liberalismo con posdata) y que por eso no presenció la llegada de la ola neoliberal con ira o con regocijo, sino con perplejidad. Generacionalmente situados a medio camino, llegamos demasiado tarde para desarrollar reverencias estatistas y demasiado temprano para encarnar arrebatos privatizadores, y nos echamos a nadar en un caldo de cultivo para una enésima tercera vía. Capeamos como pudimos el temporal de evidencias que demostraban que, una vez enterrado el socialismo real y entronizada la globalidad, el repliegue del Estado interventor y la apertura comercial constituían la única opción cabalmente viable. Las pruebas eran contundentes: la quiebra de la Unión Soviética y de sus aliados había engendrado al antifantasma de mano invisible que después de recorrer Europa se seguía de frente rumbo a los países del Tercer Mundo. Así, frente a argumentos abrumadoramente realistas, acabamos encogiéndonos de hombros e ingeniándonoslas para abrigar esperanzas de que la justicia social se abriera paso entre las inefables fuerzas del mercado. Esa circunstancia nos hizo conformistas, es cierto. Pero también puede hacernos revolucionarios.
Y es que ya desenmascaramos al determinismo “ideologicida”. El modelo económico y político globalmente correcto resultó un fiasco porque no aplicó la regla que siempre da buenos resultados, que no es la del dejar hacer y dejar pasar sino la de dejar de hacer lo que deja de pasar. Ese fracaso nos convenció —me convenció a mí, al menos— del imperativo filoneísta. Tenemos que lanzar una cruzada por la creatividad asumiendo que el dogma es catástrofe y la originalidad es redención. Si creemos que ser libres implica ser injustos, del salto del siglo XXI caeremos en el siglo XVIII. Audacia es el juego. El compromiso es construir nuestra casa común con un piso de bienestar que impida la caída de los débiles, un techo de legalidad que detenga la fuga de los poderosos y cuatro paredes de identidad que nos cohesionen a todos los mexicanos. El reto es hacer posible, de una vez por todas, el renacimiento de México.
Hay momentos en la historia en que la sensatez adquiere tintes revolucionarios. No me refiero, desde luego, a los tiempos de revoluciones violentas. Pienso que la historiografía ha mitificado la violencia y su eficiencia como agente de cambio, y eso lo podemos atisbar en un ejercicio de especulación sobre lo que habría ocurrido si en vez de las guerras civiles hubiera habido transformaciones pactadas. Me refiero a las reformas profundas, a los acuerdos refundacionales, a los hitos que revolucionan la realidad. Hablo de las encrucijadas históricas en las que se tiene que escoger entre ajustes y parteaguas, como la que los mexicanos enfrentamos ahora.
El México del siglo XXI será un México renacentista o no será. Seguir la ruta que empezó a trazarse desde el fin de la eclosión creativa de la Revolución Mexicana equivaldrá a hundirnos cada vez más: ayer nos rebasó España, hoy nos rebasa Brasil y al paso que vamos mañana nos rebasará Nigeria. Si queremos hacer este país más grande y más justo habremos de forjar un verdadero renacimiento. Por cierto, renacimiento es más que refundación: es reinvención humanista, es creatividad integral. ¿De veras aspiramos a la grandeza? Gestemos un nuevo acuerdo en lo fundamental en torno a una nueva Constitución y a una nueva economía. Nuestros mecanismos de articulación entre Estado y sociedad apenas funcionan y nuestra situación socioeconómica es deplorable, por decirlo suavemente. La brecha que separa a gobernantes de gobernados se ha llenado de maleza. En doble sentido.
Nuestras tres Cartas Magnas han sido producto del triunfo de un grupo sobre otro. Cada una de ellas fue impuesta por la élite triunfadora, que se presentó como intérprete de la mayoría. La que todavía nos rige implantó durante siete décadas, en un contexto de uniformidad y pasividad sociopolítica, un consenso vertical que se ha vuelto disfuncional y pide a gritos ser sustituido por otro horizontal. Se trata de reemplazar los viejos amarres intrapartidistas del antiguo régimen por nuevos acuerdos interpartidistas o, mejor, de incluir a todos en un congreso constituyente que no sea el resultado de la ruptura sino de la conciliación. Lo que propongo es una norma fundamental cercana a la realidad, que descargue su actual fardo programático en leyes constitucionales, instaure un régimen parlamentario y fije las mojoneras de una gobernabilidad democrática. Cierto, es endiabladamente difícil lograrlo en medio de esta transición mezquina. Pero es eso o el desvanecimiento en la bruma del globo aldeano.
Algo similar sucede en el terreno económico. Y aquí me sumo al debate sobre la generación que, dice Ciro Gómez Leyva, no está hecha para cosas grandes. Creo que la mayoría de sus integrantes carece de respeto por los dogmas economicistas de izquierda o de derecha (en su concepción de lo económico como motor de la historia el marxismo es un liberalismo con posdata) y que por eso no presenció la llegada de la ola neoliberal con ira o con regocijo, sino con perplejidad. Generacionalmente situados a medio camino, llegamos demasiado tarde para desarrollar reverencias estatistas y demasiado temprano para encarnar arrebatos privatizadores, y nos echamos a nadar en un caldo de cultivo para una enésima tercera vía. Capeamos como pudimos el temporal de evidencias que demostraban que, una vez enterrado el socialismo real y entronizada la globalidad, el repliegue del Estado interventor y la apertura comercial constituían la única opción cabalmente viable. Las pruebas eran contundentes: la quiebra de la Unión Soviética y de sus aliados había engendrado al antifantasma de mano invisible que después de recorrer Europa se seguía de frente rumbo a los países del Tercer Mundo. Así, frente a argumentos abrumadoramente realistas, acabamos encogiéndonos de hombros e ingeniándonoslas para abrigar esperanzas de que la justicia social se abriera paso entre las inefables fuerzas del mercado. Esa circunstancia nos hizo conformistas, es cierto. Pero también puede hacernos revolucionarios.
Y es que ya desenmascaramos al determinismo “ideologicida”. El modelo económico y político globalmente correcto resultó un fiasco porque no aplicó la regla que siempre da buenos resultados, que no es la del dejar hacer y dejar pasar sino la de dejar de hacer lo que deja de pasar. Ese fracaso nos convenció —me convenció a mí, al menos— del imperativo filoneísta. Tenemos que lanzar una cruzada por la creatividad asumiendo que el dogma es catástrofe y la originalidad es redención. Si creemos que ser libres implica ser injustos, del salto del siglo XXI caeremos en el siglo XVIII. Audacia es el juego. El compromiso es construir nuestra casa común con un piso de bienestar que impida la caída de los débiles, un techo de legalidad que detenga la fuga de los poderosos y cuatro paredes de identidad que nos cohesionen a todos los mexicanos. El reto es hacer posible, de una vez por todas, el renacimiento de México.
abasave@prodigy.net.mx
kikka-roja.blogspot.com/