editorial
El asesinato del comandante de la Policía Federal Preventiva (PFP) Igor Labastida Calderón, y de otro agente, asignado como su escolta, perpetrado ayer en esta capital, constituye un nuevo y exasperante recordatorio del poder alcanzado por la delincuencia organizada, de la proporcional debilidad en que se encuentran las corporaciones encargadas de combatirla y de la descoordinación, improvisación y falta de rumbo en el establecimiento de la política federal en materia de seguridad.
Ante el cuarto o quinto homicidio de un alto jefe policial en la capital en lo que va del año, y cuando suman más de cuatro centenares los efectivos oficiales –policías y militares– caídos en diversas partes de la República en el combate a la delincuencia en lo que va del sexenio, se hace evidente la extremada desprotección en la que operan los mandos de los cuerpos encargados de la seguridad pública. En esta condición no sólo inciden los elementos arriba apuntados –improvisación, desorientación, falta de autoridad–, sino también, y de manera inocultable, la infiltración de esas instituciones por parte de los estamentos delictivos. No podría explicarse de otra manera la facilidad con la que la criminalidad organizada ha dispuesto de información sobre las rutas, los sitios frecuentados y los dispositivos de seguridad de los jefes policiales abatidos.
La vulnerabilidad de tales funcionarios pone de manifiesto, a su vez, el absoluto desamparo en que se encuentra el común de la ciudadanía ante el embate de las organizaciones delictivas, y la plena incapacidad del gobierno federal para cumplir con la responsabilidad básica y elemental de la autoridad constituida: la protección de la vida, la integridad y los bienes de sus gobernados. Una pregunta obligada, en esta circunstancia, es de qué manera podrán esperar protección gubernamental los ciudadanos que acaten el llamado emitido por el Ejecutivo federal a denunciar a quienes infrinjan las leyes.
Con la mitad de los municipios del país controlados por el narcotráfico –según lo señaló antier el funcionario de la ONU Edgardo Buscaglia–, con un ritmo diario de 10 ejecuciones relacionadas con la delincuencia organizada, con la proliferación de decapitaciones y de levantones en el territorio nacional, resulta imposible creer las optimistas versiones oficiales que hablan de una victoria del gobierno en la guerra contra la criminalidad y que pretenden explicar la desbordada violencia en que se encuentra sumido el país como resultado de los pretendidos “avances” en la implantación del estado de derecho y de la seguridad pública. Si tales eran los propósitos en el arranque de la presidencia calderonista, lo ocurrido en sus primeros 19 meses debiera ser más que suficiente para demostrar lo contraproducente de las estrategias seguidas hasta ahora y para persuadir de que, en las condiciones actuales, el Estado simple y llanamente no puede ganarle la guerra a la criminalidad.
Diversas voces enteradas han señalado la improcedencia del ataque frontal –y, literalmente, militar– contra los poderosos estamentos delictivos si éste no va acompañado, al menos, de una depuración a fondo de las corporaciones policiales, de un verdadero trabajo de inteligencia, de una planeación adecuada y de un programa para combatir el lavado de dinero, medida esta última que podría ser mucho más eficaz para detener la violencia y que tendría un costo mucho menor en vidas que las acciones en curso. Asimismo, se ha señalado en múltiples ocasiones la necesidad de atacar las causas profundas de la acumulación de poder en los grupos criminales: la pobreza, la insalubridad, la marginación y la desintegración social y familiar en vastas zonas del país, la corrupción endémica que padecen las estructuras gubernamentales y el combate a la impunidad.
Hasta ahora, por desgracia, el gobierno federal ha hecho oídos sordos a tales señalamientos. Las consecuencias, exasperantes y trágicas para el país, están a la vista.
Kikka Roja
Ante el cuarto o quinto homicidio de un alto jefe policial en la capital en lo que va del año, y cuando suman más de cuatro centenares los efectivos oficiales –policías y militares– caídos en diversas partes de la República en el combate a la delincuencia en lo que va del sexenio, se hace evidente la extremada desprotección en la que operan los mandos de los cuerpos encargados de la seguridad pública. En esta condición no sólo inciden los elementos arriba apuntados –improvisación, desorientación, falta de autoridad–, sino también, y de manera inocultable, la infiltración de esas instituciones por parte de los estamentos delictivos. No podría explicarse de otra manera la facilidad con la que la criminalidad organizada ha dispuesto de información sobre las rutas, los sitios frecuentados y los dispositivos de seguridad de los jefes policiales abatidos.
La vulnerabilidad de tales funcionarios pone de manifiesto, a su vez, el absoluto desamparo en que se encuentra el común de la ciudadanía ante el embate de las organizaciones delictivas, y la plena incapacidad del gobierno federal para cumplir con la responsabilidad básica y elemental de la autoridad constituida: la protección de la vida, la integridad y los bienes de sus gobernados. Una pregunta obligada, en esta circunstancia, es de qué manera podrán esperar protección gubernamental los ciudadanos que acaten el llamado emitido por el Ejecutivo federal a denunciar a quienes infrinjan las leyes.
Con la mitad de los municipios del país controlados por el narcotráfico –según lo señaló antier el funcionario de la ONU Edgardo Buscaglia–, con un ritmo diario de 10 ejecuciones relacionadas con la delincuencia organizada, con la proliferación de decapitaciones y de levantones en el territorio nacional, resulta imposible creer las optimistas versiones oficiales que hablan de una victoria del gobierno en la guerra contra la criminalidad y que pretenden explicar la desbordada violencia en que se encuentra sumido el país como resultado de los pretendidos “avances” en la implantación del estado de derecho y de la seguridad pública. Si tales eran los propósitos en el arranque de la presidencia calderonista, lo ocurrido en sus primeros 19 meses debiera ser más que suficiente para demostrar lo contraproducente de las estrategias seguidas hasta ahora y para persuadir de que, en las condiciones actuales, el Estado simple y llanamente no puede ganarle la guerra a la criminalidad.
Diversas voces enteradas han señalado la improcedencia del ataque frontal –y, literalmente, militar– contra los poderosos estamentos delictivos si éste no va acompañado, al menos, de una depuración a fondo de las corporaciones policiales, de un verdadero trabajo de inteligencia, de una planeación adecuada y de un programa para combatir el lavado de dinero, medida esta última que podría ser mucho más eficaz para detener la violencia y que tendría un costo mucho menor en vidas que las acciones en curso. Asimismo, se ha señalado en múltiples ocasiones la necesidad de atacar las causas profundas de la acumulación de poder en los grupos criminales: la pobreza, la insalubridad, la marginación y la desintegración social y familiar en vastas zonas del país, la corrupción endémica que padecen las estructuras gubernamentales y el combate a la impunidad.
Hasta ahora, por desgracia, el gobierno federal ha hecho oídos sordos a tales señalamientos. Las consecuencias, exasperantes y trágicas para el país, están a la vista.
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