Gabriel Zaid
22 Feb. 09 DEL reforma.com
Abundan los funcionarios panistas y perredistas que no son especialmente competentes, ni especialmente empeñosos, ni especialmente honestos. Se dirá que sucede lo mismo en el PRI, y es verdad. La diferencia está en que el PRI no anuncia la honestidad como ventaja competitiva. Ni podría hacerlo, con su larga historia de corrupción.
Cuando el PAN y el PRD no eran gobierno sino oposición, tomaron como bandera contra el PRI la honestidad. Interpretaron correctamente que la sociedad estaba harta de gobiernos corruptos. El repudio fue tomando fuerza a medida que la población moderna aumentó. Durante décadas, la sociedad había aceptado la corrupción como un sistema de gobierno menos destructivo que la lucha armada entre los aspirantes al poder. El PRI desciende de los golpes militares contra Madero y Carranza; de la sangre que corrió en aquellos años en los cuales la vida no valía nada y la inseguridad era tan grande que disuadía de construir. México había caído en la barbarie que Hobbes describe como el estado de la sociedad sin Estado. En esa situación, no vale la pena sembrar, porque cosechar es improbable. Se vive en el temor de la muerte violenta por la "guerra de todos contra todos". La vida es "solitary, poor, nasty, brutish, and short" (Leviathan, XIII).
Hobbes consideraba preferible un Estado absoluto. De estar sujetos a innumerables asesinos, violadores, secuestradores, extorsionadores, que llegan una y otra vez a cobrar impuestos revolucionarios y arrasan lo que encuentran, es mejor que uno de ellos se imponga como soberano absoluto, dueño de vidas y haciendas. Y aceptarlo como súbditos, rogándole que nos perdone la vida, respete a nuestras mujeres y no nos cobre tantos impuestos. El presidente Calles fue un asesino que tuvo el talento de organizar a los otros en un Estado estable y lucrativo. Transformó la guerra de todos contra todos en un reparto pacífico del queso. Creó un mercado de la paz (comprada y vendida) y restauró la presidencia absoluta. Contra la autoridad no valía la ley ni la violencia, sino la buena voluntad negociable. Siempre se podía llegar a un arreglo. Los tercos que recurrían a la ley o a las armas eran aplastados, para dar ejemplo de que lo funcional era una sociedad peticionaria frente a un Estado concesionario. La corrupción como sistema fue un mal menor para la sociedad.
El sistema funcionó tan bien durante tanto tiempo que se volvió la normalidad, y hasta se perdió la conciencia de vivir en una simulación. Los mexicanos modernos se creían ciudadanos de un Estado de derecho, aunque eran súbditos de un Estado de chueco. México prosperaba sin problemas de gobernabilidad, y todo se explicaba por una extrema singularidad. El sistema político mexicano era tan original que no podía compararse con ningún otro del mundo: ni capitalista, ni comunista. La Revolución confirmaba que "como México, no hay dos". El sistema fue "tan sabio" (como antes se decía) que permitió la llegada pacífica de los universitarios al poder, y fue permitiendo cada vez más libertades (excepto las políticas). Como si fuera poco, fomentó la educación, la salud, la irrigación, la electricidad, las carreteras. La Revolución era una maravilla para el mundo entero, que se hacía de la vista gorda ante la corrupción, la falta de garantías y el poder impune que no rinde cuentas. No se podía exigir tanto a un país inferior.
Pero millones de mexicanos dejaron de aceptar los enjuagues como forma de gobierno, y los partidos trataron de capitalizar ese repudio. Hasta el PRI ganó aplausos con aquella bandera de la "renovación moral de la sociedad" (1982). Lo difícil fue pasar de las promesas al cumplimiento, sin perder gobernabilidad. Y ningún partido ha demostrado que puede gobernar sin enjuagues impublicables.
Hoy ya no existe la presidencia absoluta, pero sigue el sistema de la paz comprada. Los narcos, guerrilleros, líderes sindicales y líderes sociales recurren al pataleo amenazador: concédeme esto o aquello, porque, si no, te armo una que te obligue a rendirte o a bañar las calles de sangre.
Nadie se hace ilusiones sobre el PRI. Nadie cree, por ejemplo, que Peña enjuiciaría a Montiel por corrupción. Pero todavía hay quienes creen que un antiguo partido de oposición puede encabezar un gobierno honesto. Para que esa creencia se vuelva una gran ventaja electoral, tendría que confirmarse con acciones llamativas. Por ejemplo: que el gobierno de Calderón enjuiciara a Fox o el de Ebrard a López Obrador. O cuando menos que impusieran la regla de que un jefe renuncia cuando se enjuicia a un subordinado directo. No necesariamente por complicidad, sino por el mero hecho de ignorar que se apoyaba en un presunto delincuente.
kikka-roja.blogspot.com/
Cuando el PAN y el PRD no eran gobierno sino oposición, tomaron como bandera contra el PRI la honestidad. Interpretaron correctamente que la sociedad estaba harta de gobiernos corruptos. El repudio fue tomando fuerza a medida que la población moderna aumentó. Durante décadas, la sociedad había aceptado la corrupción como un sistema de gobierno menos destructivo que la lucha armada entre los aspirantes al poder. El PRI desciende de los golpes militares contra Madero y Carranza; de la sangre que corrió en aquellos años en los cuales la vida no valía nada y la inseguridad era tan grande que disuadía de construir. México había caído en la barbarie que Hobbes describe como el estado de la sociedad sin Estado. En esa situación, no vale la pena sembrar, porque cosechar es improbable. Se vive en el temor de la muerte violenta por la "guerra de todos contra todos". La vida es "solitary, poor, nasty, brutish, and short" (Leviathan, XIII).
Hobbes consideraba preferible un Estado absoluto. De estar sujetos a innumerables asesinos, violadores, secuestradores, extorsionadores, que llegan una y otra vez a cobrar impuestos revolucionarios y arrasan lo que encuentran, es mejor que uno de ellos se imponga como soberano absoluto, dueño de vidas y haciendas. Y aceptarlo como súbditos, rogándole que nos perdone la vida, respete a nuestras mujeres y no nos cobre tantos impuestos. El presidente Calles fue un asesino que tuvo el talento de organizar a los otros en un Estado estable y lucrativo. Transformó la guerra de todos contra todos en un reparto pacífico del queso. Creó un mercado de la paz (comprada y vendida) y restauró la presidencia absoluta. Contra la autoridad no valía la ley ni la violencia, sino la buena voluntad negociable. Siempre se podía llegar a un arreglo. Los tercos que recurrían a la ley o a las armas eran aplastados, para dar ejemplo de que lo funcional era una sociedad peticionaria frente a un Estado concesionario. La corrupción como sistema fue un mal menor para la sociedad.
El sistema funcionó tan bien durante tanto tiempo que se volvió la normalidad, y hasta se perdió la conciencia de vivir en una simulación. Los mexicanos modernos se creían ciudadanos de un Estado de derecho, aunque eran súbditos de un Estado de chueco. México prosperaba sin problemas de gobernabilidad, y todo se explicaba por una extrema singularidad. El sistema político mexicano era tan original que no podía compararse con ningún otro del mundo: ni capitalista, ni comunista. La Revolución confirmaba que "como México, no hay dos". El sistema fue "tan sabio" (como antes se decía) que permitió la llegada pacífica de los universitarios al poder, y fue permitiendo cada vez más libertades (excepto las políticas). Como si fuera poco, fomentó la educación, la salud, la irrigación, la electricidad, las carreteras. La Revolución era una maravilla para el mundo entero, que se hacía de la vista gorda ante la corrupción, la falta de garantías y el poder impune que no rinde cuentas. No se podía exigir tanto a un país inferior.
Pero millones de mexicanos dejaron de aceptar los enjuagues como forma de gobierno, y los partidos trataron de capitalizar ese repudio. Hasta el PRI ganó aplausos con aquella bandera de la "renovación moral de la sociedad" (1982). Lo difícil fue pasar de las promesas al cumplimiento, sin perder gobernabilidad. Y ningún partido ha demostrado que puede gobernar sin enjuagues impublicables.
Hoy ya no existe la presidencia absoluta, pero sigue el sistema de la paz comprada. Los narcos, guerrilleros, líderes sindicales y líderes sociales recurren al pataleo amenazador: concédeme esto o aquello, porque, si no, te armo una que te obligue a rendirte o a bañar las calles de sangre.
Nadie se hace ilusiones sobre el PRI. Nadie cree, por ejemplo, que Peña enjuiciaría a Montiel por corrupción. Pero todavía hay quienes creen que un antiguo partido de oposición puede encabezar un gobierno honesto. Para que esa creencia se vuelva una gran ventaja electoral, tendría que confirmarse con acciones llamativas. Por ejemplo: que el gobierno de Calderón enjuiciara a Fox o el de Ebrard a López Obrador. O cuando menos que impusieran la regla de que un jefe renuncia cuando se enjuicia a un subordinado directo. No necesariamente por complicidad, sino por el mero hecho de ignorar que se apoyaba en un presunto delincuente.
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