Juan Villoro
17 Abr. 09 reforma.com
Acabo de pasar dos semanas en Japón, país exótico en el que no se da propina. Desde mi llegada me advirtieron que estaba en un territorio donde la gente hace su trabajo sin recompensa adicional.
Fue así como me embarqué en una situación inédita: el síndrome de abstinencia ante la propina. Cada vez que alguien me hacía un favor, un reflejo atávico dirigía mi mano a la cartera. Aunque la transacción era imposible, mi mente especulaba cuántos yenes separarían al hombre justo del ostentoso.
Esto me llevó a repasar el trato que en México tenemos con el arte de dar óbolos. Como vivimos sumidos en desconfianzas y despechos, el que da mucho no siempre queda como generoso. Su magnanimidad puede ser vista como agresión: tiene tanto que se da el lujo de otorgar ese donativo. En otras palabras: la propina es una confesión que nos condena y un psicoanálisis que nos trauma. Nadie queda contento con lo que da ni con lo que recibe. El trámite ocurre en una obra de teatro donde todo es inverosímil. El mesero llega a la mesa como un lacayo dispuesto al sacrificio: "A sus órdenes, mi señor". Se trata, por supuesto, de una falsedad. Si le preguntas qué te recomienda, sugerirá lo más caro. La limosna no depende de la generosidad, sino del monto de la cuenta. En consecuencia, lo que el hombre de filipina desea es que te emborraches con algo carísimo. Sería estupendo poder recompensarlo por traerte agua como un rescatista de la Cruz Roja. Por desgracia, este gesto humanitario no sucede. Ante el sediento, el mesero ofrece Evian o Perrier, aguas caras que dan propina.
Otro problema proviene de nuestra esotérica relación entre el efectivo y el crédito. De pronto estás en un hotel de Poza Rica -situación dramática en sí misma- y alguien llama a tu puerta. Es el mesero que te atendió en la cena. Viene con cara de condenado y explica que el patrón no le da las propinas del voucher. Sólo reconoce el efectivo. Acto seguido, muestra un aparato para planchar de nuevo tu tarjeta, sin que incluyas la propina. Ha llegado hasta ahí con ese adminículo, pero sin cambio. Quedan dos opciones: o le das una propina desmedida o pasas a otro billete, que es raquítico. ¿Qué reputación debes dejar en Poza Rica? La vida te ha llevado a un problema que nunca pensaste tener. Tu esposa tampoco tiene cambio. Entonces recuerdas que ella nunca tiene cambio y cuando te presta tienes que ponerle gasolina. Piensas en el divorcio y tu cara se vuelve más amarga que la del mesero en pos de su propina.
Todas las ramas del turismo presuponen una recompensa adicional. Tal vez porque el crimen es ya incontrolable, los policías han decidido actuar como empleados turísticos. No me refiero al tradicional soborno, sino a los servicios que de vez en cuando ofrecen. Llegas a un estacionamiento y un hombre de uniforme te pregunta: "¿A quién visita?". Como se trata de un teatro del INBA, dices: "al licenciado Vania". Este ritual establece un pacto: el sitio es público, pero él te dejó pasar. "Yo le cuido la unidad", dice para refrendar el contrato social. Al salir, le das propina.
La mayoría de los servicios públicos dependen de la voluntaria subvención del ciudadano. Algunos son en verdad misteriosos. Mi favorito es el de los limpiadores de alcantarilla. Un hombre empuja una carretilla llena de lodo y dice que lo sacó de tu calle. ¿Es eso comprobable? Por supuesto que no. Mi amigo Carlitos Espronceda, que vive en Guadalajara, dedicó una mañana a seguir a un hombre con su carretela de lodo. Lo vio recolectar monedas en las casas sin abrir una sola alcantarilla. Al final de la jornada, el mendigo tiró el lodo en cualquier parte. Desde entonces, Carlitos se burla del fango, la pordiosería y el engaño en que vivimos los habitantes del Distrito Federal.
También hay variantes sentimentales de la mendicidad. En las inmediaciones del estadio Azul, abundan los jóvenes ataviados con la camiseta de la Máquina Celeste. Ponen cara de pasión por el deporte al preguntar: "¿Me completa mi boleto?". ¿Cómo no apoyar a los tuyos? Casi todos mis amigos son seguidores del Cruz Azul (en los años setenta, cuando el equipo ganaba, ellos era niños ambiciosos). Esto quiere decir que han depositado grandes propinas en las manos de los que jamás compran un boleto.
"Lo que define a México es la mano del Egipcio", me dijo hace poco mi amigo Fernando Espinosa. Seguramente, en las tumbas de los faraones, los hombres de mano tendida representan una función religiosa o por lo menos amable. Para nosotros representan el jeroglífico de los pedigüeños.
Maximiliano de Habsburgo se adaptó a México demasiado tarde: murió dando propinas. ¿Qué tanto me adapté yo a Japón? Poco antes de salir supe que si compras algo con valor de 10 mil yenes (por ejemplo, un melón) y tienes pasaporte extranjero, te hacen un descuento. Encontré el programa de Nintendo que me pidió mi hija, mostré mi pasaporte y ocurrió un doble acto de identidad: ser mexicano me concedió una rebaja. Sentí la felicidad patria de quien recibe su propina.
kikka-roja.blogspot.com/
Fue así como me embarqué en una situación inédita: el síndrome de abstinencia ante la propina. Cada vez que alguien me hacía un favor, un reflejo atávico dirigía mi mano a la cartera. Aunque la transacción era imposible, mi mente especulaba cuántos yenes separarían al hombre justo del ostentoso.
Esto me llevó a repasar el trato que en México tenemos con el arte de dar óbolos. Como vivimos sumidos en desconfianzas y despechos, el que da mucho no siempre queda como generoso. Su magnanimidad puede ser vista como agresión: tiene tanto que se da el lujo de otorgar ese donativo. En otras palabras: la propina es una confesión que nos condena y un psicoanálisis que nos trauma. Nadie queda contento con lo que da ni con lo que recibe. El trámite ocurre en una obra de teatro donde todo es inverosímil. El mesero llega a la mesa como un lacayo dispuesto al sacrificio: "A sus órdenes, mi señor". Se trata, por supuesto, de una falsedad. Si le preguntas qué te recomienda, sugerirá lo más caro. La limosna no depende de la generosidad, sino del monto de la cuenta. En consecuencia, lo que el hombre de filipina desea es que te emborraches con algo carísimo. Sería estupendo poder recompensarlo por traerte agua como un rescatista de la Cruz Roja. Por desgracia, este gesto humanitario no sucede. Ante el sediento, el mesero ofrece Evian o Perrier, aguas caras que dan propina.
Otro problema proviene de nuestra esotérica relación entre el efectivo y el crédito. De pronto estás en un hotel de Poza Rica -situación dramática en sí misma- y alguien llama a tu puerta. Es el mesero que te atendió en la cena. Viene con cara de condenado y explica que el patrón no le da las propinas del voucher. Sólo reconoce el efectivo. Acto seguido, muestra un aparato para planchar de nuevo tu tarjeta, sin que incluyas la propina. Ha llegado hasta ahí con ese adminículo, pero sin cambio. Quedan dos opciones: o le das una propina desmedida o pasas a otro billete, que es raquítico. ¿Qué reputación debes dejar en Poza Rica? La vida te ha llevado a un problema que nunca pensaste tener. Tu esposa tampoco tiene cambio. Entonces recuerdas que ella nunca tiene cambio y cuando te presta tienes que ponerle gasolina. Piensas en el divorcio y tu cara se vuelve más amarga que la del mesero en pos de su propina.
Todas las ramas del turismo presuponen una recompensa adicional. Tal vez porque el crimen es ya incontrolable, los policías han decidido actuar como empleados turísticos. No me refiero al tradicional soborno, sino a los servicios que de vez en cuando ofrecen. Llegas a un estacionamiento y un hombre de uniforme te pregunta: "¿A quién visita?". Como se trata de un teatro del INBA, dices: "al licenciado Vania". Este ritual establece un pacto: el sitio es público, pero él te dejó pasar. "Yo le cuido la unidad", dice para refrendar el contrato social. Al salir, le das propina.
La mayoría de los servicios públicos dependen de la voluntaria subvención del ciudadano. Algunos son en verdad misteriosos. Mi favorito es el de los limpiadores de alcantarilla. Un hombre empuja una carretilla llena de lodo y dice que lo sacó de tu calle. ¿Es eso comprobable? Por supuesto que no. Mi amigo Carlitos Espronceda, que vive en Guadalajara, dedicó una mañana a seguir a un hombre con su carretela de lodo. Lo vio recolectar monedas en las casas sin abrir una sola alcantarilla. Al final de la jornada, el mendigo tiró el lodo en cualquier parte. Desde entonces, Carlitos se burla del fango, la pordiosería y el engaño en que vivimos los habitantes del Distrito Federal.
También hay variantes sentimentales de la mendicidad. En las inmediaciones del estadio Azul, abundan los jóvenes ataviados con la camiseta de la Máquina Celeste. Ponen cara de pasión por el deporte al preguntar: "¿Me completa mi boleto?". ¿Cómo no apoyar a los tuyos? Casi todos mis amigos son seguidores del Cruz Azul (en los años setenta, cuando el equipo ganaba, ellos era niños ambiciosos). Esto quiere decir que han depositado grandes propinas en las manos de los que jamás compran un boleto.
"Lo que define a México es la mano del Egipcio", me dijo hace poco mi amigo Fernando Espinosa. Seguramente, en las tumbas de los faraones, los hombres de mano tendida representan una función religiosa o por lo menos amable. Para nosotros representan el jeroglífico de los pedigüeños.
Maximiliano de Habsburgo se adaptó a México demasiado tarde: murió dando propinas. ¿Qué tanto me adapté yo a Japón? Poco antes de salir supe que si compras algo con valor de 10 mil yenes (por ejemplo, un melón) y tienes pasaporte extranjero, te hacen un descuento. Encontré el programa de Nintendo que me pidió mi hija, mostré mi pasaporte y ocurrió un doble acto de identidad: ser mexicano me concedió una rebaja. Sentí la felicidad patria de quien recibe su propina.
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