La pregunta ha sido formulada en distintos países, entre los que se cuenta, por supuesto, el nuestro: ¿por qué el virus A/H1N1, que según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha infectado a 898 personas en el mundo, ha resultado letal únicamente en poco más de una veintena de los 506 mexicanos contagiados? La primera respuesta podría ser –dando por cierto que las autoridades nacionales actuaron con la celeridad que se requería– el factor sorpresa en el surgimiento de la epidemia.
Sin embargo, en días posteriores a la declaración de emergencia sanitaria del pasado 23 de abril, el sistema de salud pública nacional exhibió un patrón de ineficiencia: falta de capacidad en casi todos los ámbitos (diagnóstico oportuno, material de protección para el personal, seguimiento de contagios y laboratorios adecuados). Además, han salido a la luz pública relatos indignantes de apatía y soberbia médico-burocrática hacia algunos de los enfermos, así como cobros que podrán ser reglamentarios, pero que resultan absolutamente fuera de lugar en el contexto de una crisis de salud pública como la actual. Por otra parte, el Ejecutivo federal ha actuado sin conocer la importancia de la información precisa, puntual y transparente en circunstancias críticas, en una patente descoordinación con los gobiernos estatales, con una grave tendencia a las colisiones declarativas, entre sus propios funcionarios, y con una desoladora insensibilidad ante los impactos económicos de la epidemia en una población ya afectada por la crisis global y por los saldos del desastre de más de dos décadas de políticas económicas neoliberales.
Por fortuna, el A/H1N1 parece ser menos contagioso y mortífero de lo que se temió en un principio, pero de cualquier forma su surgimiento ha dejado al descubierto un sistema de salud pública devastado por el pensamiento privatizador dominante, por la corrupción inveterada, por la arrogancia de los gobernantes y por su desprecio a la población de ingresos insuficientes, que en México es la gran mayoría.
Ante la demolición deliberada de la estructura de bienestar social y de una política de salud pública dirigida al conjunto de los habitantes –y la adopción de esquemas de atención individuales y demagógicos, como el Seguro Popular–, el Estado no puede reaccionar con la precisión, la puntualidad ni la coordinación que se requiere en circunstancias actuales, y se vuelven inevitables los retrasos fatales en el diagnóstico y en la administración de tratamientos adecuados. A ello debe sumarse la insatisfactoria condición física de muchísimas personas, en un país en el que no se cumple el precepto constitucional de la salud como un derecho inalienable.
Si la mitad o la cuarta parte de los fondos destinados al rescate bancario –en el contexto del Fobaproa-IPAB, legalizado por los partidos Revolucionario Institucional y Acción Nacional– se hubiesen dedicado a remozar y construir clínicas y hospitales, a financiar a las instituciones de salud pública, a restablecer centros de investigación suprimidos por el salinato y a crear sistemas de monitoreo epidemiológico, la actual emergencia habría encontrado a México mucho mejor preparado, y es posible que –como ocurre ahora en las naciones ricas y hasta en algunas con subdesarrollo similar o peor que el nuestro– los infectados por el A/H1N1 habrían podido ser atendidos en forma oportuna y eficaz.
Las lecciones de la epidemia son inocultables. No sólo es necesario restructurar –vista su inoperancia– el sector salud público, sino que se requiere también, y con urgencia, emprender un inequívoco cambio de rumbo en materia económica, aplicar el principio harto conocido de que la principal riqueza de un país reside en su población, y que es en ella y en la elevación general de su nivel de vida, por tanto, donde deben realizarse las principales y más significativas inversiones, y no en subsidiar al capital especulador ni a los poderes fácticos, ni en financiar gastos corrientes desproporcionados y ofensivos. De otro modo, la próxima epidemia –es un hecho que ocurrirá, aunque nadie sepa en qué momento– podría ser devastadora.
kikka-roja.blogspot.com/
Sin embargo, en días posteriores a la declaración de emergencia sanitaria del pasado 23 de abril, el sistema de salud pública nacional exhibió un patrón de ineficiencia: falta de capacidad en casi todos los ámbitos (diagnóstico oportuno, material de protección para el personal, seguimiento de contagios y laboratorios adecuados). Además, han salido a la luz pública relatos indignantes de apatía y soberbia médico-burocrática hacia algunos de los enfermos, así como cobros que podrán ser reglamentarios, pero que resultan absolutamente fuera de lugar en el contexto de una crisis de salud pública como la actual. Por otra parte, el Ejecutivo federal ha actuado sin conocer la importancia de la información precisa, puntual y transparente en circunstancias críticas, en una patente descoordinación con los gobiernos estatales, con una grave tendencia a las colisiones declarativas, entre sus propios funcionarios, y con una desoladora insensibilidad ante los impactos económicos de la epidemia en una población ya afectada por la crisis global y por los saldos del desastre de más de dos décadas de políticas económicas neoliberales.
Por fortuna, el A/H1N1 parece ser menos contagioso y mortífero de lo que se temió en un principio, pero de cualquier forma su surgimiento ha dejado al descubierto un sistema de salud pública devastado por el pensamiento privatizador dominante, por la corrupción inveterada, por la arrogancia de los gobernantes y por su desprecio a la población de ingresos insuficientes, que en México es la gran mayoría.
Ante la demolición deliberada de la estructura de bienestar social y de una política de salud pública dirigida al conjunto de los habitantes –y la adopción de esquemas de atención individuales y demagógicos, como el Seguro Popular–, el Estado no puede reaccionar con la precisión, la puntualidad ni la coordinación que se requiere en circunstancias actuales, y se vuelven inevitables los retrasos fatales en el diagnóstico y en la administración de tratamientos adecuados. A ello debe sumarse la insatisfactoria condición física de muchísimas personas, en un país en el que no se cumple el precepto constitucional de la salud como un derecho inalienable.
Si la mitad o la cuarta parte de los fondos destinados al rescate bancario –en el contexto del Fobaproa-IPAB, legalizado por los partidos Revolucionario Institucional y Acción Nacional– se hubiesen dedicado a remozar y construir clínicas y hospitales, a financiar a las instituciones de salud pública, a restablecer centros de investigación suprimidos por el salinato y a crear sistemas de monitoreo epidemiológico, la actual emergencia habría encontrado a México mucho mejor preparado, y es posible que –como ocurre ahora en las naciones ricas y hasta en algunas con subdesarrollo similar o peor que el nuestro– los infectados por el A/H1N1 habrían podido ser atendidos en forma oportuna y eficaz.
Las lecciones de la epidemia son inocultables. No sólo es necesario restructurar –vista su inoperancia– el sector salud público, sino que se requiere también, y con urgencia, emprender un inequívoco cambio de rumbo en materia económica, aplicar el principio harto conocido de que la principal riqueza de un país reside en su población, y que es en ella y en la elevación general de su nivel de vida, por tanto, donde deben realizarse las principales y más significativas inversiones, y no en subsidiar al capital especulador ni a los poderes fácticos, ni en financiar gastos corrientes desproporcionados y ofensivos. De otro modo, la próxima epidemia –es un hecho que ocurrirá, aunque nadie sepa en qué momento– podría ser devastadora.
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