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martes, 3 de enero de 2012

José Antonio Crespo: Sicología del poder

José Antonio Crespo: Sicología del poder
eluniversalmas.com.mx

Politólogos, analistas políticos y periodistas debiéramos estar más atentos a lo que la sicología política tiene que decir sobre el acontecer público, las decisiones que toman los políticos. La ciencia política y la economía están dominadas por enfoques que destacan el aspecto racional de tales decisiones, sin tomar en cuenta los elementos irracionales, producto de nuestras enfermedades, traumas y complejos sicológicos, y que suelen jugar una parte sustancial en conductas y decisiones públicas (no sólo privadas).

La sicología política podría muy bien ofrecer explicaciones alternativas a las decisiones que toman políticos, gobernantes y legisladores a partir de sus componentes irracionales, patológicos, incluso inconscientes. Pero resulta aventurado explicar conductas o decisiones de los actuales gobernantes a partir de sus patologías sicológicas; se requeriría de algún fundamento para ello, que difícilmente puede estar al alcance de cualquiera, por muy buen analista que sea. Si acaso, serían sus sicoterapeutas los más calificados para explicar tales o cuales conductas de sus pacientes, pero faltarían al principio profesional de confidencialidad. A veces escriben libros al respecto después de la gestión pública de sus pacientes, o cuando han muerto, pero no antes.


Lo que sí es posible hacer es reflexionar sobre los móviles generales de la gente, ciudadanos o políticos (pues los políticos son ciudadanos con poder formal o aspiraciones a conseguirlo) para buscar y ejercer poder, para explicar su uso y abuso. Dicen siquiatras, filósofos y politólogos que la búsqueda del poder, en primer lugar, no se limita a quienes lo ejercen desde el Estado o posiciones formales. Muchos otros gozan de poder informal, a veces mayor que el poder formal (los famosos poderes fácticos); prelados de diversos cultos, grandes empresarios, líderes sindicales o escritores prestigiados pueden llegar a tener una influencia enorme, frecuentemente capaz de imponerse sobre el poder formal. Pero existe también poder en las demás esferas de la sociedad, aunque sea pequeño y limitado. Burócratas, policías, maestros y padres de familia tienen cierto poder, que no siempre ejercen de manera desinteresada.

Se ha dicho que el poder corrompe, si bien algunos filósofos y sicólogos heterodoxos dicen que la corrupción (o su propensión) ya existe en quienes ocupan tales posiciones. Pero no es sino hasta entonces que pueden desplegar dicha corrupción y obtener privilegios (como enriquecerse ilícitamente, adquirir aires de superioridad, ser adulados por sus subordinados, cobrar notoriedad pública o humillar a rivales y enemigos). Tales deseos existen en casi todas las personas, al margen de su posición social o profesión. Responde, dicen, al vacío interior que prácticamente tenemos todos; el escaso control que ejercemos sobre nosotros mismos es compensado con poder sobre los demás. Y de ahí también la tendencia a abusar del poder, independientemente de su tamaño; poco poder también puede ser utilizado abusivamente. Un marido abusa de su mujer, golpeándola; un policía de crucero o un burócrata de barandilla abusan de su pequeña autoridad, extorsionando al ciudadano o humillándolo (lo que los hace sentir, así sea por un momento, superior, y amainar de esa forma la enorme sensación de inferioridad que la sociedad les ha generado). Un maestro o sacerdote puede abusar de sus alumnos y feligreses —y no me refiero sólo a la pederastia— inculcándoles falsos valores y principios no necesariamente sanos; los padres suelen abusar de sus hijos, totalmente indefensos, a partir de regaños injustos, golpes, amenazas, infundiéndoles temor y haciéndolos sentir inferiores. Todo ello quizá con la mejor de las intenciones, pero con probados efectos dañinos.

El poder genera una efímera sensación de superioridad. De ahí la imperiosa necesidad, a veces compulsión, de conseguirlo a cualquier nivel posible, en cualquier ocupación, en toda situación social. Se trata en realidad de una droga potente: distorsiona el sentido de realidad, provoca alteraciones de personalidad y produce adicción. El poder es, en efecto, una droga adictiva que no se combate por ningún medio. Lo más que puede hacerse (en bien de la sociedad) es limitarlo institucionalmente, y castigar sistemáticamente su abuso. Cosa que ni de lejos ocurre en este país.
 kikka-roja.blogspot.com/

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