editorial
Con el telón de fondo de la conmemoración del Día del Trabajo, miles de integrantes de organizaciones sindicales, campesinas y populares del país se congregaron ayer en el Zócalo de la ciudad de México y coincidieron en la necesidad de defender la soberanía sobre los recursos energéticos de la nación y de emprender acciones de rechazo contra cualquier intento de privatizar el petróleo. Quedó de manifiesto que entre los asalariados del país se mantiene sólido y claro el rechazo a la iniciativa presentada por el Ejecutivo federal el pasado 8 de abril, que pretende privatizar importantes segmentos de la industria petrolera nacional, así sea sin tocar el artículo 27 constitucional y por medio de una ley reglamentaria.
Por su parte, Felipe Calderón reiteró ayer mismo un llamado a “privilegiar la unidad y el fortalecimiento de nuestra vida en paz, y no sembrar y exacerbar el encono y la división entre los mexicanos, que debilite al país”.
En otra circunstancia, el exhorto sería positivo y plausible, pero en la coyuntura actual pone de relieve la contradicción gubernamental entre palabras de concordia y acciones que, lejos de promover la unidad nacional en torno a temas básicos, causan división y atizan la fractura que dejó en la sociedad mexicana el proceso electoral de 2006.
En efecto, si algo ha contribuido a sembrar confusión e incertidumbre, y a “exacerbar el encono y la división”, ha sido precisamente el discurso inconsecuente, la actitud equívoca y el sistemático intento de engaño por parte de la actual administración en torno al tema del petróleo. Ello ha quedado claro en distintos momentos: primero, con las aseveraciones presidenciales de que para mejorar la situación de Petróleos Mexicanos (Pemex) había tres opciones –dejarla como está, destinarle más recursos del presupuesto, y ver qué han hecho otras empresas públicas en el mundo–; posteriormente, con el promocional mendaz del “tesoro de las aguas profundas”; luego, con el “diagnóstico” alarmista presentado por la dirección de la paraestatal y la Secretaría de Energía, que no es más que un catálogo de las dolencias del organismo y que no repara en las causas de éstas; después, con la manera tramposa en que fue presentada la iniciativa de reforma petrolera –sobre la cual, horas antes de ser enviada al Senado, el propio Calderón había afirmado no tener “ni idea”– y, finalmente, con los asertos respecto del contenido de la misma, pues mientras el político michoacano afirmaba en cadena nacional que “Pemex no se privatiza”, entregaba una iniciativa que plantea la entrega de la refinación y el manejo de los oleoductos a la iniciativa privada y propone crear condiciones discrecionales de cooperación con industrias extranjeras, con lo que se abre la posibilidad de entregar reservas petroleras a intereses corporativos foráneos.
En conjunto, todos esos elementos han despertado el repudio de un sector amplio y creciente de la ciudadanía, al cual se sumó ayer la toma de posición de diversos organismos sindicales. Por lo demás, son sobradas y de peso las razones para ese rechazo: sin plena soberanía sobre sus energéticos, el país no tiene futuro –debe recordarse que 40 centavos de cada peso del gasto público provienen del petróleo—, y quedaría a merced de los intereses depredadores de las compañías trasnacionales.
Ante este panorama, es necesario insistir en que Pemex no necesita inversión privada: bastaría con frenar el saqueo fiscal que la paraestatal sufre desde décadas atrás y hacer una limpia en las oficinas de la empresa y, en general, en las de la administración pública, así como acabar con las desmesuradas entregas de dinero que se realizan, sin ningún control, a la cúpula sindical del organismo. Al mismo tiempo, sería de gran ayuda un verdadero espíritu de austeridad en el gobierno federal a fin de liberar recursos para atender la grave problemática social del país, y avanzar en una reforma fiscal que cobre impuestos en forma justa a las grandes empresas y a los dueños de las grandes fortunas. En suma, es necesario que, al menos por una vez, el gobierno federal demuestre voluntad para escuchar las demandas de la ciudadanía, privilegie el sentido de país y los intereses nacionales, y se dedique a fortalecer efectivamente la industria del petróleo y a combatir la corrupción imperante en el sector público. Si se actuara en ese sentido, los llamados a la unidad y a la concordia serían innecesarios, porque la gran mayoría de la población estaría de acuerdo con tales medidas.
Por su parte, Felipe Calderón reiteró ayer mismo un llamado a “privilegiar la unidad y el fortalecimiento de nuestra vida en paz, y no sembrar y exacerbar el encono y la división entre los mexicanos, que debilite al país”.
En otra circunstancia, el exhorto sería positivo y plausible, pero en la coyuntura actual pone de relieve la contradicción gubernamental entre palabras de concordia y acciones que, lejos de promover la unidad nacional en torno a temas básicos, causan división y atizan la fractura que dejó en la sociedad mexicana el proceso electoral de 2006.
En efecto, si algo ha contribuido a sembrar confusión e incertidumbre, y a “exacerbar el encono y la división”, ha sido precisamente el discurso inconsecuente, la actitud equívoca y el sistemático intento de engaño por parte de la actual administración en torno al tema del petróleo. Ello ha quedado claro en distintos momentos: primero, con las aseveraciones presidenciales de que para mejorar la situación de Petróleos Mexicanos (Pemex) había tres opciones –dejarla como está, destinarle más recursos del presupuesto, y ver qué han hecho otras empresas públicas en el mundo–; posteriormente, con el promocional mendaz del “tesoro de las aguas profundas”; luego, con el “diagnóstico” alarmista presentado por la dirección de la paraestatal y la Secretaría de Energía, que no es más que un catálogo de las dolencias del organismo y que no repara en las causas de éstas; después, con la manera tramposa en que fue presentada la iniciativa de reforma petrolera –sobre la cual, horas antes de ser enviada al Senado, el propio Calderón había afirmado no tener “ni idea”– y, finalmente, con los asertos respecto del contenido de la misma, pues mientras el político michoacano afirmaba en cadena nacional que “Pemex no se privatiza”, entregaba una iniciativa que plantea la entrega de la refinación y el manejo de los oleoductos a la iniciativa privada y propone crear condiciones discrecionales de cooperación con industrias extranjeras, con lo que se abre la posibilidad de entregar reservas petroleras a intereses corporativos foráneos.
En conjunto, todos esos elementos han despertado el repudio de un sector amplio y creciente de la ciudadanía, al cual se sumó ayer la toma de posición de diversos organismos sindicales. Por lo demás, son sobradas y de peso las razones para ese rechazo: sin plena soberanía sobre sus energéticos, el país no tiene futuro –debe recordarse que 40 centavos de cada peso del gasto público provienen del petróleo—, y quedaría a merced de los intereses depredadores de las compañías trasnacionales.
Ante este panorama, es necesario insistir en que Pemex no necesita inversión privada: bastaría con frenar el saqueo fiscal que la paraestatal sufre desde décadas atrás y hacer una limpia en las oficinas de la empresa y, en general, en las de la administración pública, así como acabar con las desmesuradas entregas de dinero que se realizan, sin ningún control, a la cúpula sindical del organismo. Al mismo tiempo, sería de gran ayuda un verdadero espíritu de austeridad en el gobierno federal a fin de liberar recursos para atender la grave problemática social del país, y avanzar en una reforma fiscal que cobre impuestos en forma justa a las grandes empresas y a los dueños de las grandes fortunas. En suma, es necesario que, al menos por una vez, el gobierno federal demuestre voluntad para escuchar las demandas de la ciudadanía, privilegie el sentido de país y los intereses nacionales, y se dedique a fortalecer efectivamente la industria del petróleo y a combatir la corrupción imperante en el sector público. Si se actuara en ese sentido, los llamados a la unidad y a la concordia serían innecesarios, porque la gran mayoría de la población estaría de acuerdo con tales medidas.
Kikka Roja