La CIA en México o a propósito del nacionalismo
"Una clase política con discurso"E-mail Lorenzo Meyer AGENDA CIUDADANA
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Al Final (Casi) Todo se Sabe. Como una parte de la clase política mexicana no es dada a leer trabajos de investigación histórica –Vicente Fox es el caso extremo-, es posible que no hayan tenido conciencia que tarde o temprano saldrían a la luz sus tratos y acuerdos secretos. Por lo que hace a las relaciones ocultas de nuestros presidentes con Estados Unidos, hace tiempo que un antiguo agente de la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos –la famosa CIA- con experiencia en América Latina, Philip Agee, publicó un libro –Inside the Company: CIA Diary, (Penguin Books, 1975)- en donde reveló la existencia de la “Operación LITEMPO” cuya razón de ser era la institucionalización de una estrecha y sistemática relación entre el jefe de estación de la CIA en México con varios presidentes -Adolfo López Mateos, (ALM), Gustavo Díaz Ordaz (GDO) y Luis Echeverría Álvarez (LEA)- y otros políticos mexicanos. Sin embargo, ahora podemos tener una visión más completa y documentada –aunque también parcial e incluso exagerada- de la naturaleza de esa relación… y del doble discurso de los responsables de la conducción de nuestra política: buenos manipuladores del discurso nacionalista y de autodeterminación, pero en sigilo manipulados y manipuladores de la relación con los intereses de la potencia hegemónica.
Nuestro Hombre en México. Con la publicación del libro de Jefferson Morley, Our Man in Mexico. Winston Scott and the Hidden History of the CIA (“Nuestro hombre en México: Winston Scott y la historia escondida de la CIA”, [Lawrence, Ka.: University Press of Kansas, 2008]) se ahonda en el conocimiento de la red de intereses entre la Presidencia mexicana y los servicios de Inteligencia e intereses norteamericanos, para darse apoyo mutuo, incluso violando el marco legal cuando lo consideraban conveniente.
El libro hace evidente la hipocresía de una clase política, actitud que quedó simbolizada en esa reacción pública de un descompuesto Luis Echeverría, que en marzo de 1975, en la UNAM, pretendió descalificar a los estudiantes que le abucheaban (y apedrearon) con un “¡jóvenes manipulados por la CIA!”. Ahora es claro que si alguien fue manipulado por la CIA, por años y con pleno conocimiento y consentimiento, fue precisamente Echeverría.
ALM y Cuba. Morley centra su investigación en Winston Scott, -un doctor en matemáticas transformado en agente de los servicios de Inteligencia norteamericano con una claro gusto por las mujeres, la intriga y la buena vida- desde la Europa de la II Guerra hasta su puesto como jefe de estación de la CIA en México a partir de 1957. Algunas de las afirmaciones de Morley –y también de Agee- hay que tomarlas con varios granos de sal, pero según el biógrafo, Scott, como jefe de la CIA en México por casi trece años, llegó a acumular más poder que los embajadores norteamericanos de la época al punto que él fue el verdadero “procónsul norteamericano”.
Como sea, la relación entre Scott –oficialmente un mero primer secretario de Embajada- y ALM creó un patrón que perduraría. Morley llegó a México con un único objetivo, el propio de su jefe y de su agencia: combatir el comunismo en México vigilando y actuando contra la izquierda local y los agentes del bloque soviético que operaban en nuestro país. Para tal propósito vino “armado de amistad, tecnología y dinero”. De entrada hay que dejar de lado la amistad –en la labor de ningún servicio de Inteligencia cabe ese concepto- y centrarse en los dos restantes. Morley, como Agee, sostienen que los presidentes de México de la época fueron agentes pagados de la CIA. Es muy difícil aceptar que Scott hubiera podido reclutar a ALM o GDO como agentes pagados; está fuera de lo normal suponer que ALM o GDO efectivamente recibieran una mensualidad de la CIA o que demandaran de la agencia de espionaje automóviles para sus amantes. Lo que, en cambio sí es posible, es que esas cantidades fueran efectivamente desembolsadas por la agencia norteamericana y que alguien más -¿el propio Scott?- se haya quedado con ellas, pues en el México de la época y por la naturaleza del sistema político, los presidentes podían disponer a voluntad de millones de dólares anuales de su “partida secreta” o podían -¿pueden?- demandar millones de dólares de sus empresarios favoritos, como efectivamente lo hizo Carlos Salinas a nombre del PRI en la famosa cena en casa de Ortiz Mena, supuestamente para apoyar al PRI en las elecciones de 1994.
Lo realmente importantes es, según esta obra y en primer lugar, que ALM sabía perfectamente el puesto que tenía Scott, que aceptó que reclutara a funcionarios para servir a la CIA –a su secretario de Gobernación, a Fernando Gutiérrez Barrios, a Miguel Nazar Haro, etc.-, que cada domingo el presidente admitiera a desayunar a Scott, que enviara un mensaje político al aceptar ser su testigo de boda en diciembre de 1962 o que diera su consentimiento para que la agencia norteamericana estableciera un sofisticado sistema de espionaje telefónico de las embajadas de los países socialistas a cambio de que también se espiara a ciertos ciudadanos mexicanos, como el ex presidente Lázaro Cárdenas. Morley considera que al final del Gobierno de ALM, Scott “se había echado a la bolsa a la clase gobernante mexicana”.
En materia de política internacional, y siempre según el autor de la obra, Scott y la estación mexicana de la CIA jugaron un papel en la frustrada invasión de Cuba en 1961 (“Operación Zapata”). Por un tiempo, grupos de anticastristas cubanos que preparaban la invasión operaron desde México con el conocimiento del presidente y de su secretario de Gobernación –desde entonces GDO aparece como agente pagado de la CIA-, haciendo una farsa del principio de no-intervención de un país en los asuntos internos de otro, principio supuestamente toral de la política exterior mexicana. Sólo cuando ALM le dijo directamente al jefe de la CIA, Allen Dulles, que un compromiso mexicano más directo y evidente contra el castrismo le crearía problemas a su Gobierno, la colaboración mexicana con Estados Unidos en este campo encontró un límite relativo, límite que se extendió con relatividad al financiamiento de la CIA a grupos católicos y de derecha mexicanos.
GDO. Morle dedica mucho espacio a las visitas del asesino del presidente John F. Kennedy, Lee Harvey Oswald, a la Ciudad de México y, sobre todo, al muy ambiguo papel desempeñado por los agentes de Inteligencia americanos en nuestro país en ese episodio. Sin embargo, aunque el affaire Oswald fue un asunto básicamente norteamericano, también condujo al arresto e interrogatorio bajo tortura de una ciudadana mexicana que trabajaba en la Embajada cubana: Sylvia Durán. El incidente, con todos sus aspectos de ilegalidad, involucró directamente a ALM, GDO, LEA y Gutiérrez Barrios en un antecedente de la actual “maquila” que Estados Unidos hace con policías de otros países para que se arreste e interrogue “severamente” a sospechosos de colaborar con Al Qaeda y el terrorismo.
Con GDO en la Presidencia, Moret, con evidente exageración, califica a Scott como “el segundo hombre más poderoso de México” después del presidente. Su oficina disponía de 50 millones de dólares al año y supuestamente tenía, como agentes pagados, a 15 funcionarios del Gobierno mexicano. A Scott le pasaba un reporte diario a GDO sobre “los enemigos de la nación” y a cambio lograba acceso. Y aquí, Morley elabora una hipótesis interesante: por estar tan inmerso en los círculos del poder mexicanos, el “súper agente” de la CIA, y justo como le sucedió a la alta clase política mexicana en general, se apartó del país real y los sucesos de 1968 lo tomaron por sorpresa. Y cuando la protesta estudiantil se transformó en un movimiento social, Scott no supo interpretar el hecho al punto que mejor la Embajada, la Casa Blanca o el Directorio de Inteligencia de la CIA en Virginia, tuvieran mejor sentido de las cosas que Scott, que llevaba más de un decenio viviendo en la Ciudad de México. Y es que GDO y los agentes de la CIA dentro del Gobierno mexicano le dieron al espía una versión muy interesada –la conspiración comunista- y no una realista. Morley concluye: “el titiritero se convirtió en títere”.
La Lección. Ya Sergio Aguayo en El panteón de los mitos (1998) había señalado la falsedad del discurso nacionalista de la élite política del “nacionalismo revolucionario”: autodeterminada en el discurso, pero penetrada y sumisa en la realidad. El libro sobre Scott simplemente reafirma lo anterior y abre una interrogante: ¿si eso ocurrió en la época del PRI “nacionalista” cómo será hoy, en el México del ASPAN y la Iniciativa Mérida?
Nuestro Hombre en México. Con la publicación del libro de Jefferson Morley, Our Man in Mexico. Winston Scott and the Hidden History of the CIA (“Nuestro hombre en México: Winston Scott y la historia escondida de la CIA”, [Lawrence, Ka.: University Press of Kansas, 2008]) se ahonda en el conocimiento de la red de intereses entre la Presidencia mexicana y los servicios de Inteligencia e intereses norteamericanos, para darse apoyo mutuo, incluso violando el marco legal cuando lo consideraban conveniente.
El libro hace evidente la hipocresía de una clase política, actitud que quedó simbolizada en esa reacción pública de un descompuesto Luis Echeverría, que en marzo de 1975, en la UNAM, pretendió descalificar a los estudiantes que le abucheaban (y apedrearon) con un “¡jóvenes manipulados por la CIA!”. Ahora es claro que si alguien fue manipulado por la CIA, por años y con pleno conocimiento y consentimiento, fue precisamente Echeverría.
ALM y Cuba. Morley centra su investigación en Winston Scott, -un doctor en matemáticas transformado en agente de los servicios de Inteligencia norteamericano con una claro gusto por las mujeres, la intriga y la buena vida- desde la Europa de la II Guerra hasta su puesto como jefe de estación de la CIA en México a partir de 1957. Algunas de las afirmaciones de Morley –y también de Agee- hay que tomarlas con varios granos de sal, pero según el biógrafo, Scott, como jefe de la CIA en México por casi trece años, llegó a acumular más poder que los embajadores norteamericanos de la época al punto que él fue el verdadero “procónsul norteamericano”.
Como sea, la relación entre Scott –oficialmente un mero primer secretario de Embajada- y ALM creó un patrón que perduraría. Morley llegó a México con un único objetivo, el propio de su jefe y de su agencia: combatir el comunismo en México vigilando y actuando contra la izquierda local y los agentes del bloque soviético que operaban en nuestro país. Para tal propósito vino “armado de amistad, tecnología y dinero”. De entrada hay que dejar de lado la amistad –en la labor de ningún servicio de Inteligencia cabe ese concepto- y centrarse en los dos restantes. Morley, como Agee, sostienen que los presidentes de México de la época fueron agentes pagados de la CIA. Es muy difícil aceptar que Scott hubiera podido reclutar a ALM o GDO como agentes pagados; está fuera de lo normal suponer que ALM o GDO efectivamente recibieran una mensualidad de la CIA o que demandaran de la agencia de espionaje automóviles para sus amantes. Lo que, en cambio sí es posible, es que esas cantidades fueran efectivamente desembolsadas por la agencia norteamericana y que alguien más -¿el propio Scott?- se haya quedado con ellas, pues en el México de la época y por la naturaleza del sistema político, los presidentes podían disponer a voluntad de millones de dólares anuales de su “partida secreta” o podían -¿pueden?- demandar millones de dólares de sus empresarios favoritos, como efectivamente lo hizo Carlos Salinas a nombre del PRI en la famosa cena en casa de Ortiz Mena, supuestamente para apoyar al PRI en las elecciones de 1994.
Lo realmente importantes es, según esta obra y en primer lugar, que ALM sabía perfectamente el puesto que tenía Scott, que aceptó que reclutara a funcionarios para servir a la CIA –a su secretario de Gobernación, a Fernando Gutiérrez Barrios, a Miguel Nazar Haro, etc.-, que cada domingo el presidente admitiera a desayunar a Scott, que enviara un mensaje político al aceptar ser su testigo de boda en diciembre de 1962 o que diera su consentimiento para que la agencia norteamericana estableciera un sofisticado sistema de espionaje telefónico de las embajadas de los países socialistas a cambio de que también se espiara a ciertos ciudadanos mexicanos, como el ex presidente Lázaro Cárdenas. Morley considera que al final del Gobierno de ALM, Scott “se había echado a la bolsa a la clase gobernante mexicana”.
En materia de política internacional, y siempre según el autor de la obra, Scott y la estación mexicana de la CIA jugaron un papel en la frustrada invasión de Cuba en 1961 (“Operación Zapata”). Por un tiempo, grupos de anticastristas cubanos que preparaban la invasión operaron desde México con el conocimiento del presidente y de su secretario de Gobernación –desde entonces GDO aparece como agente pagado de la CIA-, haciendo una farsa del principio de no-intervención de un país en los asuntos internos de otro, principio supuestamente toral de la política exterior mexicana. Sólo cuando ALM le dijo directamente al jefe de la CIA, Allen Dulles, que un compromiso mexicano más directo y evidente contra el castrismo le crearía problemas a su Gobierno, la colaboración mexicana con Estados Unidos en este campo encontró un límite relativo, límite que se extendió con relatividad al financiamiento de la CIA a grupos católicos y de derecha mexicanos.
GDO. Morle dedica mucho espacio a las visitas del asesino del presidente John F. Kennedy, Lee Harvey Oswald, a la Ciudad de México y, sobre todo, al muy ambiguo papel desempeñado por los agentes de Inteligencia americanos en nuestro país en ese episodio. Sin embargo, aunque el affaire Oswald fue un asunto básicamente norteamericano, también condujo al arresto e interrogatorio bajo tortura de una ciudadana mexicana que trabajaba en la Embajada cubana: Sylvia Durán. El incidente, con todos sus aspectos de ilegalidad, involucró directamente a ALM, GDO, LEA y Gutiérrez Barrios en un antecedente de la actual “maquila” que Estados Unidos hace con policías de otros países para que se arreste e interrogue “severamente” a sospechosos de colaborar con Al Qaeda y el terrorismo.
Con GDO en la Presidencia, Moret, con evidente exageración, califica a Scott como “el segundo hombre más poderoso de México” después del presidente. Su oficina disponía de 50 millones de dólares al año y supuestamente tenía, como agentes pagados, a 15 funcionarios del Gobierno mexicano. A Scott le pasaba un reporte diario a GDO sobre “los enemigos de la nación” y a cambio lograba acceso. Y aquí, Morley elabora una hipótesis interesante: por estar tan inmerso en los círculos del poder mexicanos, el “súper agente” de la CIA, y justo como le sucedió a la alta clase política mexicana en general, se apartó del país real y los sucesos de 1968 lo tomaron por sorpresa. Y cuando la protesta estudiantil se transformó en un movimiento social, Scott no supo interpretar el hecho al punto que mejor la Embajada, la Casa Blanca o el Directorio de Inteligencia de la CIA en Virginia, tuvieran mejor sentido de las cosas que Scott, que llevaba más de un decenio viviendo en la Ciudad de México. Y es que GDO y los agentes de la CIA dentro del Gobierno mexicano le dieron al espía una versión muy interesada –la conspiración comunista- y no una realista. Morley concluye: “el titiritero se convirtió en títere”.
La Lección. Ya Sergio Aguayo en El panteón de los mitos (1998) había señalado la falsedad del discurso nacionalista de la élite política del “nacionalismo revolucionario”: autodeterminada en el discurso, pero penetrada y sumisa en la realidad. El libro sobre Scott simplemente reafirma lo anterior y abre una interrogante: ¿si eso ocurrió en la época del PRI “nacionalista” cómo será hoy, en el México del ASPAN y la Iniciativa Mérida?
Kikka Roja