Horizonte político
José A. Crespo
Fox: de la popularidad a la ignominia
Cuesta trabajo aceptar que en sólo menos de nueve años hayamos pasado (en 2000) de un intenso entusiasmo político a un estado de profundo desánimo, que mina nuestras instituciones y envenena las esperanzas. Más difícil debe ser para Vicente Fox entender cómo es que, en tan poco tiempo, pasó de ser el héroe de la democracia a un personaje vilipendiado y menospreciado por tirios y troyanos. Probablemente no entiende por qué declarar que encargó Los Pinos a alguien durante todo el sexenio provoca esta mezcla de profunda irritación, repulsa general y desdeñosa burla. Y aun si lo entendiera —cosa poco probable— no dejaría de sorprenderle (aunque de comprenderlo, simple y llanamente no lo hubiera declarado). Y que se entere de la indignada reacción pública a su palabrería, y de la mala imagen que ahora se tiene de él, es harto probable, pues aunque no lea la prensa, difícilmente podrá eludir los comentarios y opiniones vertidos en los medios electrónicos de comunicación (con todo e interrupciones para los spots electorales).
Parte de la explicación se encuentra en la naturaleza veleidosa de la opinión pública. Cuando Agustín de Iturbide fue coronado emperador, encarnando un genuino entusiasmo nacional, pleno de esperanza y buenos augurios, fue llamado “Padre de la Patria”, “Héroe invictísimo”, “Antorcha luminosa de Anáhuac”, “Ángel tutelar del Imperio” y “Estupor del universo”, entre otras alabanzas. No pasó mucho tiempo antes de que su soberbia provocara su derrocamiento. Entonces se le endilgaron graves oprobios: “Calígula”, “traidor” e incluso “caníbal” (gusto poco probable en el emperador destronado, pese a que nuestros antepasados prehispánicos lo practicaran con singular entusiasmo, a menos que se refiriesen al canibalismo político, en cuyo caso no sería sólo atributo de él, sino de prácticamente toda nuestra clase política de entonces para acá). Ante ese dramático y seguramente desconcertantes cambio de ánimo nacional, y poco antes de morir fusilado, don Agustín expresó su esperanza de que la historia lo tratara de manera más amable: “Los hombres no son justos con los contemporáneos; es preciso apelar al tribunal de la posteridad, porque las pasiones se acaban con el corazón que las abrigó”.
Otro tanto ocurrió con don Antonio López de Santa Anna, tantas veces elevado al pedestal del héroe vivo y tantas otras removido de ahí en medio de injurias y maldiciones. A su tornadiza naturaleza política le correspondió la volatilidad de sus conciudadanos con respecto a su persona. Fue reconocido “Héroe de Zempoala”, “Benemérito de la Patria en Grado Heroico”, “Preclaro Caudillo”, entre otras fanfarrias. “A veces héroe, a veces traidor, a veces las dos cosas al mismo tiempo”, escribió Fernando del Paso. Pero lo que Santa Anna no soportaba era la indiferencia que tuvo que sufrir en sus últimos años (pues murió de viejo y en su cama). Y no podía explicar tal desventura sino por lo malagradecido de sus compatriotas, que ya no reconocían su evidente heroicidad. Padeciendo de una nube en su ojo, y ante el ofrecimiento del médico de removerla, le respondió el jalapeño: “No, doctor, déjeme usted ciego, que no quiero ver más a los ingratos”.
La mutabilidad de la gente la notó también un coronel francés —apellidado Blanchot— durante el Segundo Imperio. En una corrida de toros notó que cuando el bovino ponía en aprietos al toreador, el público gritaba ¡Viva el toro!, más cuando estaba a punto de ser sacrificado el animal, entonces venía el clamor de ¡Maten al toro”! Al llegar Maximiliano a la plaza, la gente exclamó de inmediato ¡Viva el emperador! Lo que llevó al oficial galo ahí presente a preguntarse cuánto tiempo pasaría antes de que esas mismas voces soltaran un ¡Maten al emperador! El propio Benito Juárez había detectado esos vaivenes políticos de sus conciudadanos y reflexionó a propósito del entusiasmo que despertó el príncipe de Habsburgo: “El mundo mexicano es capaz de atarantar al mismo Luis Napoleón (Bonaparte), si viniera a vivir unos días a México. Es singular esta gente nuestra. Al que no la conoce y es fatuo, sus ovaciones y adulaciones lo embargan, lo tiran y lo pierden; y si es débil, sus injurias y maldiciones lo desalientan, lo tiran y también lo pierden”. Probablemente así somos a falta de instituciones eficaces para llamar a cuentas políticas o legales a nuestros gobernantes, sea por sus traiciones, abusos, corrupción, ineptitud o estupidez.
De conocer todo esto Fox, quizá pudiera consolarse un poco y atribuir su cambio de situación a la veleidad de los mexicanos, esperanzado en que la posteridad le devuelva su rango de adalid de la democracia mexicana. Pero por mucho tiempo el rudimentario ranchero tendrá que seguir recibiendo desprecios, burlas y escarnios. A menos que no salga del Centro Fox ni prenda radio o televisión o lo haga si acaso sólo para ver programas extranjeros o reality shows, en donde seguramente podría sentirse en armonía con el medio ambiente ahí prefabricado.
Muestrario. En mi anterior colaboración hablé sobre la falta de agilidad del IFE al no haber avisado a los medios desde el sábado mismo que lo dicho por TV Azteca el día anterior —en el sentido de que el IFE ordenaba interrumpir la transmisión de eventos para la emisión de spots— no era correcto. El IFE me aclara que sí lo hizo (y que su personal sí laboró el fin de semana). Por lo cual, en justicia, retiro las críticas vertidas a propósito de esa imprecisión. Esto implica que las televisoras sí conocieron la aclaración del IFE antes de hacer las interrupciones referidas y, aún así, procedieron a predisponer a su auditorio contra el instituto, afirmando que los cortes, justo en pleno evento deportivo, habían sido ordenados por aquél.
Parte de la explicación se encuentra en la naturaleza veleidosa de la opinión pública. Cuando Agustín de Iturbide fue coronado emperador, encarnando un genuino entusiasmo nacional, pleno de esperanza y buenos augurios, fue llamado “Padre de la Patria”, “Héroe invictísimo”, “Antorcha luminosa de Anáhuac”, “Ángel tutelar del Imperio” y “Estupor del universo”, entre otras alabanzas. No pasó mucho tiempo antes de que su soberbia provocara su derrocamiento. Entonces se le endilgaron graves oprobios: “Calígula”, “traidor” e incluso “caníbal” (gusto poco probable en el emperador destronado, pese a que nuestros antepasados prehispánicos lo practicaran con singular entusiasmo, a menos que se refiriesen al canibalismo político, en cuyo caso no sería sólo atributo de él, sino de prácticamente toda nuestra clase política de entonces para acá). Ante ese dramático y seguramente desconcertantes cambio de ánimo nacional, y poco antes de morir fusilado, don Agustín expresó su esperanza de que la historia lo tratara de manera más amable: “Los hombres no son justos con los contemporáneos; es preciso apelar al tribunal de la posteridad, porque las pasiones se acaban con el corazón que las abrigó”.
Otro tanto ocurrió con don Antonio López de Santa Anna, tantas veces elevado al pedestal del héroe vivo y tantas otras removido de ahí en medio de injurias y maldiciones. A su tornadiza naturaleza política le correspondió la volatilidad de sus conciudadanos con respecto a su persona. Fue reconocido “Héroe de Zempoala”, “Benemérito de la Patria en Grado Heroico”, “Preclaro Caudillo”, entre otras fanfarrias. “A veces héroe, a veces traidor, a veces las dos cosas al mismo tiempo”, escribió Fernando del Paso. Pero lo que Santa Anna no soportaba era la indiferencia que tuvo que sufrir en sus últimos años (pues murió de viejo y en su cama). Y no podía explicar tal desventura sino por lo malagradecido de sus compatriotas, que ya no reconocían su evidente heroicidad. Padeciendo de una nube en su ojo, y ante el ofrecimiento del médico de removerla, le respondió el jalapeño: “No, doctor, déjeme usted ciego, que no quiero ver más a los ingratos”.
La mutabilidad de la gente la notó también un coronel francés —apellidado Blanchot— durante el Segundo Imperio. En una corrida de toros notó que cuando el bovino ponía en aprietos al toreador, el público gritaba ¡Viva el toro!, más cuando estaba a punto de ser sacrificado el animal, entonces venía el clamor de ¡Maten al toro”! Al llegar Maximiliano a la plaza, la gente exclamó de inmediato ¡Viva el emperador! Lo que llevó al oficial galo ahí presente a preguntarse cuánto tiempo pasaría antes de que esas mismas voces soltaran un ¡Maten al emperador! El propio Benito Juárez había detectado esos vaivenes políticos de sus conciudadanos y reflexionó a propósito del entusiasmo que despertó el príncipe de Habsburgo: “El mundo mexicano es capaz de atarantar al mismo Luis Napoleón (Bonaparte), si viniera a vivir unos días a México. Es singular esta gente nuestra. Al que no la conoce y es fatuo, sus ovaciones y adulaciones lo embargan, lo tiran y lo pierden; y si es débil, sus injurias y maldiciones lo desalientan, lo tiran y también lo pierden”. Probablemente así somos a falta de instituciones eficaces para llamar a cuentas políticas o legales a nuestros gobernantes, sea por sus traiciones, abusos, corrupción, ineptitud o estupidez.
De conocer todo esto Fox, quizá pudiera consolarse un poco y atribuir su cambio de situación a la veleidad de los mexicanos, esperanzado en que la posteridad le devuelva su rango de adalid de la democracia mexicana. Pero por mucho tiempo el rudimentario ranchero tendrá que seguir recibiendo desprecios, burlas y escarnios. A menos que no salga del Centro Fox ni prenda radio o televisión o lo haga si acaso sólo para ver programas extranjeros o reality shows, en donde seguramente podría sentirse en armonía con el medio ambiente ahí prefabricado.
Muestrario. En mi anterior colaboración hablé sobre la falta de agilidad del IFE al no haber avisado a los medios desde el sábado mismo que lo dicho por TV Azteca el día anterior —en el sentido de que el IFE ordenaba interrumpir la transmisión de eventos para la emisión de spots— no era correcto. El IFE me aclara que sí lo hizo (y que su personal sí laboró el fin de semana). Por lo cual, en justicia, retiro las críticas vertidas a propósito de esa imprecisión. Esto implica que las televisoras sí conocieron la aclaración del IFE antes de hacer las interrupciones referidas y, aún así, procedieron a predisponer a su auditorio contra el instituto, afirmando que los cortes, justo en pleno evento deportivo, habían sido ordenados por aquél.
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