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viernes, 6 de febrero de 2009

El mariachi rosa: Juan Villoro

El mariachi rosa
Juan Villoro
6 Feb. 09

Hace poco coincidí en Guadalajara con el novelista Antonio Ortuño, quien conoce los vericuetos de la cultura tapatía. Me comentó que lo más difícil de pertenecer a un mariachi no es tocar un instrumento, sino usar esa ropa.

El mariachi en cuestión llevaba ajustadísimos pantalones color celeste. Durante mucho tiempo, la tradición exigió que los mariachis usaran instrumentos de cuerda y se vistieran de negro. Con la llegada de las trompetas, se abrió el camino a que algún día se usaran ropas estridentes. El caso es que hay mariachis que a la sombra ostentan un color de ciruela madura y al recibir el sol mejoran en un púrpura cardenalicio.

La tradición del mariachi negro comenzó cuando se cantaba a la luz de las velas y se volvió complicada con los apagones. Tal vez en el futuro tengamos mariachis adornados con intermitentes lucecitas árbol de Navidad.

¿Qué tan dogmáticos debemos ser en materia de colores? Los tradicionalistas extrañan que los tenistas se vistan de blanco y los árbitros de futbol de negro.

Yo pensaba que para cantar canciones de despecho convenía llevar ropa discreta. Ese convulso repertorio me parecía inapropiado para la inocente visión del mundo que se necesita para usar un pantalón azul pastel. Sin embargo, no hay duda de que los tiempos están cambiando.

Comento esto porque el azar me puso en contacto con un mariachi vestido de un color que se considera absolutamente mexicano, siempre y cuando esté en una pared o en un mantel: el rosa.

Fui a una comida a la que también asistió Carlos Pellicer López. Como suele ocurrir en la atestada Ciudad de México, él encontró estacionamiento a varias cuadras de la casa en la que nos habíamos citado. Mientras caminaba rumbo a la comida, su ojo de pintor no pudo pasar por alto una aparición: un fantasma rosa atravesó la calle. Lo extraño es que iba vestido de charro.

De inmediato supo que aquello sólo podía venir de un imaginativo híbrido cultural. Carlos siguió al personaje hasta una camioneta donde descubrió que pertenecía al Mariachi Pepto-Bismol. Ya era hora de que la tradición de la música se uniera a la del malestar estomacal.

Carlos llegó a la comida como si hubiera encontrado la Tumba 7 de Monte Albán. Creí que mentía para burlarse de mi interés por las mezclas culturales. Le pedí que me llevara a la camioneta y pude atestiguar que, en efecto, la música vernácula ahora se ocupa de las agruras. El mariachi cuenta con un sitio web (www.mariachipepto.com) donde es posible escuchar su repertorio. Si Kafka transformó a Gregorio Samsa en bicho, el Mariachi Pepto-Bismol transforma La cucaracha en La cucharada.

En una nación que le tupe a tantas variedades de chile, los problemas gastrointestinales forman parte esencial de la fiesta. Nada más lógico, entonces, que la canción ranchera se ocupe del tema.

Se podría argumentar que el rencor es al alma lo que el empacho al cuerpo. En el país donde Juan Rulfo definió a Pedro Páramo como "un rencor vivo", los retortijones aún no han encontrado la cultura que merecen. Aunque se trate de un ardid publicitario, el mariachi rosa abre una veta expresiva, la posibilidad de una lírica de los remedios mientras degustamos pesadísimas maravillas.

El arte surge de una compensación ante una realidad adversa. Para curar los sufrimientos de las pasiones no correspondidas, Ovidio escribió sus Remedios de amor. Las condimentadas salsas de la patria ameritan un arte que las mitigue y ofrezca claves para superarlas.

¿Hasta dónde llega el compromiso del intelectual? En La gastritis de Platón, Antonio Tabucchi discute una opinión de Umberto Eco. Según el autor de El nombre de la rosa, cuando los intelectuales no saben de un asunto, más vale que guarden silencio. Si su casa se quema, deben llamar a los bomberos en vez de intentar una epistemología del fuego. No hay duda de que tiene razón. Pero el tema se presta para darle algunas vueltas. De acuerdo con Tabucchi, es obvio que en caso de incompetencia hay que callar. Sin embargo, esto no elimina responsabilidades: la mente debería ofrecer más soluciones de las que concede. "Hay que reprocharle a Platón que no haya inventado un remedio contra la gastritis", comenta con ironía.

El mariachi rosa abre una posible gastromusicología. No propongo un repertorio fisiológico, sino un metafórico recordatorio de las aventuras del cuerpo y los misterios que ingiere. La sabiduría de nuestros fogones debe encontrar correlato en melodías que se oyen mientras se prueba el pipián. En las canciones se podría mezclar una receta con una historia de amor y la saga de una ciudad con el guiso que la determina. La idea me parece tan natural, que, ya imbuido en sus efectos, me asombra que el mariachi cante de mujeres prófugas, hijos desobedientes y otros problemas familiares que sólo complican la digestión.

Por último, el mariachi rosa liquida el tabú de que hay colores que sólo le sientan bien a un género. La canción ranchera, bravío bastión del sentimiento, no desentona con esas prendas. Es cierto que en el caso que avisté, los uniformes llevan el tono del medicamento que los ampara. Pero si hay mariachis que no pierden fiereza por vestirse de azul Prusia, ha llegado el momento de decir que el mariachi posmoderno será rosa o no será.

Hace unos días, en Cartagena de Indias, Martin Amis afirmó que los atentados a las Torres Gemelas de Nueva York se debían a una "crisis de la masculinidad musulmana". Se trata, a no dudarlo, de una lamentable interpretación del terrorismo, entre otras cosas porque toda definición reductora, como la masculinidad o el momento en que maduran los aguacates, es algo que siempre está en crisis.

El sincretismo mexicano, que ya inventó el cacahuate japonés y la china poblana, se apresta a renovarse con un mariachi vestido del color del chicle bomba.
kikka-roja.blogspot.com/

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