Juan Villoro
3 Abr. 09
¿Qué hemos hecho para merecer esto? Tal vez porque el capitán de la selección lleva un nombre checo (Pavel), enfrentamos un destino kafkiano. O tal vez el absurdo provenga de la región que nos tocó en suerte en el futbol: las canchas de la Concacaf, esos territorios de la adversidad donde sobran los mosquitos o el granizo.
La jurisdicción conca-kafkiana plantea una eterna interrogante: ¿es una suerte o una desgracia medirnos con equipos malos?
Pues bien: ya somos de los peores en el sótano del futbol. ¿Cómo perdimos la arraigada tradición de ser mediocres para volvernos pésimos?
Sin restarle méritos a la selección de Honduras, que le otorgó un justificado júbilo a su gente, el miércoles 1o. de abril México mostró en el césped un crucigrama sin solución alguna. La reputación del equipo se encontraba tan mermada que el triunfo de 2-0 ante Costa Rica le había subido la autoestima.
Sven Goran Eriksson, el hombre hermético mejor pagado del mundo, se encontraba ante un caso insólito: los suyos habían jugado con suficiente solvencia para que repitiera alineación. Con excepción de un suspendido disponía de 10 elementos para fomentar la regularidad de un grupo que había mostrado los altibajos de un electrocardiograma.
Antes de continuar hagamos una pausa sueca. Cuando un personaje de Henning Mankell encuentra algo atroz, se unta nieve en la cara. Aprovechemos unos segundos de gélida lucidez para reflexionar en lo siguiente: la selección siempre tiene a alguien suspendido. En cada partido un taekwondoín anda suelto. El primer logro del Tri consistiría en respetar las reglas del deporte que no sabe practicar.
Ya despejados, volvamos al tema: Eriksson disponía de 10 triunfadores ante Costa Rica. El sentido común aconsejaba no mover mucho lo que parecía prendido con alfileres. Pero algo le pasó al sueco en esa temperatura que sólo conocía dentro de un sauna, y decidió jugar al Rubik's cube, cambiando a cuatro titulares. ¿Supuso que nuestra identidad depende de la improvisación y que la consistencia asustaría a los jugadores? Total que actuó con criterio de free jazz: abandonó la partitura al azar y situó a jugadores en sitios donde nunca habían estado. Acaso por un malen- tendido lingüístico pensó que el Johnny Magallón se llamaba Johnny Magallanes y lo mandó en una ruta de exploración como lateral derecho, zona infausta por donde Honduras hizo su primer gol.
Como siempre, podemos encontrar pretextos puntuales para el desastre. El árbitro se comió una mano hondureña (pero también nos regaló un penalty), y hay cosas que no se pueden entrenar y, por lo tanto, no son responsabilidad del técnico. Guillermo Ochoa merecía una oportunidad, pero fue de trapo en los tres goles. La certeza de que Iker Casillas hubiera parado al menos dos lleva a una pregunta: ¿no podríamos nacionalizarlo? El hecho de que no juegue en México es insignificante. Ya que llegaremos al bicentenario firmando vouchers de BBVA, no estaría mal incorporarlo a la lista de los que se mexicanizan con un cheque.
Pocas actividades son tan cosmopolitas como el futbol y ninguna liga de calidad puede vivir aislada. Lo que preocupa de las nacionalizaciones al vapor no es que con ellas se pierda la íntima esencia de la patria, sino que revelan la más absoluta desesperación por encontrar jugadores. De pronto, un brasileño al borde de la jubilación es necesitado como mexicano. México se está especializando en el bolivarismo de la derrota. Si de perder se trata, ¿no sería más digno hacerlo por nuestra cuenta, sin involucrar la reputación de Argentina, Uruguay y Brasil? Pero como algunos problemas se tratan de resolver empeorándolos, no sería raro que en el futuro media Concacaf fuera naturalizada mexicana. Al ver el golazo de Pavón, que ha militado en 14 equipos (varios de ellos mexicanos), algún directivo habrá pensado: "¡¿cómo no lo nacionalizamos a tiempo?!".
Esta extraña noción del internacionalismo también ha convertido a la selección en una empresa para sacarle dinero a los migrantes. Los partidos amistosos en Estados Unidos transparentan un abuso: los nostálgicos paisanos abarrotan estadios donde los "suyos", es decir, los mexicano-argentino-uruguayo-brasileños pierden después de murmurar el himno.
La selección es demasiado buen negocio para que algo cambie. La ley del mínimo esfuerzo concede excelentes dividendos. El lema del arquitecto Mies van der Rohe, "menos es más", se aplica a la cultura mexicana de la ganancia fácil: el fracaso rinde. Si a ciertos periódicos les conviene vender poco porque gastan menos en papel y a ciertos partidos políticos les conviene recibir subsidios sólo para "competir", a la selección le conviene hacer lo necesario para vender anuncios.
Esto lleva a otro tema: el equipo de todos promueve cerveza. No hay que caer en tremendismos ante una bebida noble, que en Alemania es llamada "pan líquido" y que patrocina a numerosos equipos y estadios del mundo. Gracias al apoyo cervecero, el Toluca y el Santos son grandes instituciones. En suma, no se puede satanizar un invento digno de la frase que le dedicó Homero Simpson: "sin cerveza, la prohibición no funciona". La pregunta es: ¿deben anunciarla los atletas? Del mismo modo en que a un conejo no se le ocurriría promover una escopeta, el portero de la selección debería abstenerse de apadrinar bebidas alcohólicas, no sólo por el asunto de dar mal ejemplo, sino porque en su caso opera como suero de la verdad y recuerda que fue detenido en Estados Unidos por armar una parranda en su cuarto de hotel.
El futbol es en México la actividad donde todo se vale. La situación está tan mal que no podemos pedirle a los jugadores que ganen, ni que hayan nacido en esta bendita tierra, ni que acaben el partido sin ser expulsados. Nos resignamos a pedirles que no anuncien cerveza.
kikka-roja.blogspot.com/
La jurisdicción conca-kafkiana plantea una eterna interrogante: ¿es una suerte o una desgracia medirnos con equipos malos?
Pues bien: ya somos de los peores en el sótano del futbol. ¿Cómo perdimos la arraigada tradición de ser mediocres para volvernos pésimos?
Sin restarle méritos a la selección de Honduras, que le otorgó un justificado júbilo a su gente, el miércoles 1o. de abril México mostró en el césped un crucigrama sin solución alguna. La reputación del equipo se encontraba tan mermada que el triunfo de 2-0 ante Costa Rica le había subido la autoestima.
Sven Goran Eriksson, el hombre hermético mejor pagado del mundo, se encontraba ante un caso insólito: los suyos habían jugado con suficiente solvencia para que repitiera alineación. Con excepción de un suspendido disponía de 10 elementos para fomentar la regularidad de un grupo que había mostrado los altibajos de un electrocardiograma.
Antes de continuar hagamos una pausa sueca. Cuando un personaje de Henning Mankell encuentra algo atroz, se unta nieve en la cara. Aprovechemos unos segundos de gélida lucidez para reflexionar en lo siguiente: la selección siempre tiene a alguien suspendido. En cada partido un taekwondoín anda suelto. El primer logro del Tri consistiría en respetar las reglas del deporte que no sabe practicar.
Ya despejados, volvamos al tema: Eriksson disponía de 10 triunfadores ante Costa Rica. El sentido común aconsejaba no mover mucho lo que parecía prendido con alfileres. Pero algo le pasó al sueco en esa temperatura que sólo conocía dentro de un sauna, y decidió jugar al Rubik's cube, cambiando a cuatro titulares. ¿Supuso que nuestra identidad depende de la improvisación y que la consistencia asustaría a los jugadores? Total que actuó con criterio de free jazz: abandonó la partitura al azar y situó a jugadores en sitios donde nunca habían estado. Acaso por un malen- tendido lingüístico pensó que el Johnny Magallón se llamaba Johnny Magallanes y lo mandó en una ruta de exploración como lateral derecho, zona infausta por donde Honduras hizo su primer gol.
Como siempre, podemos encontrar pretextos puntuales para el desastre. El árbitro se comió una mano hondureña (pero también nos regaló un penalty), y hay cosas que no se pueden entrenar y, por lo tanto, no son responsabilidad del técnico. Guillermo Ochoa merecía una oportunidad, pero fue de trapo en los tres goles. La certeza de que Iker Casillas hubiera parado al menos dos lleva a una pregunta: ¿no podríamos nacionalizarlo? El hecho de que no juegue en México es insignificante. Ya que llegaremos al bicentenario firmando vouchers de BBVA, no estaría mal incorporarlo a la lista de los que se mexicanizan con un cheque.
Pocas actividades son tan cosmopolitas como el futbol y ninguna liga de calidad puede vivir aislada. Lo que preocupa de las nacionalizaciones al vapor no es que con ellas se pierda la íntima esencia de la patria, sino que revelan la más absoluta desesperación por encontrar jugadores. De pronto, un brasileño al borde de la jubilación es necesitado como mexicano. México se está especializando en el bolivarismo de la derrota. Si de perder se trata, ¿no sería más digno hacerlo por nuestra cuenta, sin involucrar la reputación de Argentina, Uruguay y Brasil? Pero como algunos problemas se tratan de resolver empeorándolos, no sería raro que en el futuro media Concacaf fuera naturalizada mexicana. Al ver el golazo de Pavón, que ha militado en 14 equipos (varios de ellos mexicanos), algún directivo habrá pensado: "¡¿cómo no lo nacionalizamos a tiempo?!".
Esta extraña noción del internacionalismo también ha convertido a la selección en una empresa para sacarle dinero a los migrantes. Los partidos amistosos en Estados Unidos transparentan un abuso: los nostálgicos paisanos abarrotan estadios donde los "suyos", es decir, los mexicano-argentino-uruguayo-brasileños pierden después de murmurar el himno.
La selección es demasiado buen negocio para que algo cambie. La ley del mínimo esfuerzo concede excelentes dividendos. El lema del arquitecto Mies van der Rohe, "menos es más", se aplica a la cultura mexicana de la ganancia fácil: el fracaso rinde. Si a ciertos periódicos les conviene vender poco porque gastan menos en papel y a ciertos partidos políticos les conviene recibir subsidios sólo para "competir", a la selección le conviene hacer lo necesario para vender anuncios.
Esto lleva a otro tema: el equipo de todos promueve cerveza. No hay que caer en tremendismos ante una bebida noble, que en Alemania es llamada "pan líquido" y que patrocina a numerosos equipos y estadios del mundo. Gracias al apoyo cervecero, el Toluca y el Santos son grandes instituciones. En suma, no se puede satanizar un invento digno de la frase que le dedicó Homero Simpson: "sin cerveza, la prohibición no funciona". La pregunta es: ¿deben anunciarla los atletas? Del mismo modo en que a un conejo no se le ocurriría promover una escopeta, el portero de la selección debería abstenerse de apadrinar bebidas alcohólicas, no sólo por el asunto de dar mal ejemplo, sino porque en su caso opera como suero de la verdad y recuerda que fue detenido en Estados Unidos por armar una parranda en su cuarto de hotel.
El futbol es en México la actividad donde todo se vale. La situación está tan mal que no podemos pedirle a los jugadores que ganen, ni que hayan nacido en esta bendita tierra, ni que acaben el partido sin ser expulsados. Nos resignamos a pedirles que no anuncien cerveza.