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El asesinato de Armando Chavarría Barrera, presidente de la Comisión de Gobierno del Congreso de Guerrero, líder de la bancada perredista y uno de los más fuertes aspirantes a suceder a Zeferino Torreblanca en el Ejecutivo estatal, marca un hito en la escalada de violencia que padece el país y resulta –además de condenable, como todo homicidio–, aterrador y ominoso de cara al futuro inmediato del país.
No hay hasta ahora indicios claros de la motivación ni de la autoría del crimen, perpetrado en las primeras horas de ayer en Chilpancingo, y la circunstancia nacional presente da margen a especulaciones de toda suerte.
Ayer mismo, la dirigencia nacional perredista adelantó que el homicidio tuvo motivos políticos y lo incluyó en una oleada de asesinatos de integrantes del sol azteca que este año ha cobrado la vida de 25 perredistas, 20 de ellos en Guerrero. La hipótesis es creíble, dados los antecedentes citados y la importancia del político ultimado. Hasta mayo del año pasado, Chavarría Barrera se desempeñó como secretario de Gobierno en el gabinete del actual gobernador y tenía una destacada trayectoria como dirigente, funcionario y legislador: líder de la Federación Estudiantil Guerrerense, integrante de la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria, senador y diputado federal.
Si, como lo afirma la Comisión Política Nacional del PRD, Chavarría Barrera fue víctima de una conjura política, ello sería indicio de la elevación hacia las altas esferas de la vida republicana de una violencia que en años recientes ha cobrado la vida de decenas de activistas, militantes y dirigentes opositores, que se ha traducido en desapariciones forzadas y que pareciera augurar la repetición de momentos trágicos de la historia nacional, como la guerra sucia emprendida en las presidencias de Luis Echeverría y José López Portillo; el salinato, entre cuyos saldos debe recordarse el asesinato de varios centenares de perredistas, o la estrategia de represión, contrainsurgencia y paramilitarismo que el gobierno de Ernesto Zedillo aplicó en Chiapas y Guerrero.
Por otra parte, el homicidio referido ocurre con el telón de fondo de la pavorosa espiral de violencia generada por la manera en que el actual gobierno decidió enfrentar a la delincuencia organizada y no faltarán las voces que pretendan asociar a ese fenómeno la muerte de Chavarría Barrera, con el propósito de desvirtuar la memoria de la víctima y la imagen de sus compañeros de partido y de postura.
Por desgracia, la capacidad y credibilidad de los órganos encargados de procurar justicia, tanto estatales como el federal, se encuentran en niveles tan bajos que no les será fácil esclarecer en forma verosímil e inequívoca el homicidio perpetrado ayer en Chilpancingo.
Y, sin embargo, están obligados a ello. Si las autoridades correspondientes no identifican, capturan y presentan ante la justicia a los autores materiales e intelectuales del asesinato de Armando Chavarría, se estará propinando un severo golpe a la política misma, en tanto que vía de resolución pacífica e institucional de conflictos y problemas sociales; se enviará, así sea por omisión, un mensaje inequívoco de desprotección a los funcionarios, legisladores y representantes populares del país, y se dará un nuevo y desesperante aliento a la impunidad.
En lo inmediato, el gobernador guerrerense tendría que explicar con consistencia la razón por la que apenas hace dos meses le fue retirado a Chavarría el personal de protección que el gobierno de la entidad asigna a sus ex funcionarios.
Resulta imprescindible, en suma, que los gobernantes federales y estatales reconozcan el desarrollo de una violencia política y de una pauta de homicidios políticos en el país; que admitan la inoperancia de las estrategias seguidas hasta ahora para hacer frente al crimen organizado y que, en los dos terrenos, adopten acciones realmente efectivas para detener la pavorosa degradación de la seguridad pública, del civismo y de la vigencia de los derechos fundamentales. De no proceder así, el asesinato de Chavarría Barrera podría marcar un punto de no retorno.
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No hay hasta ahora indicios claros de la motivación ni de la autoría del crimen, perpetrado en las primeras horas de ayer en Chilpancingo, y la circunstancia nacional presente da margen a especulaciones de toda suerte.
Ayer mismo, la dirigencia nacional perredista adelantó que el homicidio tuvo motivos políticos y lo incluyó en una oleada de asesinatos de integrantes del sol azteca que este año ha cobrado la vida de 25 perredistas, 20 de ellos en Guerrero. La hipótesis es creíble, dados los antecedentes citados y la importancia del político ultimado. Hasta mayo del año pasado, Chavarría Barrera se desempeñó como secretario de Gobierno en el gabinete del actual gobernador y tenía una destacada trayectoria como dirigente, funcionario y legislador: líder de la Federación Estudiantil Guerrerense, integrante de la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria, senador y diputado federal.
Si, como lo afirma la Comisión Política Nacional del PRD, Chavarría Barrera fue víctima de una conjura política, ello sería indicio de la elevación hacia las altas esferas de la vida republicana de una violencia que en años recientes ha cobrado la vida de decenas de activistas, militantes y dirigentes opositores, que se ha traducido en desapariciones forzadas y que pareciera augurar la repetición de momentos trágicos de la historia nacional, como la guerra sucia emprendida en las presidencias de Luis Echeverría y José López Portillo; el salinato, entre cuyos saldos debe recordarse el asesinato de varios centenares de perredistas, o la estrategia de represión, contrainsurgencia y paramilitarismo que el gobierno de Ernesto Zedillo aplicó en Chiapas y Guerrero.
Por otra parte, el homicidio referido ocurre con el telón de fondo de la pavorosa espiral de violencia generada por la manera en que el actual gobierno decidió enfrentar a la delincuencia organizada y no faltarán las voces que pretendan asociar a ese fenómeno la muerte de Chavarría Barrera, con el propósito de desvirtuar la memoria de la víctima y la imagen de sus compañeros de partido y de postura.
Por desgracia, la capacidad y credibilidad de los órganos encargados de procurar justicia, tanto estatales como el federal, se encuentran en niveles tan bajos que no les será fácil esclarecer en forma verosímil e inequívoca el homicidio perpetrado ayer en Chilpancingo.
Y, sin embargo, están obligados a ello. Si las autoridades correspondientes no identifican, capturan y presentan ante la justicia a los autores materiales e intelectuales del asesinato de Armando Chavarría, se estará propinando un severo golpe a la política misma, en tanto que vía de resolución pacífica e institucional de conflictos y problemas sociales; se enviará, así sea por omisión, un mensaje inequívoco de desprotección a los funcionarios, legisladores y representantes populares del país, y se dará un nuevo y desesperante aliento a la impunidad.
En lo inmediato, el gobernador guerrerense tendría que explicar con consistencia la razón por la que apenas hace dos meses le fue retirado a Chavarría el personal de protección que el gobierno de la entidad asigna a sus ex funcionarios.
Resulta imprescindible, en suma, que los gobernantes federales y estatales reconozcan el desarrollo de una violencia política y de una pauta de homicidios políticos en el país; que admitan la inoperancia de las estrategias seguidas hasta ahora para hacer frente al crimen organizado y que, en los dos terrenos, adopten acciones realmente efectivas para detener la pavorosa degradación de la seguridad pública, del civismo y de la vigencia de los derechos fundamentales. De no proceder así, el asesinato de Chavarría Barrera podría marcar un punto de no retorno.