Agustín Basave
31-Ago-2009
Los que se quedan es, con todo, un canto a la esperanza. Nos presenta una sociedad mutilada pero plena, zaherida pero sorprendentemente dichosa. En estos tiempos de adversidades, la película de Rulfo y Hagerman me dejó inenarrablemente esperanzado. Con esos mexicanos, a pesar de todo, México tiene remedio.
Para mis hijos Agustín, Alejandro y Francisco, aún más cinéfilos que su padre.
El cine es otro universo. Empieza donde termina éste, el real, el cotidiano, y llega hasta los últimos confines del alma. Es un universo hecho de muchos mundos, cada uno tan grande como la imaginación del espectador. Se entra a él cuando, al cruzar el umbral de la sala cinematográfica o del cuarto de la televisión, se entra a uno mismo. La proyección de una película suele convertirse en nuestra “intraproyección”: la luz que rebota en la pantalla se mete a nuestro ser interior y lo recorre buscando afinidades y sonrisas, disonancias y miedos, filias y fobias. A veces quema heridas y provoca ira o tristeza; otras alumbra recodos gratos de la memoria y reconforta.
Yo soy cinéfilo en el sentido etimológico del término: me gusta el cine. Aún no soy experto en la cinematografía clásica pero mi adicción ha llegado al grado de provocarme síndrome de abstinencia cuando pasan varias semanas sin que encuentre un buen filme. Creo que mi afición se consolidó cuando vi Cinema paradiso. Y es que me di cuenta de que no sólo una genialidad trastornada o trágica puede inspirar una obra de arte, de que una joya puede surgir de esos hondones maravillosamente simples del ser humano. Se trata del más bello lienzo de la nostalgia que se ha pintado en el cine, una oda a la sencillez y a la bonhomía, un homenaje al amor en todas sus expresiones que contiene la más radical de las añoranzas, la de la virginidad de los orígenes, la del paraíso perdido. Es el cine que se hace de cine: el viejo proyeccionista que se queda ciego y el niño cinéfilo que se convierte en cineasta. Es, en pocas palabras, el embellecimiento del incesto cinematográfico.
Antes del Cinema de Giuseppe Tornatore me había marcado el cine mexicano. En mi infancia y adolescencia había visto, en compañía de mi padre, las películas de Cantinflas, de Joaquín Pardavé y de Pedro Infante. Después vi las del Indio Fernández y muchas de las grandes producciones de la época de oro. Salvo las de Mario Moreno, había que verlas en la programación televisiva o de la videocasetera, porque para los años 70 y 80 ya se producía, con honrosas excepciones, puro celuloide basura. Pero de los 90 para acá empezó a resurgir en México el buen cine. Hoy gozamos de una suerte de renacimiento de nuestro séptimo arte, representado emblemáticamente por Guillermo del Toro, Alejandro González Iñárritu y Alfonso Cuarón, una famosa trilogía que debería ser tetralogía porque Guillermo Arriaga, que empezó su carrera escribiendo varios de los mejores guiones que se han producido recientemente a nivel mundial, es un creador tan talentoso como el que más a quien algunos le deben buena parte de su encumbramiento y quien ha sumado a su faceta de guionista la de director. Pero pronto recibirá el lugar que merece, y quedará en el anecdotario la injusticia que cometió la Academia al no haberle dado el Oscar por su guión en 21 gramos.
Además de ellos hay varios directores mexicanos que aunque todavía no alcanzan la misma notoriedad ya destacan a nivel nacional e internacional. Y otros tantos actores, como Gael García, Diego Luna, Daniel Giménez Cacho, y al menos dos fotógrafos Rodrigo Prieto y Emmanuel Luzbeki que se perfilan como posibles sucesores del gran Gabriel Figueroa. Pero hay un género que solemos olvidar en el que tenemos representantes de primerísimo orden. Me refiero al documental, que a mi juicio es una película de libreto ignoto y final impredecible en la que los directores imaginan la trama y adivinan a los actores, pero no pueden prever el desarrollo ni el desenlace. Porque los documentalistas emprenden su tarea como los aventureros se lanzan a un río caudaloso, sabiendo que van a tener que nadar pero ignorando por dónde y a dónde los llevará la corriente. Y es que los protagonistas de sus historias escriben sobre las rodillas su propio script o, mejor dicho, improvisan de principio a fin. El guionista de un documental es la vida misma. O la realidad, si se quiere, por más que el filme finja ficción.
En este país tenemos grandes realizadores de documentales, empezando por Juan Carlos Rulfo. Su nombre nos recuerda que no hurta nada de su lucidez y sensibilidad pero su obra nos enseña que tampoco lo hereda todo: Juan Carlos tiene su propia personalidad y ha dejado ya una impronta inconfundible. Me percaté de eso cuando vi En el hoyo y ahora que tuve oportunidad de ver Los que se quedan lo corroboré con creces. Esta nueva cinta, que realizó con ese otro espléndido director que es Carlos Hagerman, no ha sido exhibida en cines con la amplitud que su calidad exige. Yo la vi en una premier a la que me invitó Jesús Silva Herzog y quedé gratamente impresionado con su crudeza: es una recreación del México en carne viva. Muestra a nuestro país desollado por la emigración, el que sangra sin la piel que la necesidad le arrancó, el que sufre y llora y se las ingenia para reír sin tener una razón para hacerlo.
Los que se quedan es, con todo, un canto a la esperanza. Nos presenta una sociedad mutilada pero plena, zaherida pero sorprendentemente dichosa. La entereza y la valentía de las familias que esperan, la cohesión y la fortaleza que milagrosamente conservan, la fe y las aspiraciones que las impulsan a seguir adelante, todo acredita la factibilidad de la salvación. En estos tiempos de adversidades, la película de Rulfo y Hagerman me dejó inenarrablemente esperanzado. He escrito tanto sobre nuestros vicios y he advertido con tanta insistencia sobre los peligros que se ciernen sobre nosotros que me resulta gratificante salir del cine con la sensación de que somos redimibles: con esos mexicanos, a pesar de todo, México tiene remedio.
Para mis hijos Agustín, Alejandro y Francisco, aún más cinéfilos que su padre.
El cine es otro universo. Empieza donde termina éste, el real, el cotidiano, y llega hasta los últimos confines del alma. Es un universo hecho de muchos mundos, cada uno tan grande como la imaginación del espectador. Se entra a él cuando, al cruzar el umbral de la sala cinematográfica o del cuarto de la televisión, se entra a uno mismo. La proyección de una película suele convertirse en nuestra “intraproyección”: la luz que rebota en la pantalla se mete a nuestro ser interior y lo recorre buscando afinidades y sonrisas, disonancias y miedos, filias y fobias. A veces quema heridas y provoca ira o tristeza; otras alumbra recodos gratos de la memoria y reconforta.
Yo soy cinéfilo en el sentido etimológico del término: me gusta el cine. Aún no soy experto en la cinematografía clásica pero mi adicción ha llegado al grado de provocarme síndrome de abstinencia cuando pasan varias semanas sin que encuentre un buen filme. Creo que mi afición se consolidó cuando vi Cinema paradiso. Y es que me di cuenta de que no sólo una genialidad trastornada o trágica puede inspirar una obra de arte, de que una joya puede surgir de esos hondones maravillosamente simples del ser humano. Se trata del más bello lienzo de la nostalgia que se ha pintado en el cine, una oda a la sencillez y a la bonhomía, un homenaje al amor en todas sus expresiones que contiene la más radical de las añoranzas, la de la virginidad de los orígenes, la del paraíso perdido. Es el cine que se hace de cine: el viejo proyeccionista que se queda ciego y el niño cinéfilo que se convierte en cineasta. Es, en pocas palabras, el embellecimiento del incesto cinematográfico.
Antes del Cinema de Giuseppe Tornatore me había marcado el cine mexicano. En mi infancia y adolescencia había visto, en compañía de mi padre, las películas de Cantinflas, de Joaquín Pardavé y de Pedro Infante. Después vi las del Indio Fernández y muchas de las grandes producciones de la época de oro. Salvo las de Mario Moreno, había que verlas en la programación televisiva o de la videocasetera, porque para los años 70 y 80 ya se producía, con honrosas excepciones, puro celuloide basura. Pero de los 90 para acá empezó a resurgir en México el buen cine. Hoy gozamos de una suerte de renacimiento de nuestro séptimo arte, representado emblemáticamente por Guillermo del Toro, Alejandro González Iñárritu y Alfonso Cuarón, una famosa trilogía que debería ser tetralogía porque Guillermo Arriaga, que empezó su carrera escribiendo varios de los mejores guiones que se han producido recientemente a nivel mundial, es un creador tan talentoso como el que más a quien algunos le deben buena parte de su encumbramiento y quien ha sumado a su faceta de guionista la de director. Pero pronto recibirá el lugar que merece, y quedará en el anecdotario la injusticia que cometió la Academia al no haberle dado el Oscar por su guión en 21 gramos.
Además de ellos hay varios directores mexicanos que aunque todavía no alcanzan la misma notoriedad ya destacan a nivel nacional e internacional. Y otros tantos actores, como Gael García, Diego Luna, Daniel Giménez Cacho, y al menos dos fotógrafos Rodrigo Prieto y Emmanuel Luzbeki que se perfilan como posibles sucesores del gran Gabriel Figueroa. Pero hay un género que solemos olvidar en el que tenemos representantes de primerísimo orden. Me refiero al documental, que a mi juicio es una película de libreto ignoto y final impredecible en la que los directores imaginan la trama y adivinan a los actores, pero no pueden prever el desarrollo ni el desenlace. Porque los documentalistas emprenden su tarea como los aventureros se lanzan a un río caudaloso, sabiendo que van a tener que nadar pero ignorando por dónde y a dónde los llevará la corriente. Y es que los protagonistas de sus historias escriben sobre las rodillas su propio script o, mejor dicho, improvisan de principio a fin. El guionista de un documental es la vida misma. O la realidad, si se quiere, por más que el filme finja ficción.
En este país tenemos grandes realizadores de documentales, empezando por Juan Carlos Rulfo. Su nombre nos recuerda que no hurta nada de su lucidez y sensibilidad pero su obra nos enseña que tampoco lo hereda todo: Juan Carlos tiene su propia personalidad y ha dejado ya una impronta inconfundible. Me percaté de eso cuando vi En el hoyo y ahora que tuve oportunidad de ver Los que se quedan lo corroboré con creces. Esta nueva cinta, que realizó con ese otro espléndido director que es Carlos Hagerman, no ha sido exhibida en cines con la amplitud que su calidad exige. Yo la vi en una premier a la que me invitó Jesús Silva Herzog y quedé gratamente impresionado con su crudeza: es una recreación del México en carne viva. Muestra a nuestro país desollado por la emigración, el que sangra sin la piel que la necesidad le arrancó, el que sufre y llora y se las ingenia para reír sin tener una razón para hacerlo.
Los que se quedan es, con todo, un canto a la esperanza. Nos presenta una sociedad mutilada pero plena, zaherida pero sorprendentemente dichosa. La entereza y la valentía de las familias que esperan, la cohesión y la fortaleza que milagrosamente conservan, la fe y las aspiraciones que las impulsan a seguir adelante, todo acredita la factibilidad de la salvación. En estos tiempos de adversidades, la película de Rulfo y Hagerman me dejó inenarrablemente esperanzado. He escrito tanto sobre nuestros vicios y he advertido con tanta insistencia sobre los peligros que se ciernen sobre nosotros que me resulta gratificante salir del cine con la sensación de que somos redimibles: con esos mexicanos, a pesar de todo, México tiene remedio.
abasave@prodigy.net.mx
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