CON CARIÑO PARA LOS LECTORES DEL MAESTRO JORGE MOCH, abrazos¡¡
La cloaca que no vemosJorge Moch
tumbaburros@yahoo.com
Pasa que la televisión es cómplice de abusos que enfurecen a cualquiera. Pasa que el mayor de sus pecados sería el de omisión porque desinforma, tuerce, aprovecha el fanatismo religioso, que es a su vez fuente y fruto del indolente colectivo y la ignorancia de muchísimos mexicanos, para apuntalar un andamiaje social cruzado de ambivalencias indignas, discursos donde brincan alegres las palabras progreso, civilidad o valores morales (cristianos, se entiende, que se estrechan en una preceptiva tradicionalmente agostada por su característica intolerancia) y una sobrante sarta de paparruchas. Pero suele callar hechos y nombres de quienes cometen injusticias o se benefician de ellas cuando pertenecen al clero. Gran número de infamias se amontonan en el olvido porque los dueños de las televisoras mexicanas son incondicionales al clero. El clero tiene más fuero que los militares. Ambos abusan y la tele calla. Cuando no callan, los teleperiodistas son expulsados del medio, silenciados, viene la mordaza. Alguien niega ampulosamente lo que pasa y termina por no pasar nada.
La Iglesia católica en México ha cometido crímenes sin castigo que van desde cuando reinaba el terror de la Inquisición, que era todo menos santa, hasta modernas, jugosas estafas: allí sumergido, dicen que hasta la gorda papada, el obispado de Ecatepec, o como cierto párroco tapatío de apellido Barba que desapareció, dicen, con varios millones antes de que el subnormal gobernador de Jalisco, Emilio Márquez, decidiera que el erario público pusiera más dinero para ese oprobio histórico que es el templo de los mártires cristeros, parnaso de una cáfila de reaccionarios que azuzaron a la chusma fanatizada y se dedicaron felizmente a desorejar maestros, o como las fechorías sexuales del ya extinto (e impune) Marcial Maciel y sus secuaces legionarios, saga criminal vastamente documentada por Sanjuana Martínez. Allí, sin tener que rebuscar mucho en la mierda, la protección denunciada hasta el internacional hartazgo que da el arzobispo Norberto Rivera a un cura de apellido Aguilar, acusado de violar niños; allí otros muchos casos similares, despreciables, calificados por buena parte de la feligresía ciega como mala leche, aunque se le muestren pruebas y testimonios. Y la tele siempre, claro, solapadamente, claro, con disimulos de buena cortesana, claro, de parte del clero, claro.
Un caso reciente y veracruzano: pasa que una camioneta lujosa circula a exceso de velocidad por las calles céntricas de un pueblo apacible y rodeado de verdores que se llama Huatusco. Pasa que esa camioneta la conduce un gordo con fama de déspota, un gordo sobre el que ya alguna vez pesaron acusaciones graves, como la protección a un cura estuprador o el fraude. Pasa que el gordo pierde el control y se lleva entre las pezuñas un poste de luz, un automóvil y luego se sube a la banqueta para terminar arrollando a siete personas, casi todas mujeres, un par de niños entre ellos. Rompe caras, cabezas, brazos, pelvis. Una anciana es asesinada por el gordo. El impacto le revienta allí mismo el cráneo y le arranca una pierna al arrastrarla varios metros. El gordo dice que perdió el control por un desmayo de diabético, que repite cuando baja de la camioneta y mira lo que hizo. Una testigo afirma que el gordo balbucea, que apesta a alcohol, ahogado de borracho, pero nadie quiere oírla. En la historia personal del gordo flotan lejanas acusaciones de borrachín. Pasa que la muerta, Reyna Marchena, fue una mujer muy humilde. Vendía chiles. Pasa que pesa más el gordo cabrón: pasa que el gordo es un señor obispo católico, de la cercana ciudad de Córdoba, que se llama Eduardo Porfirio Patiño Leal, y que no se le hizo prueba de alcoholemia a pesar de los síntomas. Pasa que los mismos agraviados, “pobre señor obispo”, no presentan cargos. Pasa que el ministerio público se hace de la vista gorda. Pasa que otros funcionarios del gobierno veracruzano exculpan al gordo a priori, quien sale libre con una fianza para aparecer luego con brazuelo en cabestrillo, pidiendo perdón y que oremos todos por la paz. Pasa que no pasa nada. Que la nota apenas alcanzó a asomar la cabeza en la tele. Que los jodidos siguen y seguirán jodidos. Que el gordo cabrón no tarda en estrenar otra camioneta. Que un fraude se persigue de oficio pero lo que hizo este infeliz no. Que nada de esto va a pasar ya en la tele, porque la ve demasiada gente. Pasa que podéis ir en paz, que la misa ha terminado. Que es por los siglos de los siglos. Que amén.
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EL DE AYER 13 SEPT 2009:
Patriáspera, los agachados te saludan
Jorge Moch
tumbaburros@yahoo.com
Va para un siglo que, en su lecho de muerte, Ramón López Velarde escribió una oda a la nación. Un poema harto complejo que quiso contener a México todo; sus crestas y valles, sus estampas, sus atrasos atroces, sus sonidos y sabores y colores. Ramón amó su país como a la poesía. Tanto que, tocado de muerte por la pleuresía, seguía realizando correcciones a sus versos para supervisar personalmente la inminente publicación. Como Salvador Díaz Mirón e Ignacio Manuel Altamirano, fue lo mismo poeta que actor político. Pero lejos del iracundo vate veracruzano o del desgarbado juarista de Tixtla y más cercano quizá a Keats, por aquello de las vidas que se consumen en un santiamén pero brillan con fulgores pirotécnicos, no hizo huesos viejos: tenía apenas treinta y tres años. A lo mejor fue nuestro Cristo y lo vimos pasar de frente, tontos de siempre.
¿Qué fue de esos próceres de inconmensurable intelecto, de encendido y auténtico amor por la tierra de sus padres, de sus abuelos, de sus hijos, su tierra?
Salieron a comer hamburguesas de McDonald's. Andan de viaje por Las Vegas o Disneylandia. Lo cierto es que si nos ponemos a ver cómo es que ahora los mexicanos “festejamos” eso, nuestra mexicanidad, dan ganas de reír y de llorar por igual. ¿Qué clase de República mexicana queremos heredar a nuestros hijos y nietos y bisnietos?, ¿qué clase de herencia civil, de legado ético, si somos una sociedad agachona y corrupta por omisa o cortesana complicidad, que salvo algunas temporales rarezas sigue acatando lo dispuesto por el tlatoani y su corte de vampiros chupadores de dinero?
Ilustración de Juan G. Puga
La televisión, el poderoso medio que es capaz de moldear la opinión pública, suele callar los actos de corrupción diarios, los cotidianos arreglos en lo oscurito, los secretos de un Estado fallido, entreguista y mentiroso. La orla del diablo son las televisoras del duopolio en sus capítulos locales al interior del país. Televisa Veracruz y tv Azteca Veracruz jamás denuncian las presuntas corruptelas de Fidel Herrera; las sucursales de Nuevo León sirven al prianismo pequeñoburgués y pendejo; ¿es por miedo?, ¿es porque ejercer un periodismo comprometido significa perder prebendas?, ¿por qué si los conductores de noticias, los productores (y buena parte de la prensa) saben de las trácalas de muchísimos funcionarios los solapan y aún los adulan?;¿por qué Televisa de Occidente o tv Azteca Guadalajara no se rebelan al gobierno de facto de la sotana rábida que es Juan Sandoval Íñiguez mientras todo mundo sabe que el gobernador del estado, el infame Emilio Márquez, no es más que un muñeco de ventrílocuo al que la mano huesosa del Cavernal maneja para que diga lo que dicta la curia rencorosa?, ¿es que no hay periodistas laicos y juiciosos en la televisión jalisciense que le pare las patas a la runfla curialesca retrógrada y enemiga del arte, enemiga de la ciencia, enemiga del conocimiento de la verdad sobre sí misma?, ¿cómo es que todo son loas a ese par de infelices en los programas que se producen en la deslustrada y caótica perla tapatía?
¿Por qué en Colima la televisión es comparsa de un personaje lúgubre y logrero como ha resultado Miguel Ángel Aguayo, el rector de la Universidad de Colima, quien con contlapaches como Fernando Moreno (ex rector y ex gobernador, además), y otros politicastros y empresarios voraces de filiación priísta antediluviana se apropian de la Universidad, la utilizan como parapeto político, porril, como trampolín en la subidera, como careta amable a todos sus negocios turbios? ¿Por qué las televisoras no acaban de contar la verdad sobre el Ulises de Oaxaca, o sobre Peña Nieto en el Estado de México pero además sobre sus turbios antecesores, el oscuro vínculo con Carlos Salinas de Gortari?
¿Por qué la televisión abarata el oficio periodístico y en lugar de denunciar, de informar, de proporcionarnos elementos para hacer conciencia y argumentar a favor del bien colectivo, es cómplice de tanta porquería?
López Velarde y aquellos héroes de la patria que se jodieron la vida por cualquier ideal de libertad se vomitarían si nos vieran hoy que la mentira y la cobardía son nuestra esencia. ¿Por qué permitimos que Calderón se gaste ríos de dinero que deberían ser escuelas de calidad y hospitales bien abastecidos en anuncitos pendejos para lavar su imagen de gris, mediocre, inútil por no recordar que ilegítimo?
Porque la prendemos. Cada que sintonizamos canales del duopolio sencillamente prendemos el interruptor de la mentira. Que viva México, cabrones.
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Jorge Moch
tumbaburros@yahoo.com
Hacia dónde apunta mi veleta
Me confieso televidente veleta, sin brújula que me ampare. He perdido la lealtad y la prestancia: es que ya no soy un televidente cándido. En algún lugar del sinuoso camino perdí el apetito y con ello la esperanza. Si antes fui un veedor de caricaturas, hoy no las soporto más de ocho minutos, por más que mi hija me pida –lo que pida mi hija se cumple sin peros, o hasta hace poco se cumplía– que veamos a Bob Esponja, que me cae, me caía, tan bien. Si fui un ávido consumidor del humor gringo, inglés, francés, italiano o español hoy me desesperan la socarronería de Little Britain o Monty Python, y a veces hasta Buenafuente parece soso aunque lo salva Berto. Si una vez reí tontamente con la estupidez del Chavo del ocho o Hazme reír, hoy un sketch de Jorge Ortiz de Pinedo, de La Chupitos o de Alejandro Suárez me producen el mismo rábido efecto que una declaración del secretario del Trabajo. Si una vez quise ver un noticiero para enterarme, hoy entiendo que no debo ver ninguno, sino leer periódicos, porque toda, o casi toda la televisión informativa en México es un aparato de abyección deleznable por su cortesanía vergonzante.
Si alguna vez gusté de programas acerca del mundo animal, o de documentales acerca de la civilización y la historia, hoy me resulta insoportable el simple razonamiento que derraman programas y canales especializados en “divulgar ciencia”: que la ciencia es cosa que entienden y manejan exclusivamente aventureros y científicos anglosajones, y las “minorías” étnicas (excepto, quizá, algunos asiáticos) que conformamos, por ejemplo, africanos o latinoamericanos casi nunca podremos ser el jefe de la expedición; ése será invariablemente rubio y de preferencia gringo, y tendrá siempre las suficientes y sobradas cartas credenciales para venir a nuestra tierra, sea en África o en el ignoto y hostil territorio al sur de Texas, a contarnos qué pasa con la fauna y la flora de nuestros océanos o llanuras, qué con nuestro clima o nuestras respectivas historias siempre tamizadas por el Gran Ojo del imperio, y en un descuido hasta cómo deben ser nuestras exóticas idiosincrasias, esas sí de un pintoresquismo rayano en invención kafkiana. Para lo que sí servimos, y ahí somos buenísimos según se ve en décadas de documentalismo atenido al canon supremacista, es para llevar al gringo aventurero en nuestra lancha (bastante pinchita y carente de la más elemental parafernalia primermundista de seguridad), o para acarrear en el lomo al buzo gringo sus tanques, o para cargar sobre la cabeza, a paso cansino, las cajas y baúles repletos de artefactos que solamente es capaz de manipular el hombre blanco, o para ser su simple guía en la selvática vereda, su palafrenero, su humilde (pero risueño, fiestero, pícaro siempre) hostelero.
Alguna vez, por puro morboso, sintonicé, sí, reitero que peco: soy morboso hasta la náusea que produce ver tantos programas de violencia, tantas noticias de asesinatos, masacres, secuestros o balaceras brutales; tantos ataques de fieras, escenas de guerra, programas de gordos inmensos que adelgazan; de actrices o cantantes famosos a los que les salió mal la cirugía, el matrimonio, la vida entera; escenas de incendios, terremotos, olas gigantescas, caseríos enteros arrasados por un río de lodo y mierda y muerte, así de morboso o más, porque digo que alguna vez sintonicé, para reír con el involuntario humor del fanatismo, los canales de proselitismo religioso, los encendidos vítores al crucificado de los cristianos protestantes, las eufóricas proclamas sabatinas de sus pastores, la colección de estulticias de los programas católicos, sobre todo los que conducen jovencitas y mancebos (aunque hay los de feligreses frustrados que hubieran querido ser curas y monjas) y uno que otro donde podía ver a un curángano cualquiera mirando desde arriba el mundo, allá trepado en su púlpito virtual, pero hoy solamente me causan el previsible fastidio que a cualquier ateo le causa cualquier misal, aburridores hasta el desmayo.
¿Qué me pasa, a mí, que he sido toda la vida un voraz teletragón? Pues pasa que estoy empachado. Que he visto tanto y tan malo que hoy de plano no puedo, no quiero, no me da la gana recordar algo de lo bueno, por minúsculo que sea. Y hoy, más que nunca, prefiero el libro a la televisión. Cuál televisión, de qué me habla usted. Ah, ¿la porquería esa cuadrada que estorba tanto sobre la cómoda, en la sala o en la alcoba? Hombre, esa chingadera lleva felizmente apagada casi la semana entera. Ora déjeme leer…
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