Juan Villoro
9 Oct. 09
Si el Apocalipsis dependiera de los mexicanos sería una estupenda oportunidad para contratar edecanes cuya función consistiría en ceder el paso al fin del mundo. En el país del águila y la serpiente, ninguna actividad significativa se realiza sin un dispendio que la acredite.
Hace unos días, en un barrio vecino al mío se celebró la fiesta del patrono. Durante buena parte de la tarde, toda la noche y la mañana del día siguiente estallaron cohetes de a montón. Ignoro el costo de quemar tanta pólvora, pero sin duda refuta toda noción de ahorro.
En una de sus pocas incursiones en el mundo empresarial, mi padre se asoció con unos amigos que deseaban poner un expendio de café chiapaneco. Un problema médico le impidió firmar cheques y me pidió que lo hiciera por él. Me sorprendió que el rubro más alto fuera el de la fiesta de inauguración. "Es que van a traer marimba", dijo mi padre, con infinita comprensión por sus socios.
Aquella empresa fracasó y nos permitió sentirnos culpables por contratar la marimba. El mismo patrón se repite en los festejos de pueblo y las inauguraciones de congresos, que sólo se consideran exitosos si hubo derroche.
¿Hay una explicación para nuestra tendencia al dispendio? Las celebraciones a la mexicana no conmemoran otra cosa que el gusto de estar ahí. La causa que justifica el ágape se olvida cuando llegan las botanas. Incluso los funerales fomentan la presencia de colados que no saben a quién darle el pésame y al ver al inquilino del féretro dicen: "Mucho gusto".
Nuestra capacidad de organizar festejos ha tenido muchos modos de ponerse a prueba. En 1992, la Feria del Libro de Frankfurt iba a estar dedicada a la Unión Soviética. Pero nada es eterno y a veces los países caducan: la URSS dejó de existir. ¿Qué nación podía sustituirla en tiempo récord? La nuestra, claro está. Se procedió entonces a un veloz cálculo del número de antojitos que podrían ser presentados en el stand y la dotación de mariachis a la mano. Nadie pensó que a esa feria se asiste con libros, de preferencia traducidos al alemán. Para eso no había tiempo, pero la fiesta quedó garantizada. Si un país deja de existir, descorchamos botellas para sustituirlo en alguna kermés.
Acaso nos encontramos en el único territorio donde la fiesta no es comentario de algo que pasa (un cumpleaños, una gesta histórica, un triunfo agropecuario) sino una suplantación de la realidad.
No es raro que en una oficina informen: "No pudimos resolver el asunto porque hubo comida" o "El trámite estaba casi listo cuando tuvimos que ir a Oaxtepec". Con el primer refresco, se suspenden las obligaciones laborales.
México sería insoportable si se perdiera el gusto por el relajo que nunca termina. Sin ánimo de ser aguafiestas, planteo una pregunta: ¿gastamos para celebrar o celebramos porque gastamos? En muchas ocasiones el despilfarro es causal de felicidad. Si tus amigos tienen apetito para un chivo, matas dos.
Corresponde a un pueblo amenazado sentir que mejora a través del derroche. Un concepto apocalíptico de la dicha nos lleva a suponer que todo goce es el último y en consecuencia debemos aportar nuestro resto.
Lo malo es que tan arraigada costumbre se ha convertido en gesto político. El erario se hunde pero la Presidencia anuncia sus triunfos, las campañas de los partidos son más costosas que las de cualquier país europeo, los diputados mantienen sus prebendas y las universidades gastan en su nomenclatura lo que jamás gastarán en sus profesores. El dispendio es una olla exprés cuya válvula de escape consiste en compartir la fiesta de vez en cuando. Si el sindicato protesta, le haces una posada.
La costumbre de gastar lo que no tienes para demostrar que estás contento ha cobrado visos alarmantes con el Bicentenario. Para empezar, le tocó al PAN celebrar principios en los que no cree. Es como si los esquimales fueran comisionados para festejar el trópico. La Independencia no es un timbre de orgullo de un partido criollista que muy rara vez incluye a un moreno en sus puestos de alto rango y que permitió que José María Aznar, el más españolista de los políticos posteriores a la transición, viniera a México a apoyar la campaña de Felipe Calderón. La gesta revolucionaria le resulta aún más ajena. El PAN es un partido de restauración que pretendió regresar el reloj a la época en que el México decente no había sido mancillado por el peladaje que pidió justicia social. ¿Qué puede celebrar un partido que mira la Revolución como una gesta de jacobinos, populistas y nacos?
Carente de contenidos, el Bicentenario se ha vuelto un dispendio autocelebratorio, no de la patria, que carece de cuenta bancaria, sino de quien firma los cheques. Hay que reconocer que, al actuar de esta insensata manera, el gobierno ejerce la muy mexicana costumbre de echar la casa por la ventana sin que se conozca el motivo ni se tengan recursos. Pero una cosa es que cada quien dilapide sus propios centavos y otra muy distinta que el gobierno dilapide los que deberían ser de todos.
kikka-roja.blogspot.com/
Hace unos días, en un barrio vecino al mío se celebró la fiesta del patrono. Durante buena parte de la tarde, toda la noche y la mañana del día siguiente estallaron cohetes de a montón. Ignoro el costo de quemar tanta pólvora, pero sin duda refuta toda noción de ahorro.
En una de sus pocas incursiones en el mundo empresarial, mi padre se asoció con unos amigos que deseaban poner un expendio de café chiapaneco. Un problema médico le impidió firmar cheques y me pidió que lo hiciera por él. Me sorprendió que el rubro más alto fuera el de la fiesta de inauguración. "Es que van a traer marimba", dijo mi padre, con infinita comprensión por sus socios.
Aquella empresa fracasó y nos permitió sentirnos culpables por contratar la marimba. El mismo patrón se repite en los festejos de pueblo y las inauguraciones de congresos, que sólo se consideran exitosos si hubo derroche.
¿Hay una explicación para nuestra tendencia al dispendio? Las celebraciones a la mexicana no conmemoran otra cosa que el gusto de estar ahí. La causa que justifica el ágape se olvida cuando llegan las botanas. Incluso los funerales fomentan la presencia de colados que no saben a quién darle el pésame y al ver al inquilino del féretro dicen: "Mucho gusto".
Nuestra capacidad de organizar festejos ha tenido muchos modos de ponerse a prueba. En 1992, la Feria del Libro de Frankfurt iba a estar dedicada a la Unión Soviética. Pero nada es eterno y a veces los países caducan: la URSS dejó de existir. ¿Qué nación podía sustituirla en tiempo récord? La nuestra, claro está. Se procedió entonces a un veloz cálculo del número de antojitos que podrían ser presentados en el stand y la dotación de mariachis a la mano. Nadie pensó que a esa feria se asiste con libros, de preferencia traducidos al alemán. Para eso no había tiempo, pero la fiesta quedó garantizada. Si un país deja de existir, descorchamos botellas para sustituirlo en alguna kermés.
Acaso nos encontramos en el único territorio donde la fiesta no es comentario de algo que pasa (un cumpleaños, una gesta histórica, un triunfo agropecuario) sino una suplantación de la realidad.
No es raro que en una oficina informen: "No pudimos resolver el asunto porque hubo comida" o "El trámite estaba casi listo cuando tuvimos que ir a Oaxtepec". Con el primer refresco, se suspenden las obligaciones laborales.
México sería insoportable si se perdiera el gusto por el relajo que nunca termina. Sin ánimo de ser aguafiestas, planteo una pregunta: ¿gastamos para celebrar o celebramos porque gastamos? En muchas ocasiones el despilfarro es causal de felicidad. Si tus amigos tienen apetito para un chivo, matas dos.
Corresponde a un pueblo amenazado sentir que mejora a través del derroche. Un concepto apocalíptico de la dicha nos lleva a suponer que todo goce es el último y en consecuencia debemos aportar nuestro resto.
Lo malo es que tan arraigada costumbre se ha convertido en gesto político. El erario se hunde pero la Presidencia anuncia sus triunfos, las campañas de los partidos son más costosas que las de cualquier país europeo, los diputados mantienen sus prebendas y las universidades gastan en su nomenclatura lo que jamás gastarán en sus profesores. El dispendio es una olla exprés cuya válvula de escape consiste en compartir la fiesta de vez en cuando. Si el sindicato protesta, le haces una posada.
La costumbre de gastar lo que no tienes para demostrar que estás contento ha cobrado visos alarmantes con el Bicentenario. Para empezar, le tocó al PAN celebrar principios en los que no cree. Es como si los esquimales fueran comisionados para festejar el trópico. La Independencia no es un timbre de orgullo de un partido criollista que muy rara vez incluye a un moreno en sus puestos de alto rango y que permitió que José María Aznar, el más españolista de los políticos posteriores a la transición, viniera a México a apoyar la campaña de Felipe Calderón. La gesta revolucionaria le resulta aún más ajena. El PAN es un partido de restauración que pretendió regresar el reloj a la época en que el México decente no había sido mancillado por el peladaje que pidió justicia social. ¿Qué puede celebrar un partido que mira la Revolución como una gesta de jacobinos, populistas y nacos?
Carente de contenidos, el Bicentenario se ha vuelto un dispendio autocelebratorio, no de la patria, que carece de cuenta bancaria, sino de quien firma los cheques. Hay que reconocer que, al actuar de esta insensata manera, el gobierno ejerce la muy mexicana costumbre de echar la casa por la ventana sin que se conozca el motivo ni se tengan recursos. Pero una cosa es que cada quien dilapide sus propios centavos y otra muy distinta que el gobierno dilapide los que deberían ser de todos.