Derechos humanos
Miguel Ángel Granados Chapa
10 Dic. 09
No se puede celebrar el día de los derechos humanos en México, mientras arrecian las violaciones a los mismos, las agresiones a los defensores de tales derechos y el órgano nacional respectivo está en pleno deterioro
Desde hace 61 años en que se emitió la Declaración Universal de Derechos Humanos, el 10 de diciembre se consagra a informar y reflexionar sobre el respeto y la vigencia de esas prerrogativas de las personas, factor indisoluble de todo régimen democrático.
En México no podemos hoy festejar este día. Por doquier se perciben violaciones a esos derechos e incapacidad estatal o carencia de voluntad para indagar tales infracciones y castigar a quienes las cometen. Por si algo faltara en ese triste panorama, el órgano del Estado que debería ser salvaguarda de las personas se deterioró notoriamente en los años recientes y la sucesión de su titular, lejos de abrir expectativas de un porvenir menos opaco y más eficaz, significa un declive aún más veloz hacia profundidades más hondas.
Anteayer fue presentado un informe de Amnistía Internacional sobre violaciones a derechos humanos cometidas por miembros del Ejército. No hace falta subrayar la relevante presencia de esa organización en la observación y denuncia de agravios a las personas en todo el mundo, de suerte que no es trivial el acerbo juicio contras las autoridades mexicanas que se desprende de su reporte, que es en algún sentido confirmación del que hace varios meses presentó otro organismo de similar naturaleza, Human Rights Watch, sobre el mismo tema aunque con fundamentos e información diferentes. Los dos informes coinciden, sin embargo, en que por razones estructurales y coyunturales no se propicia ni se aplican castigos a los violadores que visten uniforme. Y bien se sabe que no hay mejor caldo de cultivo que la impunidad para que crezcan las infracciones, los abusos y excesos.
Esa impunidad se ha evidenciado, por enésima ocasión, en el caso de dos desaparecidos emblemáticos, Edmundo Reyes Amaya y Gabriel Alberto Cruz Sánchez, militantes del Ejército Popular Revolucionario, de los que nada se sabe desde mayo de 2007. A pesar de que no son por desgracia los únicos, su caso ha dado lugar la integración del libro Desapariciones forzadas, compuesto por la sola documentación resultante del esfuerzo fallido de una comisión mediadora que se dispersó ante la evidente intención del gobierno de no sólo pretender inocencia en aquella desaparición sino omitir todo avance en la averiguación previa iniciada por la denuncia de la privación ilegal de la libertad de esas personas. Ese libro será presentado hoy en la benemérita organización civil Servicios y Asesoría para la Paz.
La Comisión Nacional de los Derechos Humanos, la oficina del ombudsman, debería ser un valladar contra esas violaciones y actuar no sólo en busca de remedios y castigos en casos particulares, sino promoviendo políticas de Estado que generen condiciones de respeto a los derechos de las personas. En vez de proceder en tal sentido, la cúpula que dirigió la CNDH en los años recientes la convirtió en una pesada maquinaria burocrática, propensa al despilfarro y al cultivo de apariencias más que al cumplimiento de sus altos objetivos, para lo cual serviría su carácter de órgano constitucional autónomo.
La conclusión del decenio en que la CNDH fue encabezada por el doctor José Luis Soberanes fue ocasión propicia para su reconstrucción. El procedimiento de designación del nuevo titular, sin embargo, fue capturado por intereses partidarios y personales ajenos a los fines institucionales de la Comisión. La trayectoria de algunos candidatos, su solvencia ética, la prestancia con que respondieron a la comisión senatorial responsable de componer la terna de que el pleno del Senado eligió al presidente del órgano federal, nada de eso sirvió ante el hecho, comprobado sin lugar a dudas, de que el nombramiento de Raúl Plascencia Villanueva como sucesor de Soberanes, tras haber sido su colaborador y notoriamente su candidato, se fraguó aun antes del procedimiento formal que de ese modo quedó reducido a la condición de mascarada, a pesar de que lo dirigió la enhiesta figura de Rosario Ibarra.
En el afán de conservar una esperanza, por tenue que fuera, hubo quienes supusieron posible que el ombudsman curara la ilegitimidad de su origen con un desempeño acorde con las necesidades sociales en esta materia. Cabe esperar poco en tal sentido después de la integración del equipo ejecutivo de la CNDH. Fue llamativa de inmediato la designación como tercer visitador de Daniel Romero Mejía, simplemente presentado como ex dirigente empresarial, sin experiencia alguna en el ámbito en que ahora deberá cumplir delicadas encomiendas. Pero ése es su defecto menor.
Abogado por la Universidad Autónoma de Baja California, como su ahora jefe Plascencia Villanueva, y amigo personal suyo, Romero Mejía ha hecho carrera como funcionario medio en la Procuraduría General de la República y en el gobierno federal, donde no hizo huesos viejos. Trabajó en la Secretaría de Gobernación durante el sexenio salinista y en la propia Presidencia de la República en la primera administración panista. Súbitamente dejó la burocracia y apareció en Tijuana como líder de Consejo Coordinador Empresarial de esa ciudad; y presidente del Consejo Nacional de la Industria Maquiladora.
Según información del semanario Proceso (de cuyo número 1727, que está en circulación, proceden los datos anteriores), la designación de Romero Mejía es parte de la política que condujo a Plascencia Villanueva a la CNDH y que responde a los intereses de Jorge Hank Rohn, el impresentable ex alcalde de Tijuana. El senador Fernando Castro Trenti habría sido el operador.
Cajón de Sastre
Si, como las apariencias indican, fue una motivación personalísima, ajena a las atribuciones de su cargo, la que condujo al presidente Calderón a no proponer una nueva reelección de Guillermo Ortiz como gobernador del Banco de México, se ha añadido un factor más a la descalificación que padece México como el país que peor enfrenta la crisis. No es compatible con las responsabilidades de un gobernante en apuros el otorgar lugar privilegiado a sus fobias y sentimientos personales. Los reconcomios que separan desde hace más de una década a Calderón y a Ortiz debieron ser dejados de lado en esta delicada coyuntura porque el prestigio y la presencia internacional de director del banco central son parte del herramental para promover la economía de un país. Y si bien Agustín Carstens puede guardar una posición semejante, para llenar su hueco se echó mano de un novato carente del perfil requerido en esta coyuntura.
Desde hace 61 años en que se emitió la Declaración Universal de Derechos Humanos, el 10 de diciembre se consagra a informar y reflexionar sobre el respeto y la vigencia de esas prerrogativas de las personas, factor indisoluble de todo régimen democrático.
En México no podemos hoy festejar este día. Por doquier se perciben violaciones a esos derechos e incapacidad estatal o carencia de voluntad para indagar tales infracciones y castigar a quienes las cometen. Por si algo faltara en ese triste panorama, el órgano del Estado que debería ser salvaguarda de las personas se deterioró notoriamente en los años recientes y la sucesión de su titular, lejos de abrir expectativas de un porvenir menos opaco y más eficaz, significa un declive aún más veloz hacia profundidades más hondas.
Anteayer fue presentado un informe de Amnistía Internacional sobre violaciones a derechos humanos cometidas por miembros del Ejército. No hace falta subrayar la relevante presencia de esa organización en la observación y denuncia de agravios a las personas en todo el mundo, de suerte que no es trivial el acerbo juicio contras las autoridades mexicanas que se desprende de su reporte, que es en algún sentido confirmación del que hace varios meses presentó otro organismo de similar naturaleza, Human Rights Watch, sobre el mismo tema aunque con fundamentos e información diferentes. Los dos informes coinciden, sin embargo, en que por razones estructurales y coyunturales no se propicia ni se aplican castigos a los violadores que visten uniforme. Y bien se sabe que no hay mejor caldo de cultivo que la impunidad para que crezcan las infracciones, los abusos y excesos.
Esa impunidad se ha evidenciado, por enésima ocasión, en el caso de dos desaparecidos emblemáticos, Edmundo Reyes Amaya y Gabriel Alberto Cruz Sánchez, militantes del Ejército Popular Revolucionario, de los que nada se sabe desde mayo de 2007. A pesar de que no son por desgracia los únicos, su caso ha dado lugar la integración del libro Desapariciones forzadas, compuesto por la sola documentación resultante del esfuerzo fallido de una comisión mediadora que se dispersó ante la evidente intención del gobierno de no sólo pretender inocencia en aquella desaparición sino omitir todo avance en la averiguación previa iniciada por la denuncia de la privación ilegal de la libertad de esas personas. Ese libro será presentado hoy en la benemérita organización civil Servicios y Asesoría para la Paz.
La Comisión Nacional de los Derechos Humanos, la oficina del ombudsman, debería ser un valladar contra esas violaciones y actuar no sólo en busca de remedios y castigos en casos particulares, sino promoviendo políticas de Estado que generen condiciones de respeto a los derechos de las personas. En vez de proceder en tal sentido, la cúpula que dirigió la CNDH en los años recientes la convirtió en una pesada maquinaria burocrática, propensa al despilfarro y al cultivo de apariencias más que al cumplimiento de sus altos objetivos, para lo cual serviría su carácter de órgano constitucional autónomo.
La conclusión del decenio en que la CNDH fue encabezada por el doctor José Luis Soberanes fue ocasión propicia para su reconstrucción. El procedimiento de designación del nuevo titular, sin embargo, fue capturado por intereses partidarios y personales ajenos a los fines institucionales de la Comisión. La trayectoria de algunos candidatos, su solvencia ética, la prestancia con que respondieron a la comisión senatorial responsable de componer la terna de que el pleno del Senado eligió al presidente del órgano federal, nada de eso sirvió ante el hecho, comprobado sin lugar a dudas, de que el nombramiento de Raúl Plascencia Villanueva como sucesor de Soberanes, tras haber sido su colaborador y notoriamente su candidato, se fraguó aun antes del procedimiento formal que de ese modo quedó reducido a la condición de mascarada, a pesar de que lo dirigió la enhiesta figura de Rosario Ibarra.
En el afán de conservar una esperanza, por tenue que fuera, hubo quienes supusieron posible que el ombudsman curara la ilegitimidad de su origen con un desempeño acorde con las necesidades sociales en esta materia. Cabe esperar poco en tal sentido después de la integración del equipo ejecutivo de la CNDH. Fue llamativa de inmediato la designación como tercer visitador de Daniel Romero Mejía, simplemente presentado como ex dirigente empresarial, sin experiencia alguna en el ámbito en que ahora deberá cumplir delicadas encomiendas. Pero ése es su defecto menor.
Abogado por la Universidad Autónoma de Baja California, como su ahora jefe Plascencia Villanueva, y amigo personal suyo, Romero Mejía ha hecho carrera como funcionario medio en la Procuraduría General de la República y en el gobierno federal, donde no hizo huesos viejos. Trabajó en la Secretaría de Gobernación durante el sexenio salinista y en la propia Presidencia de la República en la primera administración panista. Súbitamente dejó la burocracia y apareció en Tijuana como líder de Consejo Coordinador Empresarial de esa ciudad; y presidente del Consejo Nacional de la Industria Maquiladora.
Según información del semanario Proceso (de cuyo número 1727, que está en circulación, proceden los datos anteriores), la designación de Romero Mejía es parte de la política que condujo a Plascencia Villanueva a la CNDH y que responde a los intereses de Jorge Hank Rohn, el impresentable ex alcalde de Tijuana. El senador Fernando Castro Trenti habría sido el operador.
Cajón de Sastre
Si, como las apariencias indican, fue una motivación personalísima, ajena a las atribuciones de su cargo, la que condujo al presidente Calderón a no proponer una nueva reelección de Guillermo Ortiz como gobernador del Banco de México, se ha añadido un factor más a la descalificación que padece México como el país que peor enfrenta la crisis. No es compatible con las responsabilidades de un gobernante en apuros el otorgar lugar privilegiado a sus fobias y sentimientos personales. Los reconcomios que separan desde hace más de una década a Calderón y a Ortiz debieron ser dejados de lado en esta delicada coyuntura porque el prestigio y la presencia internacional de director del banco central son parte del herramental para promover la economía de un país. Y si bien Agustín Carstens puede guardar una posición semejante, para llenar su hueco se echó mano de un novato carente del perfil requerido en esta coyuntura.
miguelangel@granadoschapa.com
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