LAJORNADA
Por medio de un oficio enviado a la Cámara de Diputados y difundido el pasado miércoles, la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP) descartó congelar y disminuir los precios de las gasolinas y el diesel, como han venido demandando en semanas recientes la mayoría de los partidos de oposición, organizaciones sociales, movimientos campesinos y populares y sectores productivos. En el documento, la dependencia federal sostiene que revertir las alzas decretadas en los precios de los combustibles implicaría "un mayor rezago en su costo, con los consecuentes perjuicios sobre las finanzas públicas federales, estatales y municipales", y señala que las proyecciones de la cotización de los productos petrolíferos "presentan una tendencia creciente, por lo que al disminuirlos se estaría dando una señal errónea a los consumidores".
En la hora presente, cuando los incrementos referidos se han traducido en un alza generalizada en los costos de productos básicos y servicios a escala nacional, la postura de la SHCP constituye un factor adicional de agravio para una población que, más allá de la lectura a modo de las cifras oficiales, continúa inmersa en un estado de crisis y padece un deterioro sostenido de sus condiciones de vida.
A la arrogancia tecnocrática y la indolencia características del gobierno en turno –el cual, en su momento, no pudo o no quiso ver la gravedad de los descalabros financieros mundiales y su potencial nocivo para la economía nacional–, se suma ahora un inequívoco cinismo: no otra cosa es la propensión oficial a corregir los desequilibrios existentes en las finanzas públicas mediante el sacrificio de las mayorías, y a desoír, en cambio, las alternativas ofrecidas desde distintos sectores de la oposición social y política para manejar un déficit en las finanzas públicas que ha sido creado, en beneficio propio y de un puñado de empresas nacionales y extranjeras, por los mismos encargados del manejo económico del país.
En efecto, antes de ensayar medidas que implican un mayor sufrimiento de la población, el grupo en el poder tendría que obtener los recursos faltantes a partir de una política fiscal mínimamente equitativa –esto es, cobrar impuestos a los consorcios que hoy en día no los pagan, como lo ha reconocido y reclamado el propio Felipe Calderón– y restringir los salarios desproporcionados de los cargos superiores de la administración pública en los tres poderes, así como reducir en forma sustancial el monto que el Ejecutivo federal destina a gastos de lujo y prestaciones principescas para sus funcionarios.
En la misma lógica, resulta impostergable que el gobierno se deshaga de ramas del ejercicio presupuestal que constituyen, en el momento presente, un dispendio injustificable de recursos públicos, como las sumas destinadas a la contratación de publicidad oficial, que en su mayoría van a parar a las arcas de los grandes consorcios mediáticos, y que debieran ser reorientadas, con sentido y responsabilidad, hacia rubros como la educación, la salud, el gasto social y el rescate de los grupos sociales más desprotegidos.
En un contexto marcado por los estragos sociales derivados de la crisis económica presente y por el avance de la descomposición política e institucional, el manejo inescrupuloso e insensible de los recursos a disposición del gobierno federal constituye un elemento adicional de discordia y tensión entre la sociedad y el Estado, y alimenta la perspectiva de surgimiento de estallidos sociales y escenarios de ingobernabilidad. Es necesario, por tanto, que el grupo en el poder comprenda cuanto antes la importancia de poner el dinero público al servicio de la gente, en el entendido de que éste –entristece tener que recordarlo– no es patrimonio de los funcionarios federales, ni mucho menos de los contratistas y grupos de interés corporativos cercanos al poder político, sino del conjunto de la población.
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En la hora presente, cuando los incrementos referidos se han traducido en un alza generalizada en los costos de productos básicos y servicios a escala nacional, la postura de la SHCP constituye un factor adicional de agravio para una población que, más allá de la lectura a modo de las cifras oficiales, continúa inmersa en un estado de crisis y padece un deterioro sostenido de sus condiciones de vida.
A la arrogancia tecnocrática y la indolencia características del gobierno en turno –el cual, en su momento, no pudo o no quiso ver la gravedad de los descalabros financieros mundiales y su potencial nocivo para la economía nacional–, se suma ahora un inequívoco cinismo: no otra cosa es la propensión oficial a corregir los desequilibrios existentes en las finanzas públicas mediante el sacrificio de las mayorías, y a desoír, en cambio, las alternativas ofrecidas desde distintos sectores de la oposición social y política para manejar un déficit en las finanzas públicas que ha sido creado, en beneficio propio y de un puñado de empresas nacionales y extranjeras, por los mismos encargados del manejo económico del país.
En efecto, antes de ensayar medidas que implican un mayor sufrimiento de la población, el grupo en el poder tendría que obtener los recursos faltantes a partir de una política fiscal mínimamente equitativa –esto es, cobrar impuestos a los consorcios que hoy en día no los pagan, como lo ha reconocido y reclamado el propio Felipe Calderón– y restringir los salarios desproporcionados de los cargos superiores de la administración pública en los tres poderes, así como reducir en forma sustancial el monto que el Ejecutivo federal destina a gastos de lujo y prestaciones principescas para sus funcionarios.
En la misma lógica, resulta impostergable que el gobierno se deshaga de ramas del ejercicio presupuestal que constituyen, en el momento presente, un dispendio injustificable de recursos públicos, como las sumas destinadas a la contratación de publicidad oficial, que en su mayoría van a parar a las arcas de los grandes consorcios mediáticos, y que debieran ser reorientadas, con sentido y responsabilidad, hacia rubros como la educación, la salud, el gasto social y el rescate de los grupos sociales más desprotegidos.
En un contexto marcado por los estragos sociales derivados de la crisis económica presente y por el avance de la descomposición política e institucional, el manejo inescrupuloso e insensible de los recursos a disposición del gobierno federal constituye un elemento adicional de discordia y tensión entre la sociedad y el Estado, y alimenta la perspectiva de surgimiento de estallidos sociales y escenarios de ingobernabilidad. Es necesario, por tanto, que el grupo en el poder comprenda cuanto antes la importancia de poner el dinero público al servicio de la gente, en el entendido de que éste –entristece tener que recordarlo– no es patrimonio de los funcionarios federales, ni mucho menos de los contratistas y grupos de interés corporativos cercanos al poder político, sino del conjunto de la población.