Chomsky y Foucault: la razón y la navaja
Ya lejano en el tiempo, aquel diálogo documenta todavía una bifurcación desastrosa, cuyos daños aún hoy pueden apreciarse
Paolo Virno
Pocas son las certezas que podemos depositar en la palabra. Acaso su espectral naturaleza sólo permita sugerir el desplazamiento –tránsito que testimonia y funda la diferencia–, como su única característica permanente. La conversación, está visto, consiste en practicar el ensayo en la más líquida y maleable de sus formas.
Hoy en día, gracias a la relativa democratización del conocimiento que permite la red, es de sobra conocido el célebre debate que sostuvieron Michel Foucault y Noam Chomsky en la Escuela Superior de Tecnología de Eindhoven (Holanda) en noviembre de 1971 dentro del marco de los encuentros del International Philosophers Project dirigidos por Fons Elders, activista radical y filósofo quien, entre sus mayores logros curriculares, contará con haber moderado el encuentro en cuestión, sugerir a Foucault que vistiera una peluca pelirroja durante la charla (cosa que no sucedió) y, según la turbia leyenda, pasar a la historia por darle al filósofo francés “una importante porción de hachís” como pago por su presentación en el evento.
En octubre de 2006 la editorial Katz, en mi opinión una tentativa editorial comprometida y estimulante llamada a ser una piedra de toque en lo que a filosofía, ciencias sociales, estudios culturales, ciencia política y ciencias duras se refiere en el ámbito hispanoamericano, editó en bello formato el debate televisivo bajo el título La naturaleza humana: justicia versus poder a partir del texto Reflexive Water. The basics concerns or mankind publicado por Souvenir Press en Londres en 1974. Resulta evidente que, en su versión impresa, es mucha la riqueza perdida: gestos, miradas, inflexiones de voz, bromas, galantería e incluso vestuario e iluminación. Afortunadamente para los interesados es posible cotejar partes del debate a través del maravilloso acervo de YouTube, sitio web que permite un acercamiento directo con un documento visual que, hace apenas un par de años, hubiera sido inconseguible. Gracias al servidor podemos sopesar no sólo los argumentos de los expositores sino también enterarnos de la fina ironía de Foucault, su velada displicencia (en ocasiones se mira las uñas o se escarba los dientes), la precisión y la impecable racionalidad de Chomsky y su peinado a la Clark Kent. Es motivo de verdadera alegría contar con una versión en castellano de un debate que, en buena medida, ayuda a (re)pensar un tema tan vetusto como inagotable: la siempre conflictiva naturaleza humana.
PALABRAS CRUZADAS
El debate se encuentra dividido en dos secciones. La primera, que atañe propiamente a la problemática de la naturaleza humana, se desarrolla en un tono cordial e incluso placentero: mera coquetería académica. La segunda, por el contrario, es un ejemplo de la seductora acidez y lucidez de Foucault y del irreprochable candor y mesura de Chomsky. En este segmento confrontan sus irreconciliables diferencias y protagonizan uno de los encuentros intelectuales más sugestivos de la segunda mitad del siglo xx respecto de una cuestión que aún ahora ha quedado irresoluble: las convulsas relaciones entre el poder y la justicia.
Queda claro, desde el primer momento, que el tema del debate presupone dominios discursivos excluyentes, contradictorios y sumamente complejos. Referirse a la naturaleza humana conlleva entronizadas complicaciones histórico-biológicas y contrapuestas perspectivas filosóficas que, a la fecha, siguen siendo un territorio abierto a la especulación y al paso del tiempo. Con todo, suponemos no sin verdad que somos un ente escindido y conjuntado a través de los genes y los memes; un sustrato biológico amalgamado con uno cultural.
En este primer momento de la charla es posible analizar con prudencia los comentarios de un Chomsky postulador del innatismo lingüístico, firme defensor –y con acierto– de la importancia neurálgica de la creatividad del sujeto hablante. La tesis del entonces ya profesor del mit sostenía, como sostiene, que a través de la combinatoria finita de los elementos gramaticales es posible crear prácticamente oraciones infinitas y singulares, lo que descalificaría la adquisición del lenguaje y su performatividad como aprendizaje y socialización. Para el lingüista dicho conocimiento instintivo sería “un constituyente fundamental de la naturaleza humana”. La teoría de Chomsky, aunque más preciso sería decir su aportación científica, minó entre otros blancos el empirismo filosófico, el conductismo recalcitrante y en cierta medida algunos de los postulados básicos del estructuralismo. Para la fecha en que se lleva a cabo el debate, Chomsky ya había publicado Estructuras sintácticas (1957), Aspectos de la teoría de la sintaxis (1965) y Lingüística cartesiana (1966) entre otros.
En este punto podría sostener, con el franco afán de escandalizar, que Michel Foucault no podría sino estar en desacuerdo, pero sería una exageración. Desde luego la postura del francés será distinta. Según su parecer es difícil atenerse a un concepto como el de naturaleza humana puesto que “entre los conceptos o nociones que una ciencia puede utilizar no todos tienen el mismo grado de elaboración”, situación que lo hará esbozar una diferencia entre “concepto científico” e “indicador epistemológico”, evitando así la perniciosa homologación entre índice y conocimiento. Sin embargo, lo más prudente será señalar lo irrebatible: si bien el tema que abordan es el mismo están hablando de situaciones y estadios diferentes, de allí que Foucault sostenga que los problemas de cada uno son disímiles en la medida en que Chomsky ha combatido el conductismo lingüístico que negaba la capacidad creativa del sujeto hablante y él, como historiador de la ciencia y el pensamiento, ha puesto en conflicto la soberanía del sujeto en relación con la historia del saber. Por tal razón, en cuanto a la competencia y alcance de sus ciencias particulares, no tendrían por qué existir desavenencias significativas teóricamente hablando.
No obstante, Foucault, con su elegante tono perifrástico, pilotará el sentido del debate al llevarlo a sus dominios, es decir, al terreno epistemológico. Entonces demostrará su interés, más amplio en tanto que atañe no sólo a la historia de la ciencia sino también a su estatuto epistémico, en los métodos, dispositivos y condiciones que transforman la teoría del conocimiento, es decir, el estado en que se presentan las condiciones de verdad del sujeto y para el sujeto, de ahí que su inquietud sea analizar no la historia de los descubrimientos del saber sino las transformaciones de dicha comprensión. Chomsky, desde esta perspectiva, quedaría limitado a fungir como un mero cronista de los descubridores –a este respecto el sociólogo Robert K. Merton ha legado datos excepcionales en su delicioso libro On the Shoulders of Giants.
Simplificando, podríamos decir que mientras Chomsky introduce la figura del sujeto en el análisis gramatical, Foucault difumina su presencia en aras de asimilar el entorno del saber y el funcionamiento preciso que lo hace posible en un momento determinado.
Chomsky entonces dirige su atención a la capacidad creativa del ser humano, concibiéndola como una característica esencial y constitutiva de la especie, “estoy refiriéndome al tipo de creatividad que cualquier niño demuestra cuando enfrenta una situación nueva… He estado hablando de los niveles bajos de creatividad”. En mi opinión este tipo de afirmaciones, románticas y epidérmicas, ayudan a ubicar el discurso de Chomsky por oposición al de Foucault. Desde la perspectiva del estadunidense, debido al innatismo de ciertas estructuras mentales, es posible justificar conceptos tan vagos como los de “gran artista” o “gran científico”, eso sin contar que como moneda corriente encontramos en su vocabulario palabras como “normalidad”, “humanidad” o “decencia”. Algunas páginas después invocará a una curiosa figura de autoridad (lo digo sin mofa) para ejemplificar su punto, aludirá a un hipotético marciano que, pensando curiosamente como terrícola (hecho, en su candidez, que el lingüista pasa por alto) quedaría asombrado al constatar el acto descomunal de invención y creación que supone la facultad del lenguaje. El marciano de Chomsky, en caso de que fuera un ente racional y no un idiota –dicho marciano se revela entonces como un observador modelo, en este caso, como un doble del mismo Chomsky– “llegaría a la conclusión de que la estructura del conocimiento que se adquiere en el caso del lenguaje es básicamente interior a la mente humana” dada su complejidad inextricable y la facilidad de las “creatividades bajas” para hacerse con él. Desafortunadamente su argumento es imponderable. No contamos con el marciano y no sabemos si es racional; por lo tanto Chomsky tiene razón: el lenguaje, por imposible, debe ser consustancial al ser humano. En ese sentido no acepto ni contravengo su argumentación; empero, no puedo estar de acuerdo con el innatismo de la teoría de Chomsky como prueba de cargo para justificar invariables o “esencias humanas”, del orden que sean, en el acontecer de la vida política e histórica de los individuos y sus sociedades. Y ese será precisamente el argumento que Foucault cuestionará al sostener que es necesario ubicar dichas reglas inherentes a la mente en el campo de otras prácticas humanas, tales como la economía, la tecnología, la política, la sociología, que pueden cumplir las condiciones de formación, de modelos, de lugar, de aparición. Quisiera saber si no es posible encontrar el sistema de regularidad, de restricción que la ciencia sea posible, en algún otro lugar, incluso fuera de la mente humana, en formaciones sociales, en las relaciones de producción, en las luchas de clase, etcétera.
Por su parte, Chomsky matiza y coincide con Foucault al afirmar que en los actos creativos intervienen tanto propiedades intrínsecas de la mente como las condiciones sociales y particulares de los individuos. En este momento, ante la discreta polarización que ha tejido Foucault, Chomsky asestará un uppercut al decir que no se trata de elegir una u otra manera de enfrentarse a los descubrimientos científicos, y aun al comportamiento humano, sino de reconocer los distintos factores que los posibilitan con la finalidad de implementar, en la misma medida, un análisis de las capacidades intrínsecas de la mente y otro de las condiciones particulares de los individuos, es decir, de la historia.
PALABRAS ENEMIGAS
En el comienzo de la segunda parte Foucault, ante un entrevistador que más que impertinente y amarranavajas se ha mostrado por momentos como un consumado cretino, arranca con una enérgica respuesta respecto del por qué su interés en la política es la vez su parti pris:
¿Por qué no debería interesarme? Es decir, qué ceguera, qué sordera, qué densidad de ideología debería cargar para evitar el interés por lo que probablemente sea el tema más crucial de nuestra existencia, esto es, la sociedad en la que vivimos, las relaciones económicas dentro de las que funciona y el sistema de poder que define las maneras, lo permitido y lo prohibido de nuestra conducta. Después de todo, la esencia de nuestra vida consiste en el funcionamiento político de la sociedad en la que nos encontramos.
Después de tal declaración de principios, que es posible ubicar en un plano distinto al inicialmente discutido con Chomsky, es notoria la pasión de Foucault por uno de los temas focales de nuestro tiempo: la política, su ejercicio y las relaciones de poder, actividad a la que Chomsky dedicaría buena parte de su vida, lamentablemente, desde un flanco con limitaciones evidentes y supinas contradicciones.
En este apartado, Foucault, a la par de dar muestras de maestría discursiva y centelleante ironía, esbozará algunas de sus más penetrantes críticas contra nuestras entecas ideas de democracia, contra la opción política del anarcosindicalismo y contra la izquierda obstinada y miope incapaz de darse cuenta de su autocomplacencia e ingenuidad. En suma, echará por tierra los principales pilares del evangelio chomskiano (parecidos en cierta medida a los que sostienen el discurso de James Petras, José Saramago o el Sub Comandante Marcos) no sin advertir que “estamos viviendo bajo un régimen de dictadura de clase, de un poder de clase que se impone a través de la violencia, incluso cuando los instrumentos de esta violencia son institucionales y constitucionales; y a ese nivel, hablar de democracia carece de sentido por completo”. Foucault, en este momento, ha sacado la navaja.
Chomsky, idealista y utopista, intentará definir y articular su discurso con base en sus ideas de una naturaleza humana justa y libre, bajo fundamentos como el “humanismo”, el “amor”, la “decencia”, la “bondad” o la “compasión” que, por si fuera poco, estarían determinados, en su opinión, de manera biológica, es decir, serían parte constitutiva de la naturaleza humana (al respecto convendría recordar la frase de James Madison que sostiene que si los hombres fueran ángeles no necesitarían gobierno alguno). El principal desacierto de Chomsky radica en que niega la contingencia y la historicidad, intentando ubicar un discurso histórico en el plano de inmanencia, o sea, en el de una metahistoria. Por tal razón su teoría social está condenada al fracaso, en la medida en que es imposible e impertinente deducir un ideal sociopolítico de un presumible invariante biológico. Chomsky parece olvidar que, si bien la facultad del lenguaje puede ser un innatismo, el acontecimiento de su praxis es histórico; luego, sus invariables se encuentran a merced de la contingencia: el lenguaje es la historia, o para decirlo con el poeta “la palabra del hombre/ es hija de la muerte. / Hablamos porque somos/ mortales: las palabras/ no son signos, son años”.
En este punto Foucault es implacable. Además de tasajear sin tregua las razones burguesas del profesor, desarticula sus argumentos al espetarle que será necesario pensar la justicia desde la óptica de la lucha social y no la lucha social en términos de la justicia. La propuesta de Chomsky, si bien mesurada, moralista y hasta conservadora, busca legitimar su praxis y actúa, como bien se lo señala Foucault, en función de una justicia “superior”, “ideal” o “pura”, en un franco ejercicio de lo que el filósofo español Tomás Pollán ha denominado “mentalidad sacrificial” o “justica distributiva”, es decir, pensar que todo proceso social y político –y en última instancia cualquier actividad humana– por más revolucionario o violento que sea, responde a una teleología perfecta en la que todo se resolverá en un futuro promisorio y equitativo: en la tierra prometida. Sólo si asimilamos dicho razonamiento podremos entender frases como la siguiente en boca del lingüista: “Un período de dictadura violenta, o quizá de dictadura violenta y sangrienta, es justificable porque implicará la supresión y el fin de la dominación de clase, un objetivo adecuado para la vida humana; es por esta última condición que toda la empresa podría justificarse.”
La situación, como vemos, se ha tornado escabrosa. Momentos antes de la declaración de Chomsky, Foucault afirmaba que el proletariado lucha contra la clase dominante porque por primera vez en la historia quiere tomar el poder, y añadirá con un aguijón fulminante que la guerra se hace para ganarse, no porque sea justa. Desnudez absoluta: Chomsky es víctima de sus propios atavismos, de su criterio y de su humana naturaleza.
Foucault, que a estas alturas ha dejado en claro cuáles son las tareas que debe realizar la política en sociedades como las nuestras (deberá criticar el funcionamiento de las instituciones aparentemente neutrales como la universidad o la familia en aras de develar la violencia política que han ejercido de manera oculta), concibe los conceptos de justicia, bondad o naturaleza humana como dependientes de nuestra civilización, como adendas que sólo pueden surgir al interior de nuestra filosofía y sociedad. Sujetos entonces a nuestro sistema de clases, “no podemos, por lamentable que sea, servirnos de esos conceptos para describir o justificar una lucha que debería –y que por principio debe– echar abajo los fundamentos mismos de nuestra sociedad”. Chomsky, desde luego, está liquidado.
Este debate, estimulante como pocos, es un valioso testimonio de los encuentros y desencuentros posibles gestados en la matriz y en la praxis del pensamiento crítico. Tales hallazgos, afortunadas coincidencias, mueven a pensar no sólo de maneras distintas, sino que echan en falta los documentos precisos que hubieran permitido al gran público conocer el contenido de las charlas de Borges con Derrida o de Celan con Heidegger.
Para terminar su participación, el moderador pregunta a Foucault cuál cree que es la enfermedad que aqueja más a la sociedad contemporánea, cuestión a la que el filósofo responde diciendo: “Nuestra sociedad ha estado aquejada por una enfermedad, una enfermedad muy paradójica y extraña, para la cual aún no hemos encontrado un nombre; y esta enfermedad mental tiene un síntoma muy curioso, y es que el síntoma mismo produjo la enfermedad mental.”
Kikka Roja