México-EU: planteamientos equívocos
Es esperanzador el interés mostrado por el presidente electo de Estados Unidos, Barack Obama, en México y sus asuntos, interés que quedó expresado ayer en el encuentro que sostuvo con el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa. Ciertamente hay elementos para suponer que las relaciones con el vecino del norte experimentarán una mejoría, así sea por la instauración de líneas de política exterior menos destructivas que las sostenidas en los ocho años del gobierno de George W. Bush hacia el resto del mundo, nuestro país incluido. El cambio, aunque fuera de matiz, ofrece una valiosa oportunidad que las autoridades mexicanas tendrían que aprovechar a fondo para introducir factores de racionalidad y provecho mutuo en una relación bilateral e invariablemente dominada por los intereses geoestratégicos y electorales de la clase política de Washington y los conglomerados trasnacionales de la nación vecina.
Un elemento a tomar en cuenta en el análisis es la inocultable situación de debilidad en que el gobierno mexicano dialoga con Estados Unidos: a la falta de legitimidad de origen de la administración calderonista se suman los fracasos en materia de seguridad pública y combate a la delincuencia, la imprevisión y las reacciones tardías del Ejecutivo federal ante la crisis económica en curso y la ausencia de cambios significativos, a dos años de gobierno, en lacras nacionales como la desigualdad, la pobreza extrema y la corrupción.
Algunos de esos rasgos de debilidad han dado pie para que en días pasados integrantes del gobierno saliente del país vecino se refirieran a México, con exageración y mala fe evidentes, como un “Estado fallido” y nación comparable en explosividad e inestabilidad a Pakistán.
La realidad es distinta: el nuestro es un país con dos siglos de vida institucional independiente que ha construido un entramado profundo entre identidad, territorio, tejido social e instituciones, y que posee una perspectiva de futuro, a pesar de la destrucción causada en ese entramado por los últimos gobernantes priístas y los ocho años de administraciones panistas. En esa lógica podría hablarse, a lo sumo, de gobiernos fallidos, en la medida en que han dejado intactos o han empeorado los problemas nacionales que habrían debido resolver: inequidad, miseria, corrupción, impunidad, destrucción del agro y de la planta productiva por los términos injustos del intercambio globalizado y crecimiento descontrolado de los poderes fácticos que, legales o no, han infiltrado y erosionado en forma alarmante a las instituciones. Por vecindad geográfica o designio político, Estados Unidos ha sido y sigue siendo un elemento impulsor de varios aspectos de esa problemática. Un caso claro es el auge del tráfico de drogas hacia el mercado de ese país y el inmenso poder criminal logrado por sus protagonistas.
Con estas consideraciones, es sorprendente y preocupante que Calderón, en vez de abordar ante Obama las distorsiones y problemas de la agenda bilateral, le haya ofrecido lo que George W. Bush exigió a México y no pudo obtener del todo, por falta de tiempo, más que por una oposición de las autoridades foxistas y calderonistas: una “alianza estratégica” entre ambos países para hacer frente al “problema común de la seguridad”.
No existe hasta ahora, sin embargo, tal “problema común”. La clase política de Washington suele colocar en el mismo grado de peligrosidad la inmigración indocumentada y el narcotráfico, y si bien ha realizado cuantiosas inversiones para combatir a la primera y perseguir a los trabajadores extranjeros –mexicanos, en primer lugar–, en materia de combate al narcotráfico ha sido más que indolente. Mientras naciones latinoamericanas como México y Colombia se desangran en “guerras contra las drogas” impulsadas desde Estados Unidos, éste se empeña en negar que el problema delictivo exista en su propio territorio y, pese a contar con sistemas de alta tecnología y poderosos medios militares y policiales, los estupefacientes ilícitos siguen entrando de manera masiva por sus fronteras. En contraste, sus autoridades han sido invariablemente remisas –así conviene a uno de los renglones principales de su industria– en combatir el voluminoso tráfico de armas de fuego hacia el sur del río Bravo.
Por lo que hace al terrorismo, nada tiene que ver el ataque criminal con granadas ocurrido el 15 de septiembre en Morelia con los grandes atentados gestados en el rencor histórico de ámbitos fundamentalistas contra Estados Unidos. Asumir la “guerra contra el terrorismo” emprendida por el gobierno de Bush como causa propia y, para colmo, ofrecerle a Obama la afiliación de México a esa empresa, es un doble error, porque pasa por alto las diferencias entre el presidente electo y su predecesor y porque involucra al país, innecesariamente, en un conflicto que le ha sido totalmente ajeno. No hay por qué insertar la aguda crisis de seguridad pública que padece México con las obsesiones estadunidenses (o más precisamente bushianas) de seguridad nacional.
Un elemento a tomar en cuenta en el análisis es la inocultable situación de debilidad en que el gobierno mexicano dialoga con Estados Unidos: a la falta de legitimidad de origen de la administración calderonista se suman los fracasos en materia de seguridad pública y combate a la delincuencia, la imprevisión y las reacciones tardías del Ejecutivo federal ante la crisis económica en curso y la ausencia de cambios significativos, a dos años de gobierno, en lacras nacionales como la desigualdad, la pobreza extrema y la corrupción.
Algunos de esos rasgos de debilidad han dado pie para que en días pasados integrantes del gobierno saliente del país vecino se refirieran a México, con exageración y mala fe evidentes, como un “Estado fallido” y nación comparable en explosividad e inestabilidad a Pakistán.
La realidad es distinta: el nuestro es un país con dos siglos de vida institucional independiente que ha construido un entramado profundo entre identidad, territorio, tejido social e instituciones, y que posee una perspectiva de futuro, a pesar de la destrucción causada en ese entramado por los últimos gobernantes priístas y los ocho años de administraciones panistas. En esa lógica podría hablarse, a lo sumo, de gobiernos fallidos, en la medida en que han dejado intactos o han empeorado los problemas nacionales que habrían debido resolver: inequidad, miseria, corrupción, impunidad, destrucción del agro y de la planta productiva por los términos injustos del intercambio globalizado y crecimiento descontrolado de los poderes fácticos que, legales o no, han infiltrado y erosionado en forma alarmante a las instituciones. Por vecindad geográfica o designio político, Estados Unidos ha sido y sigue siendo un elemento impulsor de varios aspectos de esa problemática. Un caso claro es el auge del tráfico de drogas hacia el mercado de ese país y el inmenso poder criminal logrado por sus protagonistas.
Con estas consideraciones, es sorprendente y preocupante que Calderón, en vez de abordar ante Obama las distorsiones y problemas de la agenda bilateral, le haya ofrecido lo que George W. Bush exigió a México y no pudo obtener del todo, por falta de tiempo, más que por una oposición de las autoridades foxistas y calderonistas: una “alianza estratégica” entre ambos países para hacer frente al “problema común de la seguridad”.
No existe hasta ahora, sin embargo, tal “problema común”. La clase política de Washington suele colocar en el mismo grado de peligrosidad la inmigración indocumentada y el narcotráfico, y si bien ha realizado cuantiosas inversiones para combatir a la primera y perseguir a los trabajadores extranjeros –mexicanos, en primer lugar–, en materia de combate al narcotráfico ha sido más que indolente. Mientras naciones latinoamericanas como México y Colombia se desangran en “guerras contra las drogas” impulsadas desde Estados Unidos, éste se empeña en negar que el problema delictivo exista en su propio territorio y, pese a contar con sistemas de alta tecnología y poderosos medios militares y policiales, los estupefacientes ilícitos siguen entrando de manera masiva por sus fronteras. En contraste, sus autoridades han sido invariablemente remisas –así conviene a uno de los renglones principales de su industria– en combatir el voluminoso tráfico de armas de fuego hacia el sur del río Bravo.
Por lo que hace al terrorismo, nada tiene que ver el ataque criminal con granadas ocurrido el 15 de septiembre en Morelia con los grandes atentados gestados en el rencor histórico de ámbitos fundamentalistas contra Estados Unidos. Asumir la “guerra contra el terrorismo” emprendida por el gobierno de Bush como causa propia y, para colmo, ofrecerle a Obama la afiliación de México a esa empresa, es un doble error, porque pasa por alto las diferencias entre el presidente electo y su predecesor y porque involucra al país, innecesariamente, en un conflicto que le ha sido totalmente ajeno. No hay por qué insertar la aguda crisis de seguridad pública que padece México con las obsesiones estadunidenses (o más precisamente bushianas) de seguridad nacional.
kikka-roja.blogspot.com/
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