Estado vulnerable Agustín Basave 09-Feb-2009 Los Estados latinoamericanos son más débiles que los Estados primermundistas. Lo son por varias razones pero, fundamentalmente, por nuestra inefable tradición caudillista. Tendemos a privilegiar al hombre (o a la mujer) fuerte por encima de la institución fuerte. En aquellos países se procura fortalecer a los liderazgos, en los nuestros se busca reforzar a los líderes. Mientras que allá el criterio para medir el poder del gobernante es su capacidad para hacer funcionar el entramado institucional a favor de su proyecto —siempre sujeto a las restricciones que el aparato le impone— acá lo es la habilidad para personalizarlo, sojuzgarlo o en el mejor de los casos ignorarlo. La escasez de servicios civiles de carrera sólidos es uno de los síntomas de esta enfermedad. México es un buen ejemplo, o mejor dicho un mal ejemplo. Los mexicanos solemos guiar nuestro sentido de permanencia, por lo que a la cosa pública se refiere, hacia la admiración por el control político que un presidente ejerce después de su sexenio. Y nuestro proceso de institucionalización no nos ha llevado mucho más allá del aprecio por la persistencia e incluso por la inmutabilidad de los partidos. No debe pues extrañarnos la vulnerabilidad de nuestro andamiaje estatal. Cuando cambia el gobierno cambian todos los planes, casi todos los funcionarios y muchas de las reglas del juego. Y cuando hay cambio de régimen cambian los símbolos y hasta los colores. Aclaro que estoy muy lejos de sumarme a las filas del misoneísmo nacional: soy de los que creen que nos hace falta una nueva Constitución, menos lejana de la realidad y más cercana al consenso nacional. Lo que ocurre es que hasta para modificar la institucionalidad se requiere institucionalidad, es decir, normas que encaucen las transformaciones en beneficio de la sociedad y no de algunos dirigentes. Pero eso no fue posible cuando el Estado mexicano fue un modelo para armar en manos del mandatario en turno y menos lo será en tanto prevalezca el Estado teporocho, el Estado anoréxico, el Estado bombero o cualquiera de las modalidades estatófobas forjadas por el neoliberalismo y agudizadas por déficits de legitimidad. El debate en torno a la posibilidad de que México sea un Estado fallido es significativo. Mexicanos de chile rojo, de dulce azul y de manteca amarilla rechazamos la imputación —me incluyo— si no por otra cosa porque proviene de documentos de inteligencia de Estados Unidos y lastima nuestra sensibilidad nacional. Con todo, hay elementos objetivos para refutar las comparaciones: nuestra realidad dista mucho de asemejarse a la de Pakistán y no tiene nada que ver con la de Somalia. Estamos ante una situación gravísima por el desbordamiento del crimen organizado en general y del narcotráfico en particular, que se agrava por la amenaza de la crisis económica y del descontento social, pero no hemos llegado a los niveles de anarquía de esos países. Ahora, si bien hay unanimidad en el rechazo inicial a los señalamientos gringos, hay también una diferencia en la visión de las cosas: unos se quedan con la idea de que no hemos caído y otros preferimos quedarnos con la de que estamos cerca del precipicio. Unos se consuelan y otros nos preocupamos. Todos, por cierto, debemos ocuparnos de que no caigamos. Lo importante es no confundir las causas con los efectos. El enseñoramiento de la violencia y los demás desafíos a nuestro Estado tienen un origen común, que es la existencia de instituciones frágiles, la que a su vez tiene la explicación histórica a la que me acabo de referir. Pero la expresión más nítida de esa fragilidad es la prevalencia de las reglas no escritas y la concomitante corrupción. La ley no se cumple porque lo que rige tanto al sector público como al privado y al social es una serie de códigos de normatividad tácita producto de esa estatalidad maleable, y en ese esquema cabe todo. Cabe la pérdida de control de territorio auspiciada por la infiltración de los criminales en el sistema de seguridad y de procuración y administración de justicia, cabe la informalidad de quienes no pagan impuestos o se los pagan a otros recaudadores, cabe la justicia por propia mano, cabe, en suma, la ausencia cotidiana y consuetudinaria de la legalidad. Si se quiere medir la cercanía al abismo de la falla del Estado mexicano, equipárense los metros a los minutos y cuéntese el tiempo que pasa en México entre una corruptela y la siguiente. En el primer mundo sobran individuos y grupos que violan la ley. La diferencia es que allá no se invaden las zonas intocables de las reglas escritas, y por eso la ilegalidad es la excepción y no la regla y la corrupción está menos extendida. No es que esos países estén en el Nirvana, pero sus Estados son fuertes porque la gente teme al caciquismo y valora la institucionalidad. Y una cosa más. Son fuertes porque el capitalismo desarrollado no se aplica a sí mismo la receta que reparte afuera, y sabe que la fortaleza de la autoridad estatal es indispensable para todos, incluidos los empresarios. Allá también hay grandes televisoras y otros poderes fácticos que tratan de obtener privilegios y a menudo lo logran, pero no los dejan concentrar poder al grado que puedan poner de rodillas al Estado. Se vale exigir certeza jurídica y jugar con los recovecos legales, negociar y presionar, pero hay límites. Son las fronteras de la sensatez, y se respetan porque la mayoría de los estadistas y legisladores y jueces encarnan el instinto de supervivencia de las instituciones y saben que nada ni nadie debe estar por encima de ellas. abasave@prodigy.net.mx Los desafíos a nuestro Estado tienen un origen común, que es la existencia de instituciones frágiles; la expresión más nítida de esa fragilidad es la prevalencia de las reglas no escritas y la corrupción. La ley no se cumple porque lo que rige es una normatividad tácita producto de esa estatalidad maleable. |
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