editorial la jornada
En días recientes se han realizado, en distintos puntos del territorio nacional, manifestaciones de protesta por los abusos cometidos en el curso de los operativos militares emprendidos por el gobierno federal. Ayer, por noveno día consecutivo, cientos de personas –entre las que se encontraban mujeres, niños y gente de la tercera edad– bloquearon algunas de las principales vialidades de Monterrey y reclamaron el cese de los atropellos cometidos por elementos castrenses; en Veracruz, alrededor de 300 personas tomaron cuatro casetas de peaje y bloquearon una carretera federal en demanda del retiro de las fuerzas armadas, y en Reynosa, Tamaulipas, alrededor de mil operadores de transporte público cerraron avenidas y cruces internacionales; además, en esta última localidad, elementos del Ejército se enfrentaron a presuntos sicarios y a manifestantes, lo que dejó como saldo una decena de muertos y más de 15 heridos. Por su parte, el gobernador de Nuevo León, José Natividad González Parás, señaló que tales movilizaciones son impulsadas por el crimen organizado y afirmó que “hay elementos para pensar que se trata del cártel del Golfo y Los Zetas”.
Al margen de que sean ciertas o no las declaraciones del gobernador nuevoleonés, no puede pasarse por alto que en el país se ha generado una legítima molestia ante los documentados atropellos militares cometidos en contra de civiles en el contexto de la cruzada antinarco del gobierno federal. Tales abusos han generado un profundo descontento en amplios sectores de la población, y han confirmado, además, las advertencias que hace más de dos años –cuando los soldados salieron a las calles– plantearon diversas organizaciones sociales en el sentido de que el uso de militares en labores de seguridad pública –que corresponden a instituciones civiles– representa una amenaza para la vigencia de las garantías individuales y el estado de derecho, al tiempo que expone a las fuerzas armadas a la animadversión popular y al poder de infiltración de las organizaciones delictivas.
Ante estas consideraciones, resulta improcedente identificar todas las manifestaciones de rechazo al Ejército con actos urdidos y manipulados por los cárteles de la droga, pues de esa manera se descalifica en su totalidad a expresiones –legítimas y sin duda reales– de la población ante una política de seguridad que no ha ayudado a erradicar la violencia en el país –al contrario, la ha incrementado–; que no ha disminuido, a lo que puede verse, el margen de maniobra de los grupos criminales, y que, en cambio, ha hundido a grandes franjas de la sociedad en la zozobra y el temor. En particular, es pertinente y necesario que las autoridades deslinden responsabilidades en relación con los enfrentamientos ocurridos ayer en Reynosa y que esclarezcan si ese hecho estuvo o no vinculado con las manifestaciones referidas.
Por lo demás, tampoco puede descartarse que alguna de las expresiones de descontento que se comentan sea impulsada de manera subrepticia por el narco y que esto sea reflejo de la obtención de apoyo social por parte de los cárteles de la droga. Tal perspectiva, por indeseable que resulte, no es sorprendente si se toma en cuenta que, además de la social y la política, el narcotráfico tiene una dimensión económica insoslayable y que esa industria emplea a alrededor de medio millón de personas en el país, de las cuales unas 300 mil se dedican al cultivo de estupefacientes ilícitos, según datos de la Secretaría de la Defensa Nacional.
En la circunstancia presente, lo peor que podría hacer el gobierno federal sería cerrar los ojos a este posible escenario, pues ello contribuiría a que los fenómenos referidos se consoliden o profundicen, y a que las corporaciones criminales aprovechen la actual coyuntura –en la que convergen el desempleo, bajas salariales, deterioro de la calidad de vida y un amplio sentir de desasosiego en el común de los mexicanos– para extender su influencia en los ámbitos social y económico.
Estas consideraciones tendrían que obligar a la administración calderonista a dar un golpe de timón en su actual política de seguridad y a modificar sus estrategias de combate al narcotráfico y a otras formas de delincuencia organizada, en el entendido de que, para erradicarlas, no basta con operativos y desplazamientos de soldados por el territorio nacional –que derivan, a fin de cuentas, en un círculo reproductor de la violencia–, sino que se necesita, en primer lugar, una comprensión de la complejidad y las dimensiones de esos fenómenos, así como capacidad y voluntad política para atacar sus causas originarias.
Al margen de que sean ciertas o no las declaraciones del gobernador nuevoleonés, no puede pasarse por alto que en el país se ha generado una legítima molestia ante los documentados atropellos militares cometidos en contra de civiles en el contexto de la cruzada antinarco del gobierno federal. Tales abusos han generado un profundo descontento en amplios sectores de la población, y han confirmado, además, las advertencias que hace más de dos años –cuando los soldados salieron a las calles– plantearon diversas organizaciones sociales en el sentido de que el uso de militares en labores de seguridad pública –que corresponden a instituciones civiles– representa una amenaza para la vigencia de las garantías individuales y el estado de derecho, al tiempo que expone a las fuerzas armadas a la animadversión popular y al poder de infiltración de las organizaciones delictivas.
Ante estas consideraciones, resulta improcedente identificar todas las manifestaciones de rechazo al Ejército con actos urdidos y manipulados por los cárteles de la droga, pues de esa manera se descalifica en su totalidad a expresiones –legítimas y sin duda reales– de la población ante una política de seguridad que no ha ayudado a erradicar la violencia en el país –al contrario, la ha incrementado–; que no ha disminuido, a lo que puede verse, el margen de maniobra de los grupos criminales, y que, en cambio, ha hundido a grandes franjas de la sociedad en la zozobra y el temor. En particular, es pertinente y necesario que las autoridades deslinden responsabilidades en relación con los enfrentamientos ocurridos ayer en Reynosa y que esclarezcan si ese hecho estuvo o no vinculado con las manifestaciones referidas.
Por lo demás, tampoco puede descartarse que alguna de las expresiones de descontento que se comentan sea impulsada de manera subrepticia por el narco y que esto sea reflejo de la obtención de apoyo social por parte de los cárteles de la droga. Tal perspectiva, por indeseable que resulte, no es sorprendente si se toma en cuenta que, además de la social y la política, el narcotráfico tiene una dimensión económica insoslayable y que esa industria emplea a alrededor de medio millón de personas en el país, de las cuales unas 300 mil se dedican al cultivo de estupefacientes ilícitos, según datos de la Secretaría de la Defensa Nacional.
En la circunstancia presente, lo peor que podría hacer el gobierno federal sería cerrar los ojos a este posible escenario, pues ello contribuiría a que los fenómenos referidos se consoliden o profundicen, y a que las corporaciones criminales aprovechen la actual coyuntura –en la que convergen el desempleo, bajas salariales, deterioro de la calidad de vida y un amplio sentir de desasosiego en el común de los mexicanos– para extender su influencia en los ámbitos social y económico.
Estas consideraciones tendrían que obligar a la administración calderonista a dar un golpe de timón en su actual política de seguridad y a modificar sus estrategias de combate al narcotráfico y a otras formas de delincuencia organizada, en el entendido de que, para erradicarlas, no basta con operativos y desplazamientos de soldados por el territorio nacional –que derivan, a fin de cuentas, en un círculo reproductor de la violencia–, sino que se necesita, en primer lugar, una comprensión de la complejidad y las dimensiones de esos fenómenos, así como capacidad y voluntad política para atacar sus causas originarias.
kikka-roja.blogspot.com/
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