Juan Villoro
20 Feb. 09
En las jornadas que siguieron al terremoto de 1985, me uní como voluntario a un grupo de montañistas de la UNAM. Ellos usaban sogas para escalar edificios y los recién llegados cumplíamos tareas de pala y escoba. Trabajamos en diversos sitios de la colonia Roma hasta instalarnos en la Calle del Oro, atraídos por ese nombre en un momento en que excavar sólo traía saldos del horror. Al término de uno de esos días cené en casa del poeta Alejandro Sandoval y dije algo que olvidé y él recordó perfectamente.
Comenté que lo más grave del terremoto no era lo que habíamos visto, sino las noticias que llegarían poco a poco, las muertes que ya habían sucedido pero serían para nosotros desgracias diferidas. "¿Te acuerdas de Fulano?". Así comenzarían las conversaciones que nos irían poniendo al tanto de las muertes de amigos que el azar había vuelto lejanos.
Seis años después, en 1991, publiqué El disparo de argón y busqué a Javier Cara, un amigo al que llevaba años sin ver. La trama de esa novela se ubica en un hospital y me pareció un buen motivo de reencuentro. En la preparatoria, Javier y yo dudábamos entre dedicarnos a la medicina o la literatura. Asistíamos al taller de cuento de Miguel Donoso Pareja, en el piso 10 de la Torre de Rectoría, y publicamos nuestros primeros relatos en la antología Zepelín compartido.
Al terminar el turno vespertino del Colegio Madrid, caminábamos de Mixcoac al cruce de Avenida Coyoacán y Félix Cuevas. Mientras aguardábamos el camión de Javier a la colonia Cárcel de Mujeres o comíamos una épica torta en Don Polo, hablábamos del destino, increíblemente abierto.
Javier optó por la medicina y yo por la literatura. Como un novelista escribe de lo que no pudo hacer, ubiqué mi primera novela en un hospital. Busqué a Javier para regalarle mi historia clínica y me enteré de que había muerto en el terremoto, mientras hacía guardia en el Hospital General. La noticia me impactó con tal fuerza que no hablé de otra cosa en varias semanas. Alejandro Sandoval me recordó entonces que, al día siguiente del terremoto, yo había hablado de esas muertes aplazadas.
El rasgo central de la amistad con Javier fue la pasión por Julio Cortázar. Lo leíamos como quien acude a un tribunal del idioma. En caso de duda (¿era lícito usar la palabra "mas", forma elegantiosa de "pero"?), revisábamos sus textos para conocer el veredicto. Nuestra admiración se adulteró en manía y memorizamos cuentos enteros. Javier decía una frase y yo debía aportar la siguiente, al modo de coplistas o cantantes de corridos.
Nos llamaba la atención la memoria que Cortázar guardaba de Paco, un amigo muerto cuando ambos eran jóvenes. A él le dedicó el libro Bestiario y a él volvió en sueños y narraciones futuras, recordando el momento en que ayudó a cargar su ataúd en el cementerio de Chacarita.
Se han cumplido 25 años de la muerte de Cortázar, el autor cuyos libros leímos como obras de autoayuda, buscando instrucciones para ir a París, conocer a la Maga, usar un suéter negro de cuello de tortuga, fumar tabaco oscuro, oír discos de jazz, sacrificar un paraguas en el Sena, buscar terrones de azúcar entre los esbeltos tobillos de las parroquianas de un café.
Rayuela tenía el porte de la caja negra de los aviones (que luego supe que era anaranjada), y parecía contener las últimas palabras de una época, valores culturales que pasarían de moda o serían olvidados. Mi ejemplar comienza con una dedicatoria de Javier Cara, tan larga como uno de los capítulos prescindibles. Se refiere al futuro que tendríamos, el sitio extraño donde ahora me encuentro.
He releído la novela en la edición anotada de Cátedra, pero al mudarme de casa o de país lo primero que empaco es el ejemplar que me dio Javier. Un talismán que no debe ser abierto, un cofre del tesoro.
Cortázar apostó por la hospitalidad en sus historias; creó un mundo para compartir la hora del gin and tonic y el arroz con leche ("poca canela, una lástima"). A veces, esos placeres compartibles resultaban más significativos que la trama. Leerlo era caminar con las solapas alzadas de la gabardina, rumbo a una buhardilla donde aguardaba una muchacha con manos de poema de E. E. Cummings, capaces de demostrar que ni siquiera la lluvia es tan frágil.
En 1975 viajé a Europa a bordo de un barco carguero donde debía limpiar las bodegas. Javier también iba a venir, pero lo aceptaron en Medicina e inició la otra parte de su vida. En Barcelona, mi amigo Pablo Friedmann, que quería ser pintor, me convenció de que visitáramos a Antoni Tàpies. Su atrevimiento nos deparó una tarde de fábula en el estudio del maestro catalán. Durante el trayecto a París, Pablo insistió en importunar a mi ídolo, Julio Cortázar. Fuimos a su edificio en el barrio latino, tan delgado que prefiguraba la silueta de su más célebre huésped. Subí la escalera al borde del desmayo. Ya arriba, oí la música de un departamento vecino: Así habló Zaratustra, de Strauss, que yo conocía por la escena inicial de 2001: Odisea del espacio. Los tambores sonaron como una parodia de mi taquicardia. Toqué la puerta. Por suerte, Cortázar no estaba en casa y se libró de esos peregrinos que no sabían qué decirle.
Escribí una larga carta a Javier acerca de este no-suceso. Me contestó con razonada precisión, revelando que había empezado a cambiar la pluma por el bisturí.
"A Paco, que gustaba de mis relatos", dice la dedicatoria de Bestiario. Javier y yo tratamos de imaginar lo que sería perder a un amigo para reencontrarlo en sueños y textos futuros. El tema nos parecía tan distante y ajeno como la caída de Constantinopla.
Cortázar murió en 1984. Javier al año siguiente. "Sí, pero quién nos curará del fuego sordo...". Así comienza Rayuela, la caja negra que me dio un amigo que compartía iniciales con Julio Cortázar y aún vive en ese libro.
kikka-roja.blogspot.com/
Comenté que lo más grave del terremoto no era lo que habíamos visto, sino las noticias que llegarían poco a poco, las muertes que ya habían sucedido pero serían para nosotros desgracias diferidas. "¿Te acuerdas de Fulano?". Así comenzarían las conversaciones que nos irían poniendo al tanto de las muertes de amigos que el azar había vuelto lejanos.
Seis años después, en 1991, publiqué El disparo de argón y busqué a Javier Cara, un amigo al que llevaba años sin ver. La trama de esa novela se ubica en un hospital y me pareció un buen motivo de reencuentro. En la preparatoria, Javier y yo dudábamos entre dedicarnos a la medicina o la literatura. Asistíamos al taller de cuento de Miguel Donoso Pareja, en el piso 10 de la Torre de Rectoría, y publicamos nuestros primeros relatos en la antología Zepelín compartido.
Al terminar el turno vespertino del Colegio Madrid, caminábamos de Mixcoac al cruce de Avenida Coyoacán y Félix Cuevas. Mientras aguardábamos el camión de Javier a la colonia Cárcel de Mujeres o comíamos una épica torta en Don Polo, hablábamos del destino, increíblemente abierto.
Javier optó por la medicina y yo por la literatura. Como un novelista escribe de lo que no pudo hacer, ubiqué mi primera novela en un hospital. Busqué a Javier para regalarle mi historia clínica y me enteré de que había muerto en el terremoto, mientras hacía guardia en el Hospital General. La noticia me impactó con tal fuerza que no hablé de otra cosa en varias semanas. Alejandro Sandoval me recordó entonces que, al día siguiente del terremoto, yo había hablado de esas muertes aplazadas.
El rasgo central de la amistad con Javier fue la pasión por Julio Cortázar. Lo leíamos como quien acude a un tribunal del idioma. En caso de duda (¿era lícito usar la palabra "mas", forma elegantiosa de "pero"?), revisábamos sus textos para conocer el veredicto. Nuestra admiración se adulteró en manía y memorizamos cuentos enteros. Javier decía una frase y yo debía aportar la siguiente, al modo de coplistas o cantantes de corridos.
Nos llamaba la atención la memoria que Cortázar guardaba de Paco, un amigo muerto cuando ambos eran jóvenes. A él le dedicó el libro Bestiario y a él volvió en sueños y narraciones futuras, recordando el momento en que ayudó a cargar su ataúd en el cementerio de Chacarita.
Se han cumplido 25 años de la muerte de Cortázar, el autor cuyos libros leímos como obras de autoayuda, buscando instrucciones para ir a París, conocer a la Maga, usar un suéter negro de cuello de tortuga, fumar tabaco oscuro, oír discos de jazz, sacrificar un paraguas en el Sena, buscar terrones de azúcar entre los esbeltos tobillos de las parroquianas de un café.
Rayuela tenía el porte de la caja negra de los aviones (que luego supe que era anaranjada), y parecía contener las últimas palabras de una época, valores culturales que pasarían de moda o serían olvidados. Mi ejemplar comienza con una dedicatoria de Javier Cara, tan larga como uno de los capítulos prescindibles. Se refiere al futuro que tendríamos, el sitio extraño donde ahora me encuentro.
He releído la novela en la edición anotada de Cátedra, pero al mudarme de casa o de país lo primero que empaco es el ejemplar que me dio Javier. Un talismán que no debe ser abierto, un cofre del tesoro.
Cortázar apostó por la hospitalidad en sus historias; creó un mundo para compartir la hora del gin and tonic y el arroz con leche ("poca canela, una lástima"). A veces, esos placeres compartibles resultaban más significativos que la trama. Leerlo era caminar con las solapas alzadas de la gabardina, rumbo a una buhardilla donde aguardaba una muchacha con manos de poema de E. E. Cummings, capaces de demostrar que ni siquiera la lluvia es tan frágil.
En 1975 viajé a Europa a bordo de un barco carguero donde debía limpiar las bodegas. Javier también iba a venir, pero lo aceptaron en Medicina e inició la otra parte de su vida. En Barcelona, mi amigo Pablo Friedmann, que quería ser pintor, me convenció de que visitáramos a Antoni Tàpies. Su atrevimiento nos deparó una tarde de fábula en el estudio del maestro catalán. Durante el trayecto a París, Pablo insistió en importunar a mi ídolo, Julio Cortázar. Fuimos a su edificio en el barrio latino, tan delgado que prefiguraba la silueta de su más célebre huésped. Subí la escalera al borde del desmayo. Ya arriba, oí la música de un departamento vecino: Así habló Zaratustra, de Strauss, que yo conocía por la escena inicial de 2001: Odisea del espacio. Los tambores sonaron como una parodia de mi taquicardia. Toqué la puerta. Por suerte, Cortázar no estaba en casa y se libró de esos peregrinos que no sabían qué decirle.
Escribí una larga carta a Javier acerca de este no-suceso. Me contestó con razonada precisión, revelando que había empezado a cambiar la pluma por el bisturí.
"A Paco, que gustaba de mis relatos", dice la dedicatoria de Bestiario. Javier y yo tratamos de imaginar lo que sería perder a un amigo para reencontrarlo en sueños y textos futuros. El tema nos parecía tan distante y ajeno como la caída de Constantinopla.
Cortázar murió en 1984. Javier al año siguiente. "Sí, pero quién nos curará del fuego sordo...". Así comienza Rayuela, la caja negra que me dio un amigo que compartía iniciales con Julio Cortázar y aún vive en ese libro.
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