Horizonte político
José A. Crespo
Aristocracia política
Un abrazo para Eduardo Ruiz Healy
Aunque México es la economía número 14 (hasta nuevo aviso), ocupa también el lugar número quince con peor distribución del ingreso. Pero también es uno de los países que mejor pagan a su élite burocrática y política, muchas veces por encima de los más ricos y prósperos. México nació para ser explotado por la élite del poder en turno. Ese es el estigma de la Conquista, que no fue superado por la Independencia, la Reforma o la Revolución de 1910. Tampoco la “democratización” actual está logrando —y al parecer ni siquiera intentando— modificar ese triste destino.
Debiéramos por lo pronto aprovechar el frustrado intento de los consejeros del IFE de elevarse el salario 45% (salvo Alfredo Figueroa, que siempre se opuso), para revisar la política salarial de nuestra aristocracia política, la cual, independientemente de la importancia de sus responsabilidades, debiera tener ingresos acordes al nivel socioeconómico del país, que no es precisamente boyante. Se quejan algunos de los consejeros del IFE de que se les mide con una vara más severa que a otras instituciones, con las cuales la opinión pública suele ser más complaciente. Es cierto en buena medida. Y probablemente eso se debe a que el IFE se erigió como el principal eje democratizador, por lo que se espera de sus directivos y autoridades algo más que del resto de la clase política en general. Ese es un precio que deben pagar los consejeros a cambio del mayor prestigio y confianza que la ciudadanía otorga al IFE en relación, por ejemplo, con el Congreso y los partidos políticos (cuya evaluación está al nivel de las nada confiables policías).
Es cierto también que los exorbitantes salarios que ya no recibirán los consejeros del IFE los disfrutan desde hace tiempo los ministros de la Suprema Corte de Justicia (cinco millones al año, cada uno), cuyo desempeño ha dejado mucho que desear. Baste recordar la grosera exoneración moral que extendieron al impresentable Mario Marín, con argumentos rebuscados y nada convincentes. Y en el caso de Atenco también se quedaron cortos, pues, pese a la evidencia de la brutalidad policiaca, los jefes políticos aplaudieron e incluso premiaron a sus cavernícolas, en vez de sancionarlos. La Corte ha contribuido a apuntalar, en lugar de combatir, la endémica impunidad mexicana. No, no merecen los salarios de superlujo que reciben.
En un nivel salarial parecido están también los magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF). Pero no hay justificación social ni profesional para tan ofensivas prebendas. Baste recordar la forma en que los magistrados manejaron la elección de 2006, sin la exhaustividad a la que estaban obligados, con un dictamen final lleno de hoyos y contradicciones y ofreciendo además una información distinta de la consignada en las actas electorales (en abierto engaño a la ciudadanía) y habiendo modificado sobre la marcha criterios de interpretación legal sobre los mismos asuntos (un fraude a la ley). Quizá lo hicieron por temor, presiones provenientes de altos niveles o sesgos personales. Pero, lo que haya sido, lo indiscutible es que quedaron muy por debajo de las circunstancias de ese delicado proceso.
Siguiendo con el resto de la aristocracia política, si bien sus salarios no son tan insultantes como los del Poder Judicial (aunque sí en el caso de muchos alcaldes y gobernadores), siguen siendo elevados en relación con las mismas dos variables: su pobre desempeño profesional y la situación socioeconómica del país. No hay más que ver la labor de la mayoría del gabinete presidencial (con sus excepciones), sus torpes comentarios, sus magros resultados, su inoperancia política, los escándalos que provocan, para saber que su calidad no justifica sus ingresos. Desde luego, puede aflorar una vez más el viejo argumento de que las elevadas remuneraciones responden al propósito de inhibir la corrupción (al darse por sentado que quienes ahí llegan son perfectamente corruptibles, lo cual parece cierto), pero resulta que, sea cual sea el nivel salarial, la corrupción sigue siendo un mal endémico y estructural (que no se penaliza ni por casualidad). Viene, por otro lado, la competitividad del mercado laboral. Si los salarios fueran más modestos —argumentan—, los mejores se irían a la iniciativa privada, que llega a pagarlos mucho mejores. Eso alegaba el mediocrazo ex gobernador de Querétaro, Ignacio Loyola, para justificar sus 350 mil pesos mensuales de salario. Y eso de que con buenos ingresos se puede contratar a los mejores no está nada claro: prevalecen el compadrazgo, las cuotas partidarias y los compromisos políticos como criterios de selección, no la preparación, la destreza ni la experiencia profesional. Quien no tenga vocación de servicio público, mejor estaría en la iniciativa privada, si de verdad es alguien competitivo y eficaz (como difícilmente lo son nuestros aristócratas políticos).
Y, de los legisladores, más vale no hablar. Lo único decente que podrían hacer ahora es aprobar la congelada iniciativa de la Ley de Salarios Máximos, para que ningún servidor pueda designar su respectivo salario ni recibir un ingreso mayor que el del jefe del Estado, con las excepciones de los especialistas que determine el Congreso en cada caso (el PAN pone resistencia a esto último, pues prefiere dejar las excepciones abiertas). Más aún, nada mal estaría que, por lo pronto, se bajara el nivel de salarios de la aristocracia política al menos diez por ciento. No sería demagogia ni populismo, sino un mínimo de sensibilidad social en estos tiempos de crisis, desempleo y devaluación.
Debiéramos por lo pronto aprovechar el frustrado intento de los consejeros del IFE de elevarse el salario 45% (salvo Alfredo Figueroa, que siempre se opuso), para revisar la política salarial de nuestra aristocracia política, la cual, independientemente de la importancia de sus responsabilidades, debiera tener ingresos acordes al nivel socioeconómico del país, que no es precisamente boyante. Se quejan algunos de los consejeros del IFE de que se les mide con una vara más severa que a otras instituciones, con las cuales la opinión pública suele ser más complaciente. Es cierto en buena medida. Y probablemente eso se debe a que el IFE se erigió como el principal eje democratizador, por lo que se espera de sus directivos y autoridades algo más que del resto de la clase política en general. Ese es un precio que deben pagar los consejeros a cambio del mayor prestigio y confianza que la ciudadanía otorga al IFE en relación, por ejemplo, con el Congreso y los partidos políticos (cuya evaluación está al nivel de las nada confiables policías).
Es cierto también que los exorbitantes salarios que ya no recibirán los consejeros del IFE los disfrutan desde hace tiempo los ministros de la Suprema Corte de Justicia (cinco millones al año, cada uno), cuyo desempeño ha dejado mucho que desear. Baste recordar la grosera exoneración moral que extendieron al impresentable Mario Marín, con argumentos rebuscados y nada convincentes. Y en el caso de Atenco también se quedaron cortos, pues, pese a la evidencia de la brutalidad policiaca, los jefes políticos aplaudieron e incluso premiaron a sus cavernícolas, en vez de sancionarlos. La Corte ha contribuido a apuntalar, en lugar de combatir, la endémica impunidad mexicana. No, no merecen los salarios de superlujo que reciben.
En un nivel salarial parecido están también los magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF). Pero no hay justificación social ni profesional para tan ofensivas prebendas. Baste recordar la forma en que los magistrados manejaron la elección de 2006, sin la exhaustividad a la que estaban obligados, con un dictamen final lleno de hoyos y contradicciones y ofreciendo además una información distinta de la consignada en las actas electorales (en abierto engaño a la ciudadanía) y habiendo modificado sobre la marcha criterios de interpretación legal sobre los mismos asuntos (un fraude a la ley). Quizá lo hicieron por temor, presiones provenientes de altos niveles o sesgos personales. Pero, lo que haya sido, lo indiscutible es que quedaron muy por debajo de las circunstancias de ese delicado proceso.
Siguiendo con el resto de la aristocracia política, si bien sus salarios no son tan insultantes como los del Poder Judicial (aunque sí en el caso de muchos alcaldes y gobernadores), siguen siendo elevados en relación con las mismas dos variables: su pobre desempeño profesional y la situación socioeconómica del país. No hay más que ver la labor de la mayoría del gabinete presidencial (con sus excepciones), sus torpes comentarios, sus magros resultados, su inoperancia política, los escándalos que provocan, para saber que su calidad no justifica sus ingresos. Desde luego, puede aflorar una vez más el viejo argumento de que las elevadas remuneraciones responden al propósito de inhibir la corrupción (al darse por sentado que quienes ahí llegan son perfectamente corruptibles, lo cual parece cierto), pero resulta que, sea cual sea el nivel salarial, la corrupción sigue siendo un mal endémico y estructural (que no se penaliza ni por casualidad). Viene, por otro lado, la competitividad del mercado laboral. Si los salarios fueran más modestos —argumentan—, los mejores se irían a la iniciativa privada, que llega a pagarlos mucho mejores. Eso alegaba el mediocrazo ex gobernador de Querétaro, Ignacio Loyola, para justificar sus 350 mil pesos mensuales de salario. Y eso de que con buenos ingresos se puede contratar a los mejores no está nada claro: prevalecen el compadrazgo, las cuotas partidarias y los compromisos políticos como criterios de selección, no la preparación, la destreza ni la experiencia profesional. Quien no tenga vocación de servicio público, mejor estaría en la iniciativa privada, si de verdad es alguien competitivo y eficaz (como difícilmente lo son nuestros aristócratas políticos).
Y, de los legisladores, más vale no hablar. Lo único decente que podrían hacer ahora es aprobar la congelada iniciativa de la Ley de Salarios Máximos, para que ningún servidor pueda designar su respectivo salario ni recibir un ingreso mayor que el del jefe del Estado, con las excepciones de los especialistas que determine el Congreso en cada caso (el PAN pone resistencia a esto último, pues prefiere dejar las excepciones abiertas). Más aún, nada mal estaría que, por lo pronto, se bajara el nivel de salarios de la aristocracia política al menos diez por ciento. No sería demagogia ni populismo, sino un mínimo de sensibilidad social en estos tiempos de crisis, desempleo y devaluación.
kikka-roja.blogspot.com/
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