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Ayer, en un discurso pronunciado ante una multitud reunida en Praga, el presidente estadunidense, Barack Obama, reintrodujo en las prioridades de la agenda internacional el tema del desarme atómico mundial, asunto que ha permanecido en segundo plano desde la disolución del bloque oriental y de la propia Unión Soviética, pese a que los arsenales de bombas nucleares subsisten y constituyen una amenaza latente, pero grave, para la paz mundial, para la sobrevivencia de la especie y para el medio ambiente.
Tales consideraciones bastarían para calificar de positivo, en principio, el exhorto de Obama a pugnar por un mundo libre de armas atómicas. A ellas debe agregarse que, por primera vez en muchos años, se escuchó la disposición de un mandatario estadunidense a predicar con el ejemplo, así como el condicionamiento del escudo antimisiles en curso de instalación en Europa oriental –cuyo desarrollo se daba como un hecho inamovible por el gobierno de George W. Bush– a la obtención de garantías por parte de Irán de que no fabricará un arsenal nuclear.
Con todo, la iniciativa de Obama omite el mismo punto que eludía su antecesor cuando hablaba de desarme: la existencia de gobiernos que han construido arsenales atómicos con la aceptación implícita de Washington y de Europa occidental y que no han sido hostigados ni amenazados por ello: India, Israel y Pakistán. Si se acepta que esos tres países se han convertido en potencias nucleares al margen de la legalidad internacional, la condena a los presuntos afanes armamentistas de Corea del Norte e Irán se convierte, de manera inexorable, en un acto de doble moral.
Por otra parte, resulta poco escrupuloso omitir el hecho de que los programas de desarrollo de armas nucleares de Teherán y Pyongyang tendrían, en caso de ser algo más que una imputación paranoica por parte de Occidente, su motivación más importante en el propio proceder de Washington contra países a los que ha incluido en una lista de enemigos. Para ilustrar este punto es pertinente mencionar la paradoja de que Irak no fue destruido por las fuerzas estadunidenses porque poseyera armas de destrucción masiva, sino, por el contrario, porque carecía de ellas. En esta perspectiva, parece lógico suponer que el desatado belicismo del anterior huésped de la Casa Blanca y el pavoroso espectáculo de la destrucción humana y material causada en Irak hayan llevado a diversos gobernantes –como los de Irán y Corea del Norte, incluidos por Bush en un supuesto eje del mal– al menos a considerar la posesión de tal clase de armas como única defensa posible ante una superpotencia decidida a arrasar a los gobiernos que no se sometieran a sus proyectos geopolíticos y de saqueo corporativo.
Hoy en día, cuando el gobierno de Obama se esfuerza por sacar a la política exterior de su país de la lógica de ilegalidad, destrucción y rapiña imperial que la rigió durante ocho años, un exhorto creíble al desarme atómico mundial tendría que empezar por la construcción de un consenso entre los poseedores legitimados de armas nucleares: el propio Estados Unidos y sus aliados Francia e Inglaterra, más Rusia y China, es decir, por los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, para deshacerse de sus arsenales nucleares; posteriormente, esos cinco gobiernos tendrían que emprender acciones convincentes y enérgicas para llevar a Tel Aviv, Nueva Delhi e Islamabad a la destrucción de sus respectivas bombas atómicas; sólo entonces podría disponerse de la autoridad moral para exigir que Teherán y Pyongyang se comprometieran de manera tajante y definitiva a no fabricar esa clase de armamento.
Cabe esperar, por último, que en un ejercicio de buena fe, el nuevo gobierno estadunidense comprenda que el desarme nuclear mundial, objetivo por sí mismo plausible y deseable, no puede tener éxito si se pretende realizarlo como un mero ejercicio de poder imperial, como consigna facciosa dirigida únicamente a los adversarios o como un reconocimiento de hechos consumados que congele la lista de miembros del llamado club nuclear en sus actuales ocho integrantes.
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Tales consideraciones bastarían para calificar de positivo, en principio, el exhorto de Obama a pugnar por un mundo libre de armas atómicas. A ellas debe agregarse que, por primera vez en muchos años, se escuchó la disposición de un mandatario estadunidense a predicar con el ejemplo, así como el condicionamiento del escudo antimisiles en curso de instalación en Europa oriental –cuyo desarrollo se daba como un hecho inamovible por el gobierno de George W. Bush– a la obtención de garantías por parte de Irán de que no fabricará un arsenal nuclear.
Con todo, la iniciativa de Obama omite el mismo punto que eludía su antecesor cuando hablaba de desarme: la existencia de gobiernos que han construido arsenales atómicos con la aceptación implícita de Washington y de Europa occidental y que no han sido hostigados ni amenazados por ello: India, Israel y Pakistán. Si se acepta que esos tres países se han convertido en potencias nucleares al margen de la legalidad internacional, la condena a los presuntos afanes armamentistas de Corea del Norte e Irán se convierte, de manera inexorable, en un acto de doble moral.
Por otra parte, resulta poco escrupuloso omitir el hecho de que los programas de desarrollo de armas nucleares de Teherán y Pyongyang tendrían, en caso de ser algo más que una imputación paranoica por parte de Occidente, su motivación más importante en el propio proceder de Washington contra países a los que ha incluido en una lista de enemigos. Para ilustrar este punto es pertinente mencionar la paradoja de que Irak no fue destruido por las fuerzas estadunidenses porque poseyera armas de destrucción masiva, sino, por el contrario, porque carecía de ellas. En esta perspectiva, parece lógico suponer que el desatado belicismo del anterior huésped de la Casa Blanca y el pavoroso espectáculo de la destrucción humana y material causada en Irak hayan llevado a diversos gobernantes –como los de Irán y Corea del Norte, incluidos por Bush en un supuesto eje del mal– al menos a considerar la posesión de tal clase de armas como única defensa posible ante una superpotencia decidida a arrasar a los gobiernos que no se sometieran a sus proyectos geopolíticos y de saqueo corporativo.
Hoy en día, cuando el gobierno de Obama se esfuerza por sacar a la política exterior de su país de la lógica de ilegalidad, destrucción y rapiña imperial que la rigió durante ocho años, un exhorto creíble al desarme atómico mundial tendría que empezar por la construcción de un consenso entre los poseedores legitimados de armas nucleares: el propio Estados Unidos y sus aliados Francia e Inglaterra, más Rusia y China, es decir, por los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, para deshacerse de sus arsenales nucleares; posteriormente, esos cinco gobiernos tendrían que emprender acciones convincentes y enérgicas para llevar a Tel Aviv, Nueva Delhi e Islamabad a la destrucción de sus respectivas bombas atómicas; sólo entonces podría disponerse de la autoridad moral para exigir que Teherán y Pyongyang se comprometieran de manera tajante y definitiva a no fabricar esa clase de armamento.
Cabe esperar, por último, que en un ejercicio de buena fe, el nuevo gobierno estadunidense comprenda que el desarme nuclear mundial, objetivo por sí mismo plausible y deseable, no puede tener éxito si se pretende realizarlo como un mero ejercicio de poder imperial, como consigna facciosa dirigida únicamente a los adversarios o como un reconocimiento de hechos consumados que congele la lista de miembros del llamado club nuclear en sus actuales ocho integrantes.
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