Juan Villoro
10 Abr. 09
Durante años, los murales del convento de San Roque se difuminaron bajo el humo de las velas y los corrosivos trabajos del salitre. Los peregrinos que llegaban en Semana Santa y los parroquianos que asistían ahí cada domingo sabían que las imágenes narraban la Pasión de Cristo y que una bóveda estaba consagrada al atroz temperamento de los diablos.
Los más ancianos aseguraban haber visto en las paredes una lluvia de sangre y un río tumultuoso que ahora se perdía en las sombras. Otros añadían murciélagos, dragones y hasta un dinosaurio de su invención.
Los murales fueron un modelo para armar hasta que un equipo de restauradores llegó con suficientes documentos para que los dejaran trabajar sin más compañía que las moscas. Encendieron un radio y levantaron andamios. Al compás de la cumbia y los recados que ofrecía una estación de la comarca (noticias de burros perdidos y señoras que cambiaban una pajarera por un costal de harina), las caras de los apóstoles fueron lavadas. Los restauradores habían ido a sufrir para rescatar un sufrimiento peor. Durante semanas se ocuparon de unos cuantos milímetros de pared, ataviados con tapabocas para no respirar solventes.
En la penumbra, los diablos recuperaron el amenazante blanco de los ojos y unas lenguas puntiagudas que parecían salir de la pared.
Un nuevo cura llegó a San Roque y dijo que los restauradores procuraban una revelación: el Evangelio aparecería sin pérdida en esos muros. El rasqueteo fue visto como una forma de plegaria. Sin embargo, la primera revelación tuvo un carácter profano. En el sitio dedicado a una de las caídas de Cristo emergió un rostro conocido. Lo que antes era una mancha rosácea se convirtió sin variación alguna en la cara del panadero Gerardo Martín. ¿Qué hacía ahí? El cura Monteverde explicó que muchos pintores del siglo XVIII tomaban como modelos a los habitantes de un lugar. Martín había heredado la cara del pariente remoto que posó para el artista. Nada más lógico, a fin de cuentas, que el Buen Samaritano administrara hoy el "santo olor de la panadería", como decía el poeta López Velarde.
Esto llevó a un juego de adivinaciones. ¿Qué otras personas aparecerían ahí? San Pedro recuperó sus rasgos, incluyendo el laborioso dibujo de la oreja, pero no se pareció a nadie. Tampoco la Virgen pudo ser asociada con bisabuela alguna. Un demonio negro tenía un gesto que recordaba al mecánico local, pero era abusivo atribuirle un parentesco. El ADN no siempre persiste en sus diseños.
Los protagonistas del drama, Jesús y Judas, tampoco fueron emparentados con nadie. Recuperaron rostros de perturbadora realidad sin ser gente concreta.
En Semana Santa el pueblo se llenó de penitentes y ocurrió un milagro: Judas llegó con una caja de Nintendo DS para sus sobrinos. Al día siguiente, Jesús entró a una cantina y bebió media docena de Victorias. Judas se llamaba Fredy López y Jesús, Fulgencio Cámara. Eran idénticos a las imágenes restauradas. Ambos habían dejado San Roque de niños, cuando sus padres buscaron trabajo en Estados Unidos. Hablaban un español que daba risa y usaban ostentosas cadenas de oro. Se miraban con recelo porque Fulgencio le había quitado a Fredy una novia, un trabajo, una pick-up o todo eso.
Fredy profesaba una religión rara que le impedía beber, pero de pronto habló como animado por un elíxir. Dijo que no había ido a San Roque a regalar Nintendos, sino a vengarse de Fulgencio.
Cuando los rivales participaron en un partido de basquetbol, se supo que estaban tatuados con Vírgenes que lloraban lágrimas azules (la religión de Fredy no le impedía ser guadalupano).
Las historias que pasan de boca en boca requieren de un testigo final y fue Monteverde quien reunió lo que ahí se dijo. Él armó la trama en la que apareció una bayoneta que venía de la guerra de Vietnam y estaba en poder de Fredy.
Cuando le dijeron que se parecía al Judas de la iglesia, Fredy se molestó y no quiso ir ahí. San Roque era el pueblo miserable que perdió en la infancia. Ahora resultaba que ahí tenía cara de villano. Fulgencio, en cambio, se ufanó de su parecido con Cristo. Cortejó a varias mujeres, bebió de prestado en todos los sitios y llegó al extremo de robarse uno de los nintendos. Fue entonces cuando alguien vio el brillo de la bayoneta, los ojos de miedo de Fulgencio, la furia incontenible de Fredy, la carrera por las calles polvorientas hasta llegar al convento donde el perseguido quiso refugiarse. Los otros lo siguieron y una mano tuvo el tino de encender las luces. En lo alto apareció una desacostumbrada narración: Fredy tenía un diablillo en la espalda y besaba a Fulgencio; luego veía cómo lo azotaban, le encajaban una lanza, le ponían una corona de espinas.
La realidad de esa pintura revelaba que el artista había usado a sus parientes de modelos. Tal vez también ellos fueron enemigos. Fredy vio el dolor, la exacta tortura que había sido restaurada, y comprendió que ya se había vengado. Dejó caer la bayoneta.
El padre Monteverde la conserva entre las reliquias del convento.
kikka-roja.blogspot.com/
Los más ancianos aseguraban haber visto en las paredes una lluvia de sangre y un río tumultuoso que ahora se perdía en las sombras. Otros añadían murciélagos, dragones y hasta un dinosaurio de su invención.
Los murales fueron un modelo para armar hasta que un equipo de restauradores llegó con suficientes documentos para que los dejaran trabajar sin más compañía que las moscas. Encendieron un radio y levantaron andamios. Al compás de la cumbia y los recados que ofrecía una estación de la comarca (noticias de burros perdidos y señoras que cambiaban una pajarera por un costal de harina), las caras de los apóstoles fueron lavadas. Los restauradores habían ido a sufrir para rescatar un sufrimiento peor. Durante semanas se ocuparon de unos cuantos milímetros de pared, ataviados con tapabocas para no respirar solventes.
En la penumbra, los diablos recuperaron el amenazante blanco de los ojos y unas lenguas puntiagudas que parecían salir de la pared.
Un nuevo cura llegó a San Roque y dijo que los restauradores procuraban una revelación: el Evangelio aparecería sin pérdida en esos muros. El rasqueteo fue visto como una forma de plegaria. Sin embargo, la primera revelación tuvo un carácter profano. En el sitio dedicado a una de las caídas de Cristo emergió un rostro conocido. Lo que antes era una mancha rosácea se convirtió sin variación alguna en la cara del panadero Gerardo Martín. ¿Qué hacía ahí? El cura Monteverde explicó que muchos pintores del siglo XVIII tomaban como modelos a los habitantes de un lugar. Martín había heredado la cara del pariente remoto que posó para el artista. Nada más lógico, a fin de cuentas, que el Buen Samaritano administrara hoy el "santo olor de la panadería", como decía el poeta López Velarde.
Esto llevó a un juego de adivinaciones. ¿Qué otras personas aparecerían ahí? San Pedro recuperó sus rasgos, incluyendo el laborioso dibujo de la oreja, pero no se pareció a nadie. Tampoco la Virgen pudo ser asociada con bisabuela alguna. Un demonio negro tenía un gesto que recordaba al mecánico local, pero era abusivo atribuirle un parentesco. El ADN no siempre persiste en sus diseños.
Los protagonistas del drama, Jesús y Judas, tampoco fueron emparentados con nadie. Recuperaron rostros de perturbadora realidad sin ser gente concreta.
En Semana Santa el pueblo se llenó de penitentes y ocurrió un milagro: Judas llegó con una caja de Nintendo DS para sus sobrinos. Al día siguiente, Jesús entró a una cantina y bebió media docena de Victorias. Judas se llamaba Fredy López y Jesús, Fulgencio Cámara. Eran idénticos a las imágenes restauradas. Ambos habían dejado San Roque de niños, cuando sus padres buscaron trabajo en Estados Unidos. Hablaban un español que daba risa y usaban ostentosas cadenas de oro. Se miraban con recelo porque Fulgencio le había quitado a Fredy una novia, un trabajo, una pick-up o todo eso.
Fredy profesaba una religión rara que le impedía beber, pero de pronto habló como animado por un elíxir. Dijo que no había ido a San Roque a regalar Nintendos, sino a vengarse de Fulgencio.
Cuando los rivales participaron en un partido de basquetbol, se supo que estaban tatuados con Vírgenes que lloraban lágrimas azules (la religión de Fredy no le impedía ser guadalupano).
Las historias que pasan de boca en boca requieren de un testigo final y fue Monteverde quien reunió lo que ahí se dijo. Él armó la trama en la que apareció una bayoneta que venía de la guerra de Vietnam y estaba en poder de Fredy.
Cuando le dijeron que se parecía al Judas de la iglesia, Fredy se molestó y no quiso ir ahí. San Roque era el pueblo miserable que perdió en la infancia. Ahora resultaba que ahí tenía cara de villano. Fulgencio, en cambio, se ufanó de su parecido con Cristo. Cortejó a varias mujeres, bebió de prestado en todos los sitios y llegó al extremo de robarse uno de los nintendos. Fue entonces cuando alguien vio el brillo de la bayoneta, los ojos de miedo de Fulgencio, la furia incontenible de Fredy, la carrera por las calles polvorientas hasta llegar al convento donde el perseguido quiso refugiarse. Los otros lo siguieron y una mano tuvo el tino de encender las luces. En lo alto apareció una desacostumbrada narración: Fredy tenía un diablillo en la espalda y besaba a Fulgencio; luego veía cómo lo azotaban, le encajaban una lanza, le ponían una corona de espinas.
La realidad de esa pintura revelaba que el artista había usado a sus parientes de modelos. Tal vez también ellos fueron enemigos. Fredy vio el dolor, la exacta tortura que había sido restaurada, y comprendió que ya se había vengado. Dejó caer la bayoneta.
El padre Monteverde la conserva entre las reliquias del convento.
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