Jorge Sánchez Cordero
El próximo jueves 5 de abril se cumple el décimo aniversario de la muerte de Heberto Castillo, hombre de izquierda, de lucha social, a quien necesariamente se evoca y se extraña en estos tiempos de confusión política e ideológica. Lo hace en este personal, emocionado texto un amigo y colaborador suyo, Jorge Sánchez Cordero, quien lo asistió en “su disposición de última voluntad” y recuerda... ...si hablas con multitudes sin perder la honradez y paseas con reyes sin perder tu humildad; si no pueden hacerte daño tus enemigos -pero tampoco tus amigos-; y todo el mundo cuenta contigo -más no en exceso- si no desapovechas ni un segundo de cada minuto de tu carrera, la tierra y cuanto en ella existe son para ti; y sólo, sólo entonces serás, finalmente un hombre...
Extracto del poema IF... de rudyard Kipling. Traducción libre del autorEvocar la figura de Heberto Castillo, uno de los más ilustres personajes de nuestro pasado reciente, continúa provocándome un torbellino de sentimientos que imaginaba totalmente ocultos, muchos de ellos confusos, quizá porque se encuentren ya desdibujados por el paso del tiempo. Imposible que mi ánimo permanezca en un contexto objetivo: no puedo, pero tampoco lo deseo. He sido y seguiré siendo un admirador de las cualidades personales de Heberto Castillo; he profesado y seguiré profesando la fe en sus ideales; he compartido y seguiré compartiendo sus utopías.
Las turbulencias del movimiento estudiantil del 68 me tomaron por sorpresa en la preparatoria del Colegio Alemán, en esa época imbuida fuertemente por la socialdemocracia alemana, encabezada por Willy Brandt. Irremediablemente me involucré en el movimiento estudiantil. Fue mi primer encuentro con el maestro. Eminente profesor de la Facultad de Ingeniería de la UNAM y de la Escuela Superior de Ingeniería y Arquitectura del IPN, el maestro Castillo, profesionista exitoso e independiente, quien jamás vivió del presupuesto, debía su prestigio, entre otras muchas aportaciones, a su gran innovación del sistema estructural tridimensional mixto, de acero y de concreto (Tridilosa), que le valió un gran reconocimiento en el extranjero. Para entonces había publicado diversos libros que formaban parte de la literatura básica en ingeniería. Pero el maestro Heberto Castillo era mucho más que un ingeniero civil, era un ingeniero cívico, siguiendo el símil feliz de Enrique Krauze.
Su prestigio y reconocimiento profesionales no lo inhibieron, empero, para involucrarse en movimientos sociales cuya suerte era, por decir lo menos, incierta. El movimiento estudiantil del 68, de vocación universal, tuvo características peculiares en cada nación donde se desarrolló, y el mexicano no fue la excepción. Las protestas y los disturbios se expandían en forma inquietante para el establishment. Praga, Chicago, París, Tokio, Belgrado, Roma, Santiago de Chile, figuraban en la lista conspicua de ciudades por cuyas calles deambulaba el espectro de “conjuras extranjeras”. Las utopías gobernaban nuestras ilusiones como estudiantes. Heberto Castillo era un utopista y su inserción en el movimiento estudiantil fue una consecuencia natural. Todos sufrimos la represión del 68, unos y otros en forma diversa; todos, sin embargo, experimentamos la fractura de la sociedad mexicana con la misma intensidad. La sociedad mexicana se vio obligada a pregonar dogmas como pocas veces en su historia. La claudicación de las ideas fue entonces la premisa del diálogo; su afirmación tuvo como respuesta las bayonetas; el apotegma del movimiento estudiantil francés del 68: il est interdit, d'interdire (está prohibido prohibir) fue considerado evidencia del propósito de disolución social; la juventud era per se síntoma de sospecha; la falta de veneración hacia la figura presidencial fue considerada prueba concluyente de subversión; la búsqueda de democracia y el ejercicio de la libertad de expresión eran los disolventes de las estructuras del Estado mexicano, y las acciones adoptadas contra los “delitos de opinión” su mejor antídoto. Al libre albedrío se le antepuso el dogma del Estado, como el mejor y único guardián de las conciencias mexicanas. A la demanda estudiantil de democratización, el Estado mexicano, como lo expresara Octavio Paz, contestó con la retórica “revolucionario-institucional”.
El 2 de octubre terminó el movimiento estudiantil. Había que castigar ejemplarmente. La crónica de Elena Poniatowska, contenida en La noche de Tlatelolco –un “collage de testimonios de historia oral”, como la misma autora la caracterizó–, hace innecesarios otro tipo de registros. El presente testimonio, que con gran pasión bosqueja la ruta de utopía en que destacó la figura de Heberto Castillo, no podía ser diferente. La ilusión democrática pregonada por el maestro se debatió constantemente en medio del autoritarismo existente en los dos extremos sociales, y siempre bajo el acecho de la arrogancia teológica y el fanatismo obcecado. Perdí de vista al maestro Castillo. No tardé en saber que se le había instruido proceso penal durante los años 69 a 71. Heberto Castillo había sido un luchador social desde temprana edad, e integró la dirigencia del Movimiento de Liberación Nacional en 1961. Resultaba una persona non grata para el régimen, y su participación en la Conferencia Latinoamericana por la Emancipación Económica, la Soberanía Nacional y la Paz en 1965 evidenciaba su filiación. Más aún, su propuesta junto con Salvador Allende y Cheddi Jaggan, cuyo resultado fue la fundación de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (Olas) en 1966, y su militancia en esa organización, lo convirtieron en un ciudadano bajo sospecha. Ante la ausencia de propuestas democráticas “institucionales”, el Estado mexicano recurrió a su lenguaje totalitario usual: la represión como forma de inhibición de toda forma de expresión, y la prisión como lugar idóneo para silenciar las ideas.
La prosa del maestro Castillo se inició en este período. Empezaron entonces a publicarse Libertad bajo protesta. Historia de un proceso; Apuntes para el quehacer político, y Si te agarran, te van a matar…
Las palabras de Castillo Martínez resultaron premonitorias: “... se trata de convencer a una sociedad de que hay caminos y de que, si éstos no existen, se hacen al andar. Que lo más peligroso es el inmovilismo o la intentona de echar para atrás el andar del tiempo, agitado y nervioso, de la república. Que esa es la manera más fácil de provocar la violencia en una sociedad autoritaria en sus costumbres políticas, rígida y, en sus malos momentos, desvertebrada...”.
Me reencontré con el maestro Castillo en la consecución de sus utopías, ahora en su militancia partidista y en mi ejercicio profesional de abogado y notario. El notariado era un santuario en contra de los amagos y acechos del Estado. Notarios de todos los orígenes, credos e ideologías, coadyuvamos en la creación de partidos políticos, especialmente los de la izquierda. En la época estaba en vigor la Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales (LOPPE). Los partidos políticos debían fundarse mediante asambleas en las que la función notarial tenía una participación relevante. La secretaría de la antigua Comisión Federal Electoral, por disposición de la ley, le estaba atribuida al notariado.
El maestro Castillo fundó el Partido Mexicano de los Trabajadores (PMT), por el que fue diputado en la LIII Legislatura de la Cámara de Diputados. Pero su peregrinar no terminó ahí. En su incesante brega por la democracia, fundó el Partido Mexicano Socialista (PMS), que lo postuló como candidato a la Presidencia de la República, nombramiento que declinó en favor de Cuauhtémoc Cárdenas en 1988. Uno de sus grandes anhelos empezaba a cobrar un principio de realidad: la unificación de la izquierda mexicana. Una vez liberado el voto ciudadano, o para expresarlo mejor, cuando el voto mexicano resultó eficiente, el resultado era por demás previsible. Los primeros comicios presidenciales en este nuevo contexto no dejaron lugar a dudas: fueron las elecciones más controvertidas en la época postmoderna de nuestro país.
La lucha democrática se insertaba en lo sucesivo en un contexto diferente. Surgieron los primeros atisbos de una democracia mexicana. Notables miembros de la izquierda lo visualizaron con claridad: la derrota de 1988 la convirtieron en la fundación del Partido de la Revolución Democrática. El Estado mexicano, en su etapa de modernización, se veía impedido de recurrir a sus viejas prácticas, tan habituales como cómodas. La emergencia de una nueva conciencia en el ámbito interno, pero sobre todo en el externo –al cual ha sido especialmente sensible el gobierno–, lo inhabilitaban.
El maestro Castillo inició su campaña para gobernador en Veracruz en 1992, pero el Estado mexicano aprovechó la ambigüedad y contradicción de la legislación y la política electorales para poner, con generosidad, todos sus recursos al servicio del candidato oficial. Pocas veces en la historia de este país se ha visto una iniquidad de tal magnitud en una contienda política. La fe pública notarial, que cada vez con mayor vitalidad reivindica su independencia contra la proclividad del gobierno a cancelar los espacios independientes, significó nuevamente un santuario al que el maestro Castillo volvió. Lo asistí en su disposición de última voluntad. Estuvo acompañado de dos personajes a quienes este país, y quien esto escribe, debemos tanto: el jurista don Jorge Barrera Graf y don Julio Scherer García. Ambos desde su perspectiva y desde su propia ideología, fueron y han sido personajes de compromiso y entrega. Después de su acto de última voluntad, no volví a ver al maestro.
Ahora, al paso del tiempo, la figura de Heberto Castillo se acrecienta. La vida me dio la oportunidad de convivir con él. Tengo una excelente relación con Laura Itzel, de quien valoro y aprecio toda su amistad. Posiblemente lo que nos ha acercado tanto es que hayamos compartido a un luchador social desde perspectivas diferentes. En este río de aguas tan turbulentas, que ocultan absurdos y sufrimientos, existen remansos de paz en donde los espíritus creativos del pasado, como el del maestro Castillo, por la virtud del milagro de la memoria y la tradición, aún viven y trabajan, esculpen, edifican… y entonan. Muchos son los espíritus que nos acompañan con su legado: el legado cultural insólito a lo largo del camino de la vida, que constituye el hilo dorado del tejido de nuestra historia. Ahí se encuentra el maestro Heberto Castillo…
Proceso No. 01587, 1 de abril 2007, pág 32.
Heberto comprendió que sin libertad la vida no es: Julio Scherer García*
El fuerte abrazo filial en que se fundieron Julio Scherer García y Tere Juárez aquel sábado gris, cuando se fue Heberto, se extendió en una nota escrita a mano:
“Tere: Mantendré viva mi condición de hermano. Julio.”
Una semana después, en el Palacio de Bellas Artes, Julio Scherer García se unió al homenaje nacional que se le rindió a Heberto Castillo. Con un texto que envió para ser leído en público, el amigo de tres décadas despidió al hermano. Porque eso eran:
“A Heberto le di trato de hermano porque así lo quise. Recuerdo de él su ejemplo silencioso. Dominio el miedo que es del cuerpo, y venció la angustia, que es del alma"
"La claridad de su mirada lo hizo sabio. desde joven y hasta el último día comprendió que sin libertad la vida es trunca o no es. Desde ahí su empeño: hacer del lenguaje privado y del lenguaje público, un solo lenguaje, el único que libera. La palabra no engaña; el eco confunde, la mentira traiciona".
"Al igual que pensadores ilustres, sostuvo que la muerte pertenece a la vida y que la vida no es de la muerte. De ahí su fe en los hombres y la fidelidad a su mujer, a sus hijos, a sus compañeros, a sus amigos, a sus ideales, a su esfuerzo, a su buen humor, al ánimo alzado. "
"Fue muchas cosas: pintor, escultor, matemático, escritor y político, pero entre todas ellas sobresale: vivió para los demás"
"Muere el hombre al que se deja morir. No será tu caso amadísimo Heberto"
Proceso No. 01587, 1 de abril 2007, pág 33.Kikka Roja