Sonríe, vamos a golpear
Denise Dresser Seguramente Andrés Manuel López Obrador justificará la posición rabiosa que ha asumido como parte de una estrategia de largo plazo. ¿Cómo olvidar la efigie de Andrés Manuel López Obrador que acompañó su lema en el 2006: “Sonríe, vamos a ganar”? En las calcomanías pegadas sobre miles de automóviles aparecía un hombre sonriente, jovial, amigable. Tanto la figura como el mensaje elegido transmitían lo que un político exitoso en cualquier parte del planeta busca despertar: la esperanza. Ese sentido compartido de propósito, de anhelo, de posibilidad. Esperanza que es la historia a punto de ser transformada. Esperanza que es, como escribió el poeta Ezra Pound, una forma en la cual los hombres miden su civilización. Esperanza que hoy la izquierda ha transformado en enojo. En rabia. En odio. Expresado una y otra vez en denostaciones que buscan lastimar al enemigo, pero con las cuales Andrés Manuel se daña a sí mismo y a las causas que quiere enarbolar. El episodio que involucra a Ruth Zavaleta es el más reciente, pero dista de ser el único. Forma parte de un patrón de comportamiento que comenzó a gestarse de manera intermitente desde los videoescándalos y ahora parece escrito en piedra. El reemplazo de la esperanza por la indignación. El reemplazo del entusiasmo por la denostación. El uso constante de las palabras para herir en lugar de impulsar. La toma de las plazas públicas no para apelar a los mejores ángeles de la naturaleza humana, sino para invocar a sus peores demonios. Una manera de actuar y hablar que intenta movilizar a los electores despertando la ira que llevan dentro, con términos como “chachalaca”, “pelele”, “espúreo”, los que “aflojan el cuerpo”, los que se “dejan agarrar la pata”, los “colaboristas”, los “traidores a la Patria ”. Palabras que identifican al enemigo e impulsan a lanzarse ardorosamente contra él. Habrá quienes digan que esa actitud agreste es necesaria ante la magnitud de los agravios presenciados en el 2006. El presidente intervencionista y el terreno desnivelado de juego que propició. Los panistas polarizantes y las campañas sucias que condujeron. Los empresarios desatados y las reglas electorales que doblaron. Las instituciones incompetentes y las dudas que contribuyeron a despertar. Motivos múltiples para vivir anclados en la indignación permanente. Razones de sobra para cuestionar la calidad de la democracia y confrontar a quienes la han debilitado. Pero tanto Andrés Manuel López Obrador como quienes lo apoyan incondicionalmente harían bien en reflexionar en torno al tono del movimiento que quieren ampliar; el tipo de ciudadanos que quieren construir; el espíritu fundacional de la lucha que encabezan. Porque como escribió la viuda de Martin Luther King después de su asesinato: “El odio es un fardo demasiado pesado con el cual cargar. Lastima al que odia más que al odiado”. Y la izquierda furibunda está corriendo el riesgo de odiar tanto al enemigo que empieza a parecérsele. La izquierda visceral no sólo odia a sus adversarios sino también a todos los que no comparten su sentir. Empieza a mimetizar todo aquello que tanto criticó: la apuesta panista a la polarización, la apuesta empresarial al miedo. Andrés Manuel López Obrador insiste en argumentar que la izquierda moderada es un peligro para México y la trata como si lo fuera. Andrés Manuel López Obrador insiste en decir que quienes quieren solucionar los problemas del país -en vez de sólo denunciarlos- no merecen vivir en él. Actitud ejemplificada en el odio destilado que despliega Gerardo Fernández Noroña cada vez que habla: “Ruth Zavaleta sólo durará un año como presidenta de la Cámara de Diputados, tres años como diputada, pero le quedará toda una vida de vergüenza, de haber sido objeto de un colaboracionismo ramplón”. La única opción legítima entonces es odiar. La única posición válida entonces es denunciar. La única estrategia moralmente aplaudible ante los problemas que aquejan a México no es buscar cómo solucionarlos, sino ponerse en huelga ante ellos. La única táctica éticamente aceptable no es debatir opciones de política pública, sino declarar con orgullo que nadie va a tomarse “ni una taza de café con Juan Camilo Mouriño” o contestarle el teléfono. La única forma de hacer política es oponerse a todo siempre y a puñetazos. Vivir golpeando a los demás. Vivir pateando a cualquiera que prefiera pensar en maneras de mejorar a México, en lugar de dedicarse exclusivamente a gritar cuán jodido está. Convertir a la izquierda -toda- en una fuerza que tiene más odios que enemigos. Transformar a la izquierda -toda- en un movimiento con más ganas de quemar herejes que cambiar al país. Claudicar al derecho a la esperanza y sustituirlo por lo peor de nosotros mismos. Seguramente Andrés Manuel López Obrador justificará la posición rabiosa que ha asumido como parte de una estrategia de largo plazo. Una forma de diferenciarse del gobierno de Felipe Calderón mientras pronostica su eventual fracaso. Una manera de conservar el capital político que le queda entre una base dura la cual espera que se comporte así. Una forma de debilitar y desacreditar a sus contrincantes dentro del PRD ante la contienda por el liderazgo del partido que se avecina. Y por ello, la frase que AMLO dirige en dirección de Ruth Zavaleta y Jesús Ortega y Carlos Navarrete y la izquierda “servil” no puede ser minimizada como “una frase desafortunada que surge al calor del debate”. Refleja algo más profundo, más viejo, más cuestionable que trasciende las acusaciones de misoginia. Revela la ruta que López Obrador ha decidido recorrer para algún día alcanzar la presidencia y la piensa pavimentar con las pedradas que lanza. Las divisiones que ahonda. Los rencores que acrecienta. La pregunta obligada es si la bandera del odio servirá para eventualmente obtener lo que AMLO anhela. Si sembrar el enojo será suficiente para cosechar los votos con los cuales llegar algún día a Los Pinos. Lo que ocurrió en la elección del 2006 debería servir como recordatorio de que quizás no es así: la coalición de los desilusionados, los descontentos, los marginados, los enojados no logró imponerse de manera decidida sobre los demás. Porque algo faltó. Porque conforme transcurrió la campaña, el AMLO de la cara afable fue sustituido por el AMLO de la cara contorsionada. El grito sofocó a la sonrisa. El abandono de la esperanza empequeñeció a López Obrador y a su base de apoyo también. No logró aquello que distingue a los líderes verdaderamente transformadores: inspirar el alma, levantar la mira, emplazar la esperanza, trascender el cinismo, renovar la creencia de que los mexicanos pueden, juntos, hacer algo por México y no nada más pelearse dentro de él. Algo como lo que Barack Obama está intentando hacer hoy en su propio país. Algo que nadie debe descartar en el nuestro. |
Miren: No vayan a mentarle la madre a la Señora Dresser, es amiguita de mucha gente pura y casta, y sobre todo, ella no conoce al pueblo mexicano, GOLPEADO POR SIGLOS por la oligarquía vendepatrias. Qué caso tiene regañarla, ELLA SOLITA SALIO A LLORAR, para que la voltéen a ver, ¡¡¡pobrecita!!!, POBRE NIÑA RICA. NO, CONOCE LAS TRAMPAS DE LOS PANISTAS. No sabe que ya conocemos a la clase política.
mucha academia para escribir artículos sin inteligencia
EL LLANTO DE LA DRESSER ES BUENA SEÑAL
YA NO NOS DEJAMOS, NI NOS VAMOS A CALLAR
CUANDO LOS POLITICOS SALGAN A ROBAR.
YA NO NOS DEJAMOS, NI NOS VAMOS A CALLAR
CUANDO LOS POLITICOS SALGAN A ROBAR.
Kikka Roja