Hay Vacío de “ambición nacional”
"La ‘ambición nacional’ norteamericana obliga a tener a su contraparte en México, pero ¿quién la formula?"
Lorenzo Meyer
AGENDA CIUDADANA
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“El 10 de junio no debería olvidarse”
El Nacionalismo, tan Vivo como Siempre. Puede no gustarle a algunos aquí, pero en el siglo XXI el nacionalismo es un factor determinante en los países que están marcando el arranque del mundo post norteamericano, empezando por Estados Unidos, pero también China, Rusia, Japón, India o Irán, entre otros. Y esto no lo afirma un mexicano nostálgico del “nacionalismo revolucionario” sino uno de los ideólogos más connotados de la derecha norteamericana y cofundador del “Proyecto para el Nuevo Siglo Americano”: Robert Kagan (The Return of History and the End of Dreams, Nueva York: Knopf, 2008).
Sin eso que este autor neoconservador llama la “ambición nacional” y que otros preferimos denominar el “proyecto nacional”, pero que en cualquier caso es parte central de los nacionalismos contemporáneos, es difícil explicar la política imperial norteamericana, la dura reacción rusa contra la OTAN o la insistencia de Irán en desafiar al “Gran Satán” con su proyecto nuclear.
Según Kagan, para los norteamericanos “la esencia de su patriotismo está inextricablemente ligada a la idea de que históricamente la razón de ser de su nación, es global” (p.50). Desde su origen, y en su relación con el mundo externo, Estados Unidos buscó no sólo su seguridad y nuevas oportunidades económicas, sino también imponer a los demás sus preferencias políticas y morales. Como cualquier súper poder, el norteamericano es muy celoso de su propia autodeterminación, pero cuanta vez ha podido y le ha convenido, y sin importarle que contradiga a sus principios, Washington ha limitado la autodeterminación de otros. Su triunfo sobre la URSS y el advenimiento de la globalización no ha disminuido en nada la ambición norteamericana de dominio.
Uno Más de Nuestros Problemas. En buena medida, la historia del México independiente ha tomado la forma que ha tomado como resultado de ese enfrentamiento no buscado con la ambición nacional más poderosa y exitosa de los dos últimos siglos: la estadounidense. Y aunque no queramos, como país, estamos forzados a seguir definiéndonos en función de nuestra relación colectiva con la gran potencia del norte.
Ahora bien, en este campo hoy tenemos un problema: la clase o grupo que supuestamente está a cargo de formular y dirigir el proyecto nacional mexicano no parece saber exactamente qué dirección tomar en la relación con Estados Unidos. Es más, ese grupo o clase pareciera que ha optado por un camino que una parte de la sociedad no está dispuesta a seguir y el resultado es que nuestra propia “ambición nacional” carece de definición o contenido mientras la norteamericana se reafirma, lo que nos deja más dependientes que en el pasado de las decisiones y procesos allende el Río Bravo y menos autónomos de los que ya somos por razones de nuestra debilidad económica, de la geopolítica y de la historia.
Aunque en 2000 se pensó que México entraba en la etapa del gran cambio democrático cuyas consecuencias benéficas se reflejarían en todos los órdenes de nuestra vida colectiva, la realidad resultó otra. En poco tiempo se pudo comprobar que el cambio no fue tan marcado, ni tan positivo. Y es que casi no hay diferencia entre los intereses que representaron Carlos Salinas y Ernesto Zedillo al final del priísmo y los que representan Vicente Fox y Felipe Calderón al inicio del panismo. Ahora bien, el estilo panista de gobernar no es igual respecto del que le antecedió: es más propicio a una relación abierta y estrecha entre Gobierno e Iglesia, entre Gobierno y gran empresa privada y, en general, más abierta y francamente de derecha que el característico estilo priista. Después de todo, la “R” en el PRI liga a ese partido a un pasado revolucionario pero la “A” del PAN no tiene ninguna referencia específica en nuestra historia. Y ese contrapunto de estilo se refleja en la política frente a Estados Unidos.
El Viejo “Propósito Nacional” Mexicano Reaparece a Pesar de la Derecha. Al inicio de su mandato Fox decidió que sería en la relación con Estados Unidos donde tendría una de las mejores oportunidades de introducir cambios sustantivos ya que en la política interna no le sería posible por carecer de mayoría en el Congreso. Y no hay que negar que en este campo su audacia inicial fue notable: confiado en su “bono democrático” y en una cierta solidaridad entre las derechas, Fox no esperó a negociar con Washington antes de anunciar en la propia Casa Blanca que México exigía a la superpotencia la “enchilada completa” en materia de trabajadores mexicanos en Estados Unidos: una legislación que legalizar su presencia.
A cambio de integrar de jure a la mano de obra mexicana que de facto ya era parte de la economía norteamericana, Fox empezó a cambiar la política mexicana hacia Cuba y a insinuar el fin de lo poco que aún quedaba del nacionalismo revolucionario. La idea era apoyar la política internacional de George W. Bush en términos y estilos no muy diferentes a los que ya había adoptado el Gobierno español de José María Aznar.
Como sabemos, al final Estados Unidos no compró la agenda de Fox y en una coyuntura tan peligrosa como inesperada –vísperas de la invasión de Irak- Fox no pudo hacer efectivo el apoyo incondicional a Washington. En efecto, México era miembro del Consejo de Seguridad de la ONU cuando esa institución se encontró bajo una gran presión de Estados Unidos para que respaldara su decisión de actuar contra Irak. Sin encontrar el apoyo interno suficiente para cambiar la histórica posición mexicana respecto del principio de la no-intervención unilateral de un país en los asuntos de otro, Fox y muy en contra de lo que hubiera deseado, tuvo que adoptar sin convicción o entusiasmo una posición propia del viejo nacionalismo tradicional y tomar distancia de Estados Unidos, aunque en compensación hizo que después rodara la cabeza del diplomático mexicano que había simbolizado la resistencia al designio norteamericano: la de Adolfo Aguilar Zinser.
Calderón decidió volver al camino intentado por su antecesor para redefinir la relación mexicana de cara a Estados Unidos, pero ya no por la vía de los trabajadores indocumentados sino ligando lo que a partir de septiembre de 2001 está en el meollo de la agenda nacional norteamericana con lo que Calderón, forzado por las circunstancias, puso en el centro de su agenda desde el momento en que asumió el poder: la lucha contra unas organizaciones de narcotraficantes cuyas acciones e impunidad han puesto al descubierto la corrupción e ineficiencia de los aparatos de seguridad del Estado.
La llamada “Iniciativa Mérida” que Calderón propuso en 2007 a Bush ya no sorprendió a la Casa Blanca. A diferencia de Fox, Calderón la negoció bien antes de anunciarla, tan bien que el público sólo conoció una parte. En esencia, el acuerdo propuso que Washington ayude en especie al Gobierno de México para que éste, a lo largo de tres años, reciba equipo sofisticado y sus soldados y policías sean entrenados para enfrentar con éxito al enemigo común: el crimen organizado y también a posibles terroristas que pudieran aliarse con los cárteles de la droga.
Desde el inicio la Iniciativa Mérida, también llamada “Plan México” por ciertas similitudes con el “Plan Colombia”, implicaba la supervisión norteamericana no sólo sobre policías y militares mexicanos sino además sobre el sistema de justicia para estar seguros de que la corrupción e ineficiencia no volvieran a echar por tierra el esfuerzo (todos recuerdan el caso del general Gutiérrez Rebollo).
Sin embargo, este esfuerzo de Calderón por unir de manera institucional su agenda con la de Estados Unidos más allá del final del mandato de Bush, se vino abajo –al menos temporalmente- porque el Congreso norteamericano aumentó e hizo demasiado notoria la condicionalidad de una ayuda que desde el inicio ya estaba condicionada. Los legisladores del norte exigieron al Gobierno mexicano buenas cuentas en dos áreas donde tradicionalmente su récord –y el de todos sus antecesores- ha sido pobre: corrupción y derechos humanos. Tan abierta condición –ningún Gobierno da algo a otro a cambio de nada- hizo que Calderón, como Fox en su momento, no resistiera la crítica interna que vio en la Iniciativa Mérida una puerta a la intervención norteamericana en asuntos internos.
En suma, ante las exigencias inevitables del nacionalismo estadounidense, dos gobiernos mexicanos con obvias inclinaciones por integrar más al país al proyecto norteamericano, se han visto obligados a dar marcha atrás en dos temas que acentuaban la integración porque no han podido ofrecer algo atractivo que reemplace al nacionalismo tradicional en términos de la “ambición nacional”.
Sin eso que este autor neoconservador llama la “ambición nacional” y que otros preferimos denominar el “proyecto nacional”, pero que en cualquier caso es parte central de los nacionalismos contemporáneos, es difícil explicar la política imperial norteamericana, la dura reacción rusa contra la OTAN o la insistencia de Irán en desafiar al “Gran Satán” con su proyecto nuclear.
Según Kagan, para los norteamericanos “la esencia de su patriotismo está inextricablemente ligada a la idea de que históricamente la razón de ser de su nación, es global” (p.50). Desde su origen, y en su relación con el mundo externo, Estados Unidos buscó no sólo su seguridad y nuevas oportunidades económicas, sino también imponer a los demás sus preferencias políticas y morales. Como cualquier súper poder, el norteamericano es muy celoso de su propia autodeterminación, pero cuanta vez ha podido y le ha convenido, y sin importarle que contradiga a sus principios, Washington ha limitado la autodeterminación de otros. Su triunfo sobre la URSS y el advenimiento de la globalización no ha disminuido en nada la ambición norteamericana de dominio.
Uno Más de Nuestros Problemas. En buena medida, la historia del México independiente ha tomado la forma que ha tomado como resultado de ese enfrentamiento no buscado con la ambición nacional más poderosa y exitosa de los dos últimos siglos: la estadounidense. Y aunque no queramos, como país, estamos forzados a seguir definiéndonos en función de nuestra relación colectiva con la gran potencia del norte.
Ahora bien, en este campo hoy tenemos un problema: la clase o grupo que supuestamente está a cargo de formular y dirigir el proyecto nacional mexicano no parece saber exactamente qué dirección tomar en la relación con Estados Unidos. Es más, ese grupo o clase pareciera que ha optado por un camino que una parte de la sociedad no está dispuesta a seguir y el resultado es que nuestra propia “ambición nacional” carece de definición o contenido mientras la norteamericana se reafirma, lo que nos deja más dependientes que en el pasado de las decisiones y procesos allende el Río Bravo y menos autónomos de los que ya somos por razones de nuestra debilidad económica, de la geopolítica y de la historia.
Aunque en 2000 se pensó que México entraba en la etapa del gran cambio democrático cuyas consecuencias benéficas se reflejarían en todos los órdenes de nuestra vida colectiva, la realidad resultó otra. En poco tiempo se pudo comprobar que el cambio no fue tan marcado, ni tan positivo. Y es que casi no hay diferencia entre los intereses que representaron Carlos Salinas y Ernesto Zedillo al final del priísmo y los que representan Vicente Fox y Felipe Calderón al inicio del panismo. Ahora bien, el estilo panista de gobernar no es igual respecto del que le antecedió: es más propicio a una relación abierta y estrecha entre Gobierno e Iglesia, entre Gobierno y gran empresa privada y, en general, más abierta y francamente de derecha que el característico estilo priista. Después de todo, la “R” en el PRI liga a ese partido a un pasado revolucionario pero la “A” del PAN no tiene ninguna referencia específica en nuestra historia. Y ese contrapunto de estilo se refleja en la política frente a Estados Unidos.
El Viejo “Propósito Nacional” Mexicano Reaparece a Pesar de la Derecha. Al inicio de su mandato Fox decidió que sería en la relación con Estados Unidos donde tendría una de las mejores oportunidades de introducir cambios sustantivos ya que en la política interna no le sería posible por carecer de mayoría en el Congreso. Y no hay que negar que en este campo su audacia inicial fue notable: confiado en su “bono democrático” y en una cierta solidaridad entre las derechas, Fox no esperó a negociar con Washington antes de anunciar en la propia Casa Blanca que México exigía a la superpotencia la “enchilada completa” en materia de trabajadores mexicanos en Estados Unidos: una legislación que legalizar su presencia.
A cambio de integrar de jure a la mano de obra mexicana que de facto ya era parte de la economía norteamericana, Fox empezó a cambiar la política mexicana hacia Cuba y a insinuar el fin de lo poco que aún quedaba del nacionalismo revolucionario. La idea era apoyar la política internacional de George W. Bush en términos y estilos no muy diferentes a los que ya había adoptado el Gobierno español de José María Aznar.
Como sabemos, al final Estados Unidos no compró la agenda de Fox y en una coyuntura tan peligrosa como inesperada –vísperas de la invasión de Irak- Fox no pudo hacer efectivo el apoyo incondicional a Washington. En efecto, México era miembro del Consejo de Seguridad de la ONU cuando esa institución se encontró bajo una gran presión de Estados Unidos para que respaldara su decisión de actuar contra Irak. Sin encontrar el apoyo interno suficiente para cambiar la histórica posición mexicana respecto del principio de la no-intervención unilateral de un país en los asuntos de otro, Fox y muy en contra de lo que hubiera deseado, tuvo que adoptar sin convicción o entusiasmo una posición propia del viejo nacionalismo tradicional y tomar distancia de Estados Unidos, aunque en compensación hizo que después rodara la cabeza del diplomático mexicano que había simbolizado la resistencia al designio norteamericano: la de Adolfo Aguilar Zinser.
Calderón decidió volver al camino intentado por su antecesor para redefinir la relación mexicana de cara a Estados Unidos, pero ya no por la vía de los trabajadores indocumentados sino ligando lo que a partir de septiembre de 2001 está en el meollo de la agenda nacional norteamericana con lo que Calderón, forzado por las circunstancias, puso en el centro de su agenda desde el momento en que asumió el poder: la lucha contra unas organizaciones de narcotraficantes cuyas acciones e impunidad han puesto al descubierto la corrupción e ineficiencia de los aparatos de seguridad del Estado.
La llamada “Iniciativa Mérida” que Calderón propuso en 2007 a Bush ya no sorprendió a la Casa Blanca. A diferencia de Fox, Calderón la negoció bien antes de anunciarla, tan bien que el público sólo conoció una parte. En esencia, el acuerdo propuso que Washington ayude en especie al Gobierno de México para que éste, a lo largo de tres años, reciba equipo sofisticado y sus soldados y policías sean entrenados para enfrentar con éxito al enemigo común: el crimen organizado y también a posibles terroristas que pudieran aliarse con los cárteles de la droga.
Desde el inicio la Iniciativa Mérida, también llamada “Plan México” por ciertas similitudes con el “Plan Colombia”, implicaba la supervisión norteamericana no sólo sobre policías y militares mexicanos sino además sobre el sistema de justicia para estar seguros de que la corrupción e ineficiencia no volvieran a echar por tierra el esfuerzo (todos recuerdan el caso del general Gutiérrez Rebollo).
Sin embargo, este esfuerzo de Calderón por unir de manera institucional su agenda con la de Estados Unidos más allá del final del mandato de Bush, se vino abajo –al menos temporalmente- porque el Congreso norteamericano aumentó e hizo demasiado notoria la condicionalidad de una ayuda que desde el inicio ya estaba condicionada. Los legisladores del norte exigieron al Gobierno mexicano buenas cuentas en dos áreas donde tradicionalmente su récord –y el de todos sus antecesores- ha sido pobre: corrupción y derechos humanos. Tan abierta condición –ningún Gobierno da algo a otro a cambio de nada- hizo que Calderón, como Fox en su momento, no resistiera la crítica interna que vio en la Iniciativa Mérida una puerta a la intervención norteamericana en asuntos internos.
En suma, ante las exigencias inevitables del nacionalismo estadounidense, dos gobiernos mexicanos con obvias inclinaciones por integrar más al país al proyecto norteamericano, se han visto obligados a dar marcha atrás en dos temas que acentuaban la integración porque no han podido ofrecer algo atractivo que reemplace al nacionalismo tradicional en términos de la “ambición nacional”.
Kikka Roja