Agustín Basave
19-Oct-2009
El conflicto del Sindicato Mexicano de Electricistas ha puesto en la agenda nacional a nuestro sindicalismo. El tema no es Luz y Fuerza del Centro; todos sabemos que era una empresa inaceptablemente cara y mala, es el SME y con él las relaciones laborales en México.
Para Agustín, para pasado mañana: feliz cumpleaños.
Los sindicatos surgieron como instrumentos de defensa contra el capitalismo salvaje. En los albores de la revolución industrial, a fines del siglo XVIII, nada impedía que los dueños de las fábricas explotaran a los obreros. Los abusos eran muchos: jornadas y condiciones de trabajo inhumanas, bajísimos salarios y un largo etcétera. Para defender los intereses de los trabajadores se formaron organizaciones sindicales, a contrapelo de una ley que las prohibía expresamente. Su legalización no se dio sino hasta 1824, en Inglaterra, y aún más tarde en otros países. La legitimación de la huelga y los demás derechos laborales en los estados democráticos se retrasaría una centuria más.
De entonces a la fecha, las cosas han cambiado. La globalización flexibilizó las reglas del juego y los sindicatos se debilitaron. Para bien y para mal —quienes tienen un empleo están más protegidos, pero a los demás les cuesta más esfuerzo encontrar trabajo—, muchos de esos cambios no han llegado a México. Las viejas conquistas sindicales no han sido contrarrestadas por las nuevas conquistas empresariales: la cláusula de exclusión en los contratos colectivos todavía existe y los pagos por hora, la reducción de indemnizaciones y pensiones, los periodos de gracia en la contratación de jóvenes y otras prácticas que ya son comunes en el Primer Mundo no se han incorporado a la legislación mexicana. Y al mismo tiempo los trabajadores mexicanos carecen del seguro de desempleo del que los primermundistas ya disfrutan y que hace viable en sus países la flexibilidad laboral.
El conflicto del Sindicato Mexicano de Electricistas ha puesto en la agenda nacional a nuestro sindicalismo. El tema no es Luz y Fuerza del Centro; todos sabemos que era una empresa inaceptablemente cara y mala, como lo mostró con su habitual tino la Auditoría Superior de la Federación, y muchos consideramos positivo que la absorba la Comisión Federal de Electricidad, que es un poco más eficiente. El meollo de la discusión es el SME y con él las relaciones laborales en México. A nadie escapa el hecho de que nuestra alternancia se dio en la más rancia tradición mexicana de la imprevisión, y que entre los planes que brillaron por su ausencia estuvo el de sustituir al corporativismo sindical. El gobierno permitió que las antiguas centrales no se dieran por enteradas del cambio.
Cierto, hay sindicatos que buscaron modernizarse. En las postrimerías de la era del partido hegemónico, tras de la derrota de los movimientos que se enfrentaron al charrismo sindical, algunos de ellos lo intentaron. En ese contexto se creó la Unión Nacional de Trabajadores como alternativa al Congreso del Trabajo. Pero si bien la UNT representa en México a un sindicalismo más vanguardista, y varios de sus miembros han logrado avances en la descorporativización y en la conciliación de transparencia y autonomía sindical, la mexicanísima corrupción no ha sido desterrada. Han superado los contratos de protección tipo cetemista pero mecanismos de control de las bases, como la herencia, la venta o la renta de plazas, son todavía muy socorridos. Aunque se cuece aparte, es el caso del SME.
La cuestión, sin embargo, no es qué hacemos con un sindicato sino qué sindicalismo queremos. Yo aplaudo la propuesta de que la CFE reemplace a LyFC, pero no el proyecto de desaparición de una organización sindical con base en un criterio casuístico y politizado. Si no vamos más allá pronto estaremos quejándonos de los obstáculos del SUTERM a la competitividad de la CFE. Y es que la liquidación de LyFC no sólo parte de una insoslayable racionalidad económica y administrativa, sino también de un cálculo político del Presidente que implica una carambola de tres bandas: refuerza su debilitado liderazgo frente a la clase empresarial, arrebata al SME el negocio de la fibra óptica e intimida adversarios y golpea a un aliado de la izquierda de cara a la sucesión de 2012. Así no se llega a la raíz del problema. Hay que discutir un nuevo pacto social, una estrategia de transformación que se sitúe por encima de filias o fobias partidistas. ¿Dónde está el equilibrio entre productividad y seguridad social, cuál es la tonalidad justa entre el blanco y el rojo? Si se alcanzara un acuerdo, y en él se privilegiara el combate a la corrupción sindical sin solapar a nadie por razones ideológicas o electorales, México ganaría. Y si el gobierno catalizara la reinserción en el mercado laboral de los desempleados y se siguiera de frente para sanear a Pemex y mejorar la educación pública junto con sus respectivos sindicatos, yo no regatearía el reconocimiento de un hito en nuestra cosa pública. Pero si eso no ocurre, si todo queda en un golpe al SME, condenaré la selectividad. Por lo pronto me solidarizo con quienes perdieron su empleo en LyFC, cuyas familias padecen incertidumbre y angustia sin tener la culpa de los excesos de sus líderes.
Para Agustín, para pasado mañana: feliz cumpleaños.
Los sindicatos surgieron como instrumentos de defensa contra el capitalismo salvaje. En los albores de la revolución industrial, a fines del siglo XVIII, nada impedía que los dueños de las fábricas explotaran a los obreros. Los abusos eran muchos: jornadas y condiciones de trabajo inhumanas, bajísimos salarios y un largo etcétera. Para defender los intereses de los trabajadores se formaron organizaciones sindicales, a contrapelo de una ley que las prohibía expresamente. Su legalización no se dio sino hasta 1824, en Inglaterra, y aún más tarde en otros países. La legitimación de la huelga y los demás derechos laborales en los estados democráticos se retrasaría una centuria más.
De entonces a la fecha, las cosas han cambiado. La globalización flexibilizó las reglas del juego y los sindicatos se debilitaron. Para bien y para mal —quienes tienen un empleo están más protegidos, pero a los demás les cuesta más esfuerzo encontrar trabajo—, muchos de esos cambios no han llegado a México. Las viejas conquistas sindicales no han sido contrarrestadas por las nuevas conquistas empresariales: la cláusula de exclusión en los contratos colectivos todavía existe y los pagos por hora, la reducción de indemnizaciones y pensiones, los periodos de gracia en la contratación de jóvenes y otras prácticas que ya son comunes en el Primer Mundo no se han incorporado a la legislación mexicana. Y al mismo tiempo los trabajadores mexicanos carecen del seguro de desempleo del que los primermundistas ya disfrutan y que hace viable en sus países la flexibilidad laboral.
El conflicto del Sindicato Mexicano de Electricistas ha puesto en la agenda nacional a nuestro sindicalismo. El tema no es Luz y Fuerza del Centro; todos sabemos que era una empresa inaceptablemente cara y mala, como lo mostró con su habitual tino la Auditoría Superior de la Federación, y muchos consideramos positivo que la absorba la Comisión Federal de Electricidad, que es un poco más eficiente. El meollo de la discusión es el SME y con él las relaciones laborales en México. A nadie escapa el hecho de que nuestra alternancia se dio en la más rancia tradición mexicana de la imprevisión, y que entre los planes que brillaron por su ausencia estuvo el de sustituir al corporativismo sindical. El gobierno permitió que las antiguas centrales no se dieran por enteradas del cambio.
Cierto, hay sindicatos que buscaron modernizarse. En las postrimerías de la era del partido hegemónico, tras de la derrota de los movimientos que se enfrentaron al charrismo sindical, algunos de ellos lo intentaron. En ese contexto se creó la Unión Nacional de Trabajadores como alternativa al Congreso del Trabajo. Pero si bien la UNT representa en México a un sindicalismo más vanguardista, y varios de sus miembros han logrado avances en la descorporativización y en la conciliación de transparencia y autonomía sindical, la mexicanísima corrupción no ha sido desterrada. Han superado los contratos de protección tipo cetemista pero mecanismos de control de las bases, como la herencia, la venta o la renta de plazas, son todavía muy socorridos. Aunque se cuece aparte, es el caso del SME.
La cuestión, sin embargo, no es qué hacemos con un sindicato sino qué sindicalismo queremos. Yo aplaudo la propuesta de que la CFE reemplace a LyFC, pero no el proyecto de desaparición de una organización sindical con base en un criterio casuístico y politizado. Si no vamos más allá pronto estaremos quejándonos de los obstáculos del SUTERM a la competitividad de la CFE. Y es que la liquidación de LyFC no sólo parte de una insoslayable racionalidad económica y administrativa, sino también de un cálculo político del Presidente que implica una carambola de tres bandas: refuerza su debilitado liderazgo frente a la clase empresarial, arrebata al SME el negocio de la fibra óptica e intimida adversarios y golpea a un aliado de la izquierda de cara a la sucesión de 2012. Así no se llega a la raíz del problema. Hay que discutir un nuevo pacto social, una estrategia de transformación que se sitúe por encima de filias o fobias partidistas. ¿Dónde está el equilibrio entre productividad y seguridad social, cuál es la tonalidad justa entre el blanco y el rojo? Si se alcanzara un acuerdo, y en él se privilegiara el combate a la corrupción sindical sin solapar a nadie por razones ideológicas o electorales, México ganaría. Y si el gobierno catalizara la reinserción en el mercado laboral de los desempleados y se siguiera de frente para sanear a Pemex y mejorar la educación pública junto con sus respectivos sindicatos, yo no regatearía el reconocimiento de un hito en nuestra cosa pública. Pero si eso no ocurre, si todo queda en un golpe al SME, condenaré la selectividad. Por lo pronto me solidarizo con quienes perdieron su empleo en LyFC, cuyas familias padecen incertidumbre y angustia sin tener la culpa de los excesos de sus líderes.
abasave@prodigy.net.mx
kikka-roja.blogspot.com/