- Es testigo fiel de la marginación y descomposición social de sus habitantes
- La ciudad perdida de Tacubaya, vecindad digna de Los olvidados
- Fue uno de los más fuertes centros de distribución de droga en la zona, la década pasada
- Sólo nos encomendamos a Dios y respetamos la forma de vivir de la gente, dicen inquilinos
Rocío González Alvarado
Casas hechas con tabiques mal colocados y techos de láminas de cartón, distribuidas en estrechos pasillos con olor a orines y basura acumulada, forman la vecindad conocida como La ciudad perdida, en Tacubaya, en la que habitan unas 100 familias Foto: María Luisa Severiano
Entre los callejones olvidados de la colonia Tacubaya, en la delegación Miguel Hidalgo, a escasos diez minutos de la residencia oficial de Los Pinos, se levanta una de las tantas vecindades de este barrio, pero como ninguna otra es testimonio fiel de la marginación y la descomposición social en la que viven sus habitantes. La llaman La ciudad perdida, pero de su anonimato salió hace unos meses cuando a partir de un “cristalazo” a un BMW, en los carriles centrales de Periférico, a la altura de Mártires de Tacubaya, propinado por los integrantes de la banda El Ratón, la policía capitalina descubrió los laberintos de esta vecindad, convertida en refugio de los delincuentes. Con cuatro entradas en las calles Becerra 88, Mártires de Tacubaya 115, Héroes de la Intervención 29 y 37, esquina con Once de Abril, por fuera del inmueble, que ocupa una manzana completa, nada indica la miseria que viven adentro cerca de 100 familias, bajo el cobijo de diminutas viviendas hechas con tabiques mal colocados y techos de lámina de cartón.
Sus primeros habitantes llegaron hace más de un siglo, cuando sólo había jacales de adobe y techos de madera, cuyos vestigios aún se observan en los estrechos pasillos, caracterizados por la fetidez que se desprende del drenaje colapsado, combinado con el olor a orines y la basura acumulada. Doña Cristina, una de las primeras inquilinas, ya entrada en años, apenas recuerda su edad, pero dice con claridad que nunca fueron invasores. “Pagábamos renta, un peso al mes, hasta velador teníamos, pero ni hacía falta, porque toda la vecindad era silenciosa y pacífica; afuera sólo había caminos, nada de Periférico, sólo a lo lejos se escuchaba el tren de La Venta”. “Si mi madre viviera tuviera 75 años, y llegó aquí a los dos”, dice Carmen Caudillo, otra vecina, para certificar su antigüedad en el predio. Ella forma parte de las cuatro generaciones en este lugar, en el que la pobreza se palpa y se respira. Comparte dos tomas de agua potable, siete baños, y un par de lavaderos, con el vecindario integrado por ancianas abandonadas a su suerte, madres solteras con tres o cuatro hijos, y matrimonios de adolescentes.
“Nos prometen mucho y no nos dan ni un cacahuate”
Carlos Rivas, representante del Gobierno del Distrito Federal en la Coordinación Territorial número cinco de la delegación Miguel Hidalgo, señala que como esta vecindad existen muchas en el barrio, pero ninguna con los niveles de desintegración familiar y de marginación, cuyos moradores parecen salidos de la película Los olvidados. El gobierno capitalino ha intervenido con varios programas sociales, asegura y cuenta que durante una jornada de limpieza se recogieron 14 camiones de escombros, basura y excremento. Dos viviendas, habitadas por un par de ancianas, estaban llenas de desperdicio, inclusive, entre los raídos colchones, las ratas habían hecho sus nidos, convirtiendo la vecindad en un foco de infección. “Daba escalofríos ver cada escena”, apunta, al recordar a una anciana, sin dentadura, comiendo un plátano podrido o a un bebé de meses de nacido con la piel cubierta de hongos.
Se trata de un modusvivendi pervertido, en el que los niños asumen como natural su relación con los drogadictos y los alcohólicos, saben que sus padres lo son, confiesa Julio, ex inquilino, quien señala que allá por los años 80 era sabido el consumo de mariguana entre algunos moradores, pero de los 90 para acá la cocaína comenzó a circular, e inclusive, se establecieron centros de distribución de la droga. Pero de ello, casi nadie se atreve a hablar. Aunque todos recuerdan la última incursión de elementos de la Agencia Federal de Investigación, la Policía Federal Preventiva y uniformados capitalinos que catearon casas y detuvieron a un grupo de narcomenudistas, o cuando agarraron a miembros de la banda El Ratón, que robaban a automovilistas en Periférico con grapas de cocaína, dosis de mariguana y documentos de sus víctimas. Lo más que aceptan es tener integrantes de su familia adictos a los estupefacientes, como la señora Teresa, que aún joven, con tres hijos adolescentes, confiesa que dos de ellos, se encuentran en un centro de rehabilitación, y el mayor de ellos, ya no se ha “portado mal”. “Están en un granja, para qué más que la verdad, pero los prefiero ahí que en la cárcel, porque consumen la droga, no la venden”, apunta. Doña Flor Amaya resume el pesar del vecindario. “Sólo nos encomendamos a Dios, y respetamos la forma de vivir de la gente, no queremos nada para nosotros, pero si una vivienda digna para nuestros hijos”, dice al cuestionar, que autoridades de la delegación van y vienen, “más durante las elecciones, el mismo Carlos Salinas de Gortari estuvo aquí, toman fotos y nos prometen mucho, y qué nos dan, ni un cacahuate”.
Sus primeros habitantes llegaron hace más de un siglo, cuando sólo había jacales de adobe y techos de madera, cuyos vestigios aún se observan en los estrechos pasillos, caracterizados por la fetidez que se desprende del drenaje colapsado, combinado con el olor a orines y la basura acumulada. Doña Cristina, una de las primeras inquilinas, ya entrada en años, apenas recuerda su edad, pero dice con claridad que nunca fueron invasores. “Pagábamos renta, un peso al mes, hasta velador teníamos, pero ni hacía falta, porque toda la vecindad era silenciosa y pacífica; afuera sólo había caminos, nada de Periférico, sólo a lo lejos se escuchaba el tren de La Venta”. “Si mi madre viviera tuviera 75 años, y llegó aquí a los dos”, dice Carmen Caudillo, otra vecina, para certificar su antigüedad en el predio. Ella forma parte de las cuatro generaciones en este lugar, en el que la pobreza se palpa y se respira. Comparte dos tomas de agua potable, siete baños, y un par de lavaderos, con el vecindario integrado por ancianas abandonadas a su suerte, madres solteras con tres o cuatro hijos, y matrimonios de adolescentes.
“Nos prometen mucho y no nos dan ni un cacahuate”
Carlos Rivas, representante del Gobierno del Distrito Federal en la Coordinación Territorial número cinco de la delegación Miguel Hidalgo, señala que como esta vecindad existen muchas en el barrio, pero ninguna con los niveles de desintegración familiar y de marginación, cuyos moradores parecen salidos de la película Los olvidados. El gobierno capitalino ha intervenido con varios programas sociales, asegura y cuenta que durante una jornada de limpieza se recogieron 14 camiones de escombros, basura y excremento. Dos viviendas, habitadas por un par de ancianas, estaban llenas de desperdicio, inclusive, entre los raídos colchones, las ratas habían hecho sus nidos, convirtiendo la vecindad en un foco de infección. “Daba escalofríos ver cada escena”, apunta, al recordar a una anciana, sin dentadura, comiendo un plátano podrido o a un bebé de meses de nacido con la piel cubierta de hongos.
Se trata de un modusvivendi pervertido, en el que los niños asumen como natural su relación con los drogadictos y los alcohólicos, saben que sus padres lo son, confiesa Julio, ex inquilino, quien señala que allá por los años 80 era sabido el consumo de mariguana entre algunos moradores, pero de los 90 para acá la cocaína comenzó a circular, e inclusive, se establecieron centros de distribución de la droga. Pero de ello, casi nadie se atreve a hablar. Aunque todos recuerdan la última incursión de elementos de la Agencia Federal de Investigación, la Policía Federal Preventiva y uniformados capitalinos que catearon casas y detuvieron a un grupo de narcomenudistas, o cuando agarraron a miembros de la banda El Ratón, que robaban a automovilistas en Periférico con grapas de cocaína, dosis de mariguana y documentos de sus víctimas. Lo más que aceptan es tener integrantes de su familia adictos a los estupefacientes, como la señora Teresa, que aún joven, con tres hijos adolescentes, confiesa que dos de ellos, se encuentran en un centro de rehabilitación, y el mayor de ellos, ya no se ha “portado mal”. “Están en un granja, para qué más que la verdad, pero los prefiero ahí que en la cárcel, porque consumen la droga, no la venden”, apunta. Doña Flor Amaya resume el pesar del vecindario. “Sólo nos encomendamos a Dios, y respetamos la forma de vivir de la gente, no queremos nada para nosotros, pero si una vivienda digna para nuestros hijos”, dice al cuestionar, que autoridades de la delegación van y vienen, “más durante las elecciones, el mismo Carlos Salinas de Gortari estuvo aquí, toman fotos y nos prometen mucho, y qué nos dan, ni un cacahuate”.
Kikka Roja