Agustín Basave
21-Sep-2009
En el PRI empieza a abrirse una grieta que separa a quienes conciben un partido-escudo de los que desean un partido-lanza. Por una parte están los priistas que tienen grandes intereses que defender y forman parte del establishment metapartidario.
Para Orla, por la dualidad felicitaria.
No hay partidos monolíticos. Todos tienen camarillas, corrientes, facciones. Otra cosa es que algunos de ellos las oculten, que impongan a sus militantes una disciplina de silencio. En esos casos la imagen de homogeneidad es engañosa. Puede haber partidos bien integrados, armónicos quizá, pero no uniformes. Ni aquí ni en China, literalmente. De hecho, lo que en otras partes es heterogeneidad, en México es esquizofrenia.
En el antiguo régimen mexicano el presidente cohesionaba a su partido. Pero de ahí a que el PNR/PRM/PRI haya carecido de diversidad, o incluso de divisiones internas, media un abismo. De la misma matriz partidista nacieron las presidencias de Lázaro Cárdenas y de Miguel Alemán, entre las cuales hubo más distancia ideológica que la que existe ahora entre el PRD y el PAN. Y si bien la mayoría de las amenazas de cisma en el priismo se conjuraron, otras se cumplieron. Hoy, naturalmente, el PRI tiene un ensamblaje distinto. Perdido su centro de gravedad presidencial, ha tenido que buscar otros mecanismos de articulación y ha revertido a sus orígenes penerristas, recreando una confederación de liderazgos o cacicazgos regionales. Aunque la dirigencia nacional y los coordinadores parlamentarios tienen fuerza, los gobernadores son cada vez más los verdaderos depositarios del poder priista.
Simultáneamente a esta obviedad, sin embargo, en el PRI empieza a abrirse una grieta que separa a quienes conciben un partido-escudo de los que desean un partido-lanza. Por una parte están algunos de los priistas que ya dominaron el país, que tienen grandes intereses que defender y forman parte del establishment metapartidario. A ellos les gustaría que el PRI recuperara la Presidencia de la República, por supuesto, pero no están dispuestos a arriesgar demasiado porque su entrelazamiento con el gobierno federal panista y sus nexos con diversos gobiernos estatales les permiten proteger y acrecentar sus enclaves económicos y sus posiciones políticas tanto o más de lo que se los permitiría un nuevo presidente priista. Y del otro lado está el priismo que no ha llegado al cenit, el que sí se juega el todo por el todo de cara al 2012. El diferendo no es necesariamente generacional, porque hay jóvenes y viejos en ambos bandos, pero sí es potencialmente bifurcador porque propicia lógicas antagónicas. Unos pretenden perpetuar la actual correlación de fuerzas y los otros revertirla; unos apuestan a fortalecer al Congreso de la Unión y a los gobiernos estatales a expensas del Ejecutivo federal, otros a regresar a un presidencialismo fuerte; unos saben que no ganan en las urnas y optan por el poder tras el trono y otros quieren sentarse en el trono. Aunque todavía no se manifiesta cabalmente esta disputa, pronto se sentirán los escarceos en las bancadas priistas de la LXI Legislatura.
Pero el PRI no tiene el monopolio de las tendencias esquizoides. Ahí está el PAN, el partido que ponía sus normas por encima de sus personas, al que comienza a partirlo el personalismo. Y qué decir del PRD, el partido de tribus por antonomasia, que alberga una bipolaridad mucho más ostensible. Muchos partidos tienen un ala radical y una moderada, pero en el perredismo la coexistencia de ambas produce el síndrome de Penélope: lo que una teje de día la otra lo desteje de noche. Sus estrategias se merman recíprocamente. Es como si el inconsciente de los perredistas los hiciera esperar el regreso del Odiseo socialista antes de llegar al poder, y que mientras tanto estuvieran decididos a ahuyentar a cuantos electores los cortejen. La pugna se ha vuelto personal y su visceralidad ha escalado al grado de propiciar apuestas en el sentido de que mientras esas expresiones compartan un mismo registro preferirán ganar la batalla interna a la externa. Lo cierto es que en el PRD, de manera sistemática, uno de sus costados se pelea con el otro.
Ninguno de esos tres casos debe sorprendernos. Es una manifestación más de lo que yo he llamado “el mexiJano”: el ser dual de nuestra identidad que, como el dios de las dos caras, mira en direcciones opuestas. Nos gusten o no, PRI, PAN y PRD son los principales partidos de México y nada de lo mexicano les es ajeno. Por eso a menudo actúan contra sí mismos. No siempre, claro está, porque, como todos nosotros, de vez en cuando acatan la sensatez, superan el desdoblamiento de personalidades y se comportan racionalmente. De lo que parecen incapaces es de portarse con generosidad hacia México; al menos no en estos tiempos en que nuestro país la necesita desesperadamente.
Para Orla, por la dualidad felicitaria.
No hay partidos monolíticos. Todos tienen camarillas, corrientes, facciones. Otra cosa es que algunos de ellos las oculten, que impongan a sus militantes una disciplina de silencio. En esos casos la imagen de homogeneidad es engañosa. Puede haber partidos bien integrados, armónicos quizá, pero no uniformes. Ni aquí ni en China, literalmente. De hecho, lo que en otras partes es heterogeneidad, en México es esquizofrenia.
En el antiguo régimen mexicano el presidente cohesionaba a su partido. Pero de ahí a que el PNR/PRM/PRI haya carecido de diversidad, o incluso de divisiones internas, media un abismo. De la misma matriz partidista nacieron las presidencias de Lázaro Cárdenas y de Miguel Alemán, entre las cuales hubo más distancia ideológica que la que existe ahora entre el PRD y el PAN. Y si bien la mayoría de las amenazas de cisma en el priismo se conjuraron, otras se cumplieron. Hoy, naturalmente, el PRI tiene un ensamblaje distinto. Perdido su centro de gravedad presidencial, ha tenido que buscar otros mecanismos de articulación y ha revertido a sus orígenes penerristas, recreando una confederación de liderazgos o cacicazgos regionales. Aunque la dirigencia nacional y los coordinadores parlamentarios tienen fuerza, los gobernadores son cada vez más los verdaderos depositarios del poder priista.
Simultáneamente a esta obviedad, sin embargo, en el PRI empieza a abrirse una grieta que separa a quienes conciben un partido-escudo de los que desean un partido-lanza. Por una parte están algunos de los priistas que ya dominaron el país, que tienen grandes intereses que defender y forman parte del establishment metapartidario. A ellos les gustaría que el PRI recuperara la Presidencia de la República, por supuesto, pero no están dispuestos a arriesgar demasiado porque su entrelazamiento con el gobierno federal panista y sus nexos con diversos gobiernos estatales les permiten proteger y acrecentar sus enclaves económicos y sus posiciones políticas tanto o más de lo que se los permitiría un nuevo presidente priista. Y del otro lado está el priismo que no ha llegado al cenit, el que sí se juega el todo por el todo de cara al 2012. El diferendo no es necesariamente generacional, porque hay jóvenes y viejos en ambos bandos, pero sí es potencialmente bifurcador porque propicia lógicas antagónicas. Unos pretenden perpetuar la actual correlación de fuerzas y los otros revertirla; unos apuestan a fortalecer al Congreso de la Unión y a los gobiernos estatales a expensas del Ejecutivo federal, otros a regresar a un presidencialismo fuerte; unos saben que no ganan en las urnas y optan por el poder tras el trono y otros quieren sentarse en el trono. Aunque todavía no se manifiesta cabalmente esta disputa, pronto se sentirán los escarceos en las bancadas priistas de la LXI Legislatura.
Pero el PRI no tiene el monopolio de las tendencias esquizoides. Ahí está el PAN, el partido que ponía sus normas por encima de sus personas, al que comienza a partirlo el personalismo. Y qué decir del PRD, el partido de tribus por antonomasia, que alberga una bipolaridad mucho más ostensible. Muchos partidos tienen un ala radical y una moderada, pero en el perredismo la coexistencia de ambas produce el síndrome de Penélope: lo que una teje de día la otra lo desteje de noche. Sus estrategias se merman recíprocamente. Es como si el inconsciente de los perredistas los hiciera esperar el regreso del Odiseo socialista antes de llegar al poder, y que mientras tanto estuvieran decididos a ahuyentar a cuantos electores los cortejen. La pugna se ha vuelto personal y su visceralidad ha escalado al grado de propiciar apuestas en el sentido de que mientras esas expresiones compartan un mismo registro preferirán ganar la batalla interna a la externa. Lo cierto es que en el PRD, de manera sistemática, uno de sus costados se pelea con el otro.
Ninguno de esos tres casos debe sorprendernos. Es una manifestación más de lo que yo he llamado “el mexiJano”: el ser dual de nuestra identidad que, como el dios de las dos caras, mira en direcciones opuestas. Nos gusten o no, PRI, PAN y PRD son los principales partidos de México y nada de lo mexicano les es ajeno. Por eso a menudo actúan contra sí mismos. No siempre, claro está, porque, como todos nosotros, de vez en cuando acatan la sensatez, superan el desdoblamiento de personalidades y se comportan racionalmente. De lo que parecen incapaces es de portarse con generosidad hacia México; al menos no en estos tiempos en que nuestro país la necesita desesperadamente.
abasave@prodigy.net.mx
kikka-roja.blogspot.com/