tumbaburros@yahoo.com
Todos somos el naco de alguien: la chica de Las Lomas le dice naca a la de Satélite. Ésta llama naco al de la Roma, para quien naco es el que a unas cuadras vive en la Escandón pero jamás le dirá vecino. El de la Escandón, que ya no tiene coche, bautiza naco al taxista que vive en la Portales y éste, al tragafuegos que vive en las orillas de Neza y trabaja en un semáforo en avenida Zaragoza, le grita quítate pinche indio. Si estoy en Monterrey, la nena chic vive en San Pedro. Si voy a Guadalajara, en Puerta de Hierro o El Palomar. Si en Veracruz, en Costa de Oro. La gente de escasos recursos a veces –cada vez menos– logra mejorar su situación y entonces se vuelve arrogante con los suyos, que son como se era antes de disfrutar las vanas mieles de dinero y “buena” posición. El desprecio de castas es añejo cáncer que nos carcome hasta llegar al extremo vergonzoso, inmediatamente desmentido en la tele, de un par de bestias de la seguridad de un hotel para ricos en Cancún que se dio el lujo poco envidiable de intentar sacar del vestíbulo a Rigoberta Menchú porque vestía ropas típicas de la etnia que tan dignamente representa. Sea verdad o no el hecho particular poco importa, porque es algo que sí sucede todos los días a lo largo y lo ancho de nuestro territorio. Decirle “indio” a alguien en México, lejos de ser una ponderación ancestral, es insulto vulgar. La idiosincrasia mexicana, profundamente racista y clasista, se avergüenza de su pasado indígena. Nada nuevo en ello.
La televisión comercial, en lugar de aprovechar su enorme penetración sociocultural (y su presunta modernidad valórica ) como ariete para demoler este tipo de rasgos característicos de nuestro atraso social, lo estimula. Prácticamente toda la publicidad de productos de consumo que se anuncian como un lavado de cerebro las veinticuatro horas del día despliega en pantalla modelos caucásicos que nada tienen que ver con la gente en nuestras calles. Ya sean adorables querubines en un anuncio de pañales, bellas y guapos adolescentes siempre atléticos en anuncios –qué majadera paradoja– de pizzas y refrescos respectivamente saturados de grasas, sal y carbohidratos que se depositan en jamones, en lonjas y barrigas, en esteatopígicas –o sea inmensamente nalgonas– señoras y señoritas que se entregan además al sedentarismo para devorar telenovelas y más anuncios de anoréxicas sílfides que promocionan maquillaje, detergente, toallas sanitarias o tintes para el pelo, porque mejor güera de farmacia, manita, que tener estas horribles crines para ensartar chaquiras… ¿O qué tal los comerciales de desodorantes para el sobaco mexicano o los de lociones y perfumes? Puros apolíneos sansebastianes, que no este pueblo de chaparritos gordos sudorosos, panzones cerveceros y amantes del futbol… desde el sillón y con el control remoto a mano.
Los repartos de las telenovelas, aunque en TV Azteca a veces el casting admite con próvida corrección política una pequeña cuota de piel morena, sobre todo en sus reality shows , parecen diseñados por la misma maniquifilia que vemos en todos esos anuncios: actores siempre guapos –excepto cuando se es villano, porque los malos siempre son feos en telelandia, mientras que en la realidad siguen feos, pero les aplaudimos sus corbatotas de seda, sus carrazos y guaruras porque suelen ser miembros de la cofradía corrupta del Poder–, casi siempre de rasgos muy poco autóctonos, casi nunca morenos, pero a veces ridículamente enrojecidos con máquinas de rayos ultravioleta para verse “bronceados”; actricillas usualmente rubias o teñidas de oro, nunca gordas como nuestra femenina población mayoritaria, e invariablemente atascadas de maquillaje de modo que si un día se las topa uno sin pintar son la encarnación de un pastel sin betún. Y como máxima enfermiza, a mayor edad, mayor evidencia de cirugías plásticas a cual más de contraproducentes: que si la pechuga, que si las nachas caídas, que la nariz, los pómulos, los párpados, los labios, el mentón y por allí anda ya un lamentable gineceo de paulatinas copias de Lyn May…
¿Cuánto tiempo va a pasar para que recuperemos la pisoteada “dignidad estética”, si alguna vez tuvimos?, ¿hasta cuándo va a permitir la sociedad mexicana ese divorcio de su realidad en el espejo de todas las mañanas y la proyección inoculada por la televisión de cómo nos queremos ver?
Y, en todo caso, ser feo no es tan malo, es cosa de elemental amor propio y fuerza yóica. Y lo dice este barrigudo aporreateclas que, créame, sabe de qué habla.
Kikka Roja
La televisión comercial, en lugar de aprovechar su enorme penetración sociocultural (y su presunta modernidad valórica ) como ariete para demoler este tipo de rasgos característicos de nuestro atraso social, lo estimula. Prácticamente toda la publicidad de productos de consumo que se anuncian como un lavado de cerebro las veinticuatro horas del día despliega en pantalla modelos caucásicos que nada tienen que ver con la gente en nuestras calles. Ya sean adorables querubines en un anuncio de pañales, bellas y guapos adolescentes siempre atléticos en anuncios –qué majadera paradoja– de pizzas y refrescos respectivamente saturados de grasas, sal y carbohidratos que se depositan en jamones, en lonjas y barrigas, en esteatopígicas –o sea inmensamente nalgonas– señoras y señoritas que se entregan además al sedentarismo para devorar telenovelas y más anuncios de anoréxicas sílfides que promocionan maquillaje, detergente, toallas sanitarias o tintes para el pelo, porque mejor güera de farmacia, manita, que tener estas horribles crines para ensartar chaquiras… ¿O qué tal los comerciales de desodorantes para el sobaco mexicano o los de lociones y perfumes? Puros apolíneos sansebastianes, que no este pueblo de chaparritos gordos sudorosos, panzones cerveceros y amantes del futbol… desde el sillón y con el control remoto a mano.
Los repartos de las telenovelas, aunque en TV Azteca a veces el casting admite con próvida corrección política una pequeña cuota de piel morena, sobre todo en sus reality shows , parecen diseñados por la misma maniquifilia que vemos en todos esos anuncios: actores siempre guapos –excepto cuando se es villano, porque los malos siempre son feos en telelandia, mientras que en la realidad siguen feos, pero les aplaudimos sus corbatotas de seda, sus carrazos y guaruras porque suelen ser miembros de la cofradía corrupta del Poder–, casi siempre de rasgos muy poco autóctonos, casi nunca morenos, pero a veces ridículamente enrojecidos con máquinas de rayos ultravioleta para verse “bronceados”; actricillas usualmente rubias o teñidas de oro, nunca gordas como nuestra femenina población mayoritaria, e invariablemente atascadas de maquillaje de modo que si un día se las topa uno sin pintar son la encarnación de un pastel sin betún. Y como máxima enfermiza, a mayor edad, mayor evidencia de cirugías plásticas a cual más de contraproducentes: que si la pechuga, que si las nachas caídas, que la nariz, los pómulos, los párpados, los labios, el mentón y por allí anda ya un lamentable gineceo de paulatinas copias de Lyn May…
¿Cuánto tiempo va a pasar para que recuperemos la pisoteada “dignidad estética”, si alguna vez tuvimos?, ¿hasta cuándo va a permitir la sociedad mexicana ese divorcio de su realidad en el espejo de todas las mañanas y la proyección inoculada por la televisión de cómo nos queremos ver?
Y, en todo caso, ser feo no es tan malo, es cosa de elemental amor propio y fuerza yóica. Y lo dice este barrigudo aporreateclas que, créame, sabe de qué habla.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Comentarios. HOLA! deja tu mensaje ...