El eterno retorno Juan Villoro 9 Ene. 09 El reposaobjetos ha vuelto a mí. Mi primer encuentro con este incierto utensilio ocurrió hace 12 años, en la boda de Franky. Una extraña costumbre de los almacenes contemporáneos es la "lista de regalos". Aunque resulta práctico evitar repeticiones y que tu boda sea conocida como "la de las siete lavadoras", eso reduce la generosidad al surtido de la tienda. Fui uno de los últimos en revisar la lista de Franky. Quedaban tres regalos: un cuchillo alargado para rebanar roast beef, una televisión inmensa con equipo de sonido de "cine en su casa" y un entramado de fierros que parecía una artesanía de mineros bolivianos, aunque no era fácil saber si se trataba de un adorno. Todo regalo expresa algo de quien lo da. Me pareció agresivo ofrecer un cuchillo con motivo de una ceremonia donde el sacerdote diría: "lo que une Dios, que no lo desuna el hombre". La televisión era magnífica pero costaba un ojo de la cara. Me irritó que Franky esperara tanto de sus amigos. Además, el aparato se prestaba a malas interpretaciones: dar algo tan ostentoso era un gesto prepotente e incluso oportunista (se acercaba el super bowl y mi amigo podía pensar que me estaba invitando a verlo en su casa). Pregunté qué significaban los fierros retorcidos y recibí una respuesta admirable: "Es un reposaobjetos". Me pareció ideal para Franky. Si estaba en la lista era porque le había gustado. Ya no había tiempo para que el regalo fuera enviado a casa de uno de los novios, de modo que me presenté a la boda en San Juan del Río cargando el reposaobjetos. El esnob de Chacho me preguntó si era una escultura ultraísta, y María Luisa, que sabe demasiadas cosas de todo, me felicitó por apoyar a los artesanos mancos que trabajan en la cárcel. Para no fomentar más conversaciones, dejé el regalo en una mesa, donde un cisne de hielo comenzaba a derretirse. Durante dos whiskys pensé en la sociedad de consumo y las ideas del remoto Thorstein Veblen: hay cosas que se compran sólo porque están en el mercado; ciertos productos deben su suerte a la oferta sin pasar por la demanda. Mi reposaobjetos era un triunfo del capitalismo, que vende incluso lo que no tiene aplicaciones conocidas. Esto me tranquilizó hasta la primera cena en casa de Franky. El cuchillo de roast beef fue usado en la mesa. Luego vimos una película en su inmensa televisión (el sonido era buenísimo: si un personaje frotaba un celofán, sentías un susto tremendo). El reposaobjetos no estaba a la vista. Como no se trataba de un adorno evidente, pensé que lo tenían guardado para el momento cumbre en que los objetos debieran reposar. Durante seis años fui a casa de Franky en diversas circunstancias, sin que mi regalo asomara la oreja. Si no lo quería, ¿por qué lo puso en la lista? ¿Era una prueba psicológica para ver quién se atrevía a comprarlo? Con motivo del cumpleaños de Franky hubo una fiesta tumultuosa. María Luisa llevó un disco de refugiados de Samoa que tenían un ritmo rarísimo (y que al séptimo tequila Chacho juzgó bailable). Me aparté de los demás para buscar "mi" regalo; abrí gavetas y cajones, revisé la alacena, fui al traspatio y descubrí el cuarto de las escobas: entre dos trapeadores, encontré el codiciado objeto. He tenido pocos momentos de inspiración. Uno de ellos ocurrió en ese cuarto oloroso a jerga. Fui a la cocina, tomé el cuchillo para roast beef y volví al rincón del reposaobjetos. Le hice una muesca, con suficiente fuerza para romper un diente del cuchillo. Si alguien me hubiera preguntado qué estaba haciendo, no habría sabido responder. Pero el inconsciente actuaba por mí. A la siguiente cena, Franky sacó el cuchillo que tanto blandía, descubrió que le faltaba un diente y dijo: "Estos trastes no sirven para nada". María Luisa guardó el silencio de los ofendidos. Así supimos que ella se lo había regalado. Poco después, Franky se divorció y tuvo que irse con su falta de tacto a otro sitio. Perdió su televisión con sonido de cine, pero se quedó con el cuchillo. En su nueva vida sórdida, lo usó para untar pan con mantequilla. Cuando un amigo organizó una venta de garage para las víctimas del huracán Mitch, no todas las donaciones fueron útiles: -¡Mira nomás lo que trajo Franky! -el anfitrión me mostró un objeto que reconocí por la hendidura (entonces supe por qué se la había hecho). Curiosamente, esos fierros donde no había reposado cosa alguna fueron vendidos. Dos años después aparecieron en un bazar de Tequisquiapan. María Luisa, que sabe todo pero tiene pésima memoria, los vio ahí y creyó recordar que formaban una artesanía hecha por presidiarios. Los compró para apoyar la causa. Es posible que el reposaobjetos pasara a otras manos durante los intercambios de regalos navideños. Lo cierto es que resurgió en mi vida hace apenas dos días, en la ceremonia donde un admirado colega recibió un reconocimiento por "artículo de fondo". Pocas cosas son tan raras como los trofeos modernos. En su afán de no parecer una copa, no parecen nada. Mi colega recibió un cheque sustancioso y un trofeo que resultó ser ¡el reposaobjetos! Por primera vez su aspecto inclasificable tenía cierta lógica. Busqué la muesca que le había hecho, la encontré sin problemas. Señalé el trofeo y le dije a mi amigo: "te lo compro". Él sonrió, con la amable condescendencia de quien sí recibe premios por sus artículos de fondo. Pensó que yo quería su reconocimiento. ¿Cómo explicarle que deseaba que ese objeto suspendiera su absurda errancia? Había lanzado un vacío talismán al mundo; ni siquiera ahora, disfrazado de trofeo, tenía cabal sentido: no evocaba nada concreto. El equilibrio entre dar y recibir se había envenenado. Sólo si alguien me lo regalaba se cerraría el círculo vicioso. Escribí este artículo y se lo envié a mi colega. Al día siguiente, el reposaobjetos estaba en mi casa. |
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